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Álex de la Iglesia y el otro cine español (à traduire)


 Título original: Urok (The Lesson)
Bulgaria/Grecia, 2014
Dirección y guión: Kristina Grozeva y Peter Valchanov.
Reparto: Margita Gosheva, Ivan Burnev, Ivanka Bratoeva, Ivan Savov, Deya Todorova
Duración: 107 minutos

Nota Cinecritic
Buena
 
Desde "Acción mutante" (1993), este director ha representado una nueva manera de mirar para la cinematografía española, atrayendo con sus películas el imaginario de la ciencia ficción, el cómic y la irrisión, propios de las series televisivas y los tebeos, que seducen por igual a jóvenes y adultos.
Con un lenguaje cáustico y desinhibido, Álex de la Iglesia ha sabido apropiarse también de la "pulp fiction" pero sin que la sangre lo salpique: otro rasgo distintivo de quien sabe hacerse con el kitsch para ponerlo al servicio de la creación. Ello, con la intención de sacudir el letargo colectivo y, en el caso del cineasta, arrancar de sus goznes el sopor de la producción nacional, brindándole al gran público su versión narrativa del género. Algo que ya había ensayado con la novela "Payasos en la lavadora" (1997), siguiendo a otros cultivadores de lo fantástico, el terror y la ciencia ficción como Víctor Conde, Rafael Marín Trechera, Juan Miguel Aguilera y Carlos Vermut, quien basó su cómic "Plutón B.R.B. Nero" en la serie de TVE dirigida por De la Iglesia en 2008.
Del mismo modo, "Alien" (1979) de Ridley Scott resultó capital en la concepción de "Acción mutante", al privilegiar la invención sobre el efecto. Una operación fundamental en la obra del realizador, quien ha mostrado una enorme dosis de ingenio, pudiendo hacerse con el estandarte de auteurs que le precedieron, como Segundo de Chomón ("El hotel eléctrico", 1905), Manuel Noriega ("Madrid en el año 2000", 1925), Juan Logar ("Trasplante de un cerebro", 1970) y Juan Carlos Olaria ("El hombre perseguido por un OVNI", 1976).
Para De la Iglesia, quien en sus comienzos tuvo el respaldo de Agustín y Pedro Almodóvar en la producción de sus films, la desmesura y el exceso se entroncan con la primera etapa del director manchego, espejeando, su primer largo, los intertextos a la irrisión publicitaria de "¿Qué he hecho yo para merecer esto!" (1984), y el desenfado presente en las fotonovelas y guateques de "Laberinto de pasiones" (1982), además de contar con cameos de las chicas Almodóvar Bibí Andersen y Rossy de Palma. Esto genera un caos simbólico, donde la descontextualización de los referentes, propio de la españolada de boina y alpargatas, de la cual hizo gala el director manchego entonces, tiene también su lugar en la filmografía del bilbaíno.

-Pues cada vez se mueve menos.
-Estará cansado. Llevamos media hora con él.
-Yo creo que no puede respirar.
-Por la bolsa, como con la fruta.
-Cállate marica que parece tu primer secuestro.

Escuchamos de los miembros del grupo minusválido-terrorista Acción Mutante, intentando hacerse con el presidente de la Federación Nacional de Culturismo en la escena inicial del film, poco antes de ver al conjunto en plano picado huyendo de la escena del crimen, con el tema de la serie televisiva "Mission: Impossible" (1966-1973) de fondo. A partir del montaje de los créditos el delirio irá in crescendo, desde las panorámicas sobre un Madrid gótico-apocalíptico, mostrando al grupo mientras va a realizar otro secuestro en un camión de helados con tarta nupcial incluida.
Surcando el espacio en la nave Virgen del Carmen, que lleva pescado congelado y al conjunto rumbo al planeta Axturias, donde intentarán cobrar el rescate por Patricia (Fréderique Feder) hija secuestrada del magnate Orujo (Fernando Guillén), el director satiriza lo previsible del ansia por lo moderno, el aburrimiento contemporáneo y la saturación del gusto, característicos de los años ochenta y noventa del pasado siglo.
La histerización consumista de los centros, con su correspondiente desbordamiento de la reproducción y la copia, cual preámbulo a la alienación virtual del nuevo milenio, tiene en la factura cutre-galáctica de la producción su expresión más lograda. El papel protagónico de personajes extraídos de la España profunda en un mundo futuro, agudiza igualmente el deterioro del racionalismo y el clasicismo pretéritos. Dos estéticas sin lugar en el nuevo orden, donde la improvisación, la imitación y la existencia a ras del significado, regulan la existencia de ciertos colectivos pertenecientes a las metrópolis del primer mundo, enfrentándolos a un subdesarrollo del cual intentarán evadirse, aislándose en guetos donde la exclusividad manda y Álex de la Iglesia demanda.
"El mundo está dominado por niños bonitos, por hijos de papá. ¡Dios! ¡Basta ya de mierda light! Basta ya de colonias, de anuncios de coches, de aguas minerales. No queremos oler bien, no queremos adelgazar. Solo quedamos nosotros, amigos míos. Todo el mundo es tonto o moderno. Somos mutantes, no pijos de playa ni maricones de diseño."

Exclama Ramón, la mente gris tras el colectivo mutante, intentando poner orden a procesos escurriéndosele entre los dedos, mientras el afuera estalla.
"El día de la bestia" (1995) se hace con tal explosión, llevando al frenesí lo grotesco de la serie B en las producciones de Roger Corman y William Castle, y el camp de los films de culto como "The Rocky Horror Picture Show" (1975) de Jim Sharman y "The Evil Dead" (1981) de Sam Raimi. Ello, mediante los apuros de un sacerdote, como extraído de las comedias negras de Marco Ferreri y Luis García Berlanga, para acabar con el Anticristo que nacerá en Madrid el día de navidad de 1994.
El padre Ángel (Álex Angulo) a través de sus pesquisas cabalísticas, se adentra en un quijotesco viaje por los antros, pensiones, bares, avenidas y edificios emblemáticos madrileños, cubriendo un amplio espectro arquitectónico y galdosiano, pero con la acidez de los grupos de heavy metal como "Def con dos" y "Siniestro total" puestos a potenciar la banda sonora. Junto a José María (Santiago Segura), una especie de Sancho Panza del death metal, y el profesor Cavan (Armando de Razza), exorcista televisivo, el equipo queda conformado, dedicándose a trastornar el orden establecido, mientras el sacerdote roba a vagabundos y acosa a jóvenes vírgenes para hacerse con su sangre en aras de demoníacos rituales.
Villancicos apocalípticos, música satánica, persecuciones infernales por la Gran Vía en plena euforia navideña, ametrallamiento de los reyes magos desde la vitrina de Galerías Preciados, escape de las garras del Demonio por la fachada del edificio Metrópolis como epílogo quizás, a la modernidad que pedía el fotógrafo Pablo Pérez-Mínguez con su alegórica instantánea, imprimen agilidad a la diégesis donde nada se precisa y todo permanece suspendido. Es la inestabilidad del fin de siglo exorcizando, no tanto al maligno, sino la normalidad y lo complaciente, de una España viviendo la ilusión de riqueza que se desvanecería en la segunda década de este milenio.
El caos de los planos-secuencia, espejea la fragmentación del ser contemporáneo y la pulverización de los dogmas, de los cuales la cruz como ruina, destruida en la primera escena, se constituye en un irónico aviso, y las panorámicas sobre la ciudad anárquica, que emerge con los créditos de presentación enfoca, desde la represión policial hacia los inmigrantes, la marginación de los desclasados y la resurrección de grupos ultraderechistas. La disolución final resultante de la llegada del Anticristo, se carnavaliza mediante la desconexión e incoherencia de los gags que el ambiente celebratorio de fondo kitschifiza, estableciendo una dinámica donde las creencias espiritistas y cabalísticas se rebelan, revelándose.
"Por fin el cielo le envía la señal que estaba esperando", leído por el padre Ángel en una propaganda de la parada del autobús, y una conferencia sobre Nostradamus, donde aterriza el dúo dinámico Ángel-José María sembrando más caos, se incorporan entonces al conjunto de subtramas buscando darle sentido a un todo referencial no compacto sino escindido. El conjunto se asocia así a la compartimentarización del yo postmoderno, del cual la compulsión tecnológica es su mejor exponente y el film aborda desde lo demoníaco, enfocándolo sobre el microcosmos individual, más que desde los grandes y gestos y gestas del pasado.
"Yo creo que lo demoníaco es el codazo en el metro o cuando te cobran de más en el supermercado y luego te sonríen. Es mucho más terrible la pequeña violencia cotidiana que un apocalipsis impresionante, porque todas esas cosas acaban desembocando en violencia y muerte", apunta De la Iglesia, enfatizando su interés por hacerse con el detalle, pues es ahí donde reside el verdadero Diablo.
"Muertos de risa" (1999) centra esa pequeña violencia cotidiana, en la bofetada que Bruno (El Gran Wyoming) le da a Nino (Santiago Segura) como desencadenante de la risa del público, en la historia de dos cómicos, contada en raccontos al pasado por su manager Julián (Álex Angulo), desde los últimos años del franquismo hasta la nochevieja de 1992. A partir de tal episodio, se irá desarrollando el entramado de situaciones desatinadas, que en su delirio critican cáusticamente la manipulación mediática del público televidente en los programas de concursos, shows maratónicos en vivo y espacios de opinión farandulera.
La incorporación de publicidad y eventos históricos, como el asalto al Congreso durante el intento de golpe de Estado de 1981 y los Juegos Olímpicos de Barcelona en 1992, explotan asimismo la estrategia de intervenir la acción. Ello genera la sensación de continuum, entre la programación y sus interferencias, propia del neobarroco donde se inscribe el director, siguiendo la senda abierta por Pedro Almodóvar en la década anterior, a fin de legitimar las diferencias y lo diferente
"La vida es una tómbola, como decía Marisol. Y a veces las cosas se tuercen pero para bien. El golpe de Estado no fue para tanto, y en cambio el nuevo número de Nino y Bruno acabó siendo un programa de culto", recuerda la voz en off de Julián, desdramatizando el impacto del episodio para desestabilizar la recién inaugurada democracia. Con esta vuelta de tuerca, el cineasta pone la película a oscilar entre el corte y la ruptura, cual proyecciones de la tortuosa relación entre los protagonistas. De hecho, las persecuciones, peleas y despliegues de violencia gratuita, como constantes en su producción, tienen aquí una proyección más amplia, dada la importancia de los platós, camerinos y estudios televisivos dentro de la diégesis. De este modo, se amplía la cisura y enemistad entre los componentes del tándem que, siguiendo la tradición de otros dúos cómicos desde Laurel y Hardy a Juan Muñoz y José Mota, hacen honor al dicho de "ni contigo ni sin ti", visible en la evolución del amor-odio que mueve la acción.
El lúdico manejo de la cultura de masas en "Muertos de risa", responde al disentimiento generador de un gusto afín a la propuesta estética de De la Iglesia. Una realidad palpable en el alborozo del público mayoritario que aprueba, comparte, disfruta, se entrega a los devaneos de dos sujetos con quienes encuentra puntos de contacto, análogos a su propia existencia o a la que desearía tener. Algo paradójico, dada la precariedad y el desajuste social de ambos caracteres, cuyos delirios acaban siendo objeto de culto por parte de un colectivo ávido por experimentar y enfrentarse, a propuestas y estímulos novedosos, y de ruptura con un pasado necesitando ser encerrado en el baúl del olvido. No es de extrañar entonces, que uno de los reencuentros y desencuentros del dúo, sea mediante "Estudio abierto" (1972-1974, 1983-1985), el programa de actualidad ideado y presentado por José María Iñigo, que marcó dos períodos clave en la historia española: el final del franquismo y la consolidación de la democracia.
El reencuentro de Nino -seudónimo homenaje al cantante de amplias resonancias sentimentales Nino Bravo- y Bruno, en el esplendor de un restaurante del puerto olímpico barcelonés, orquestado por Julián para que vuelvan a actuar juntos frente a la pantalla, afianza la relación y alude, simultáneamente, al período de confort económico y político del país. Si bien el violento desenlace ante las cámaras con público en vivo, donde los protagonistas se destruirán mutuamente, predice indirectamente la otra crisis, la de España, y por extensión la de la Europa comunitaria, en el nuevo milenio.
Una crisis, donde la especulación financiera y la disolución de la burbuja inmobiliaria, han tenido un efecto multiplicador sobre todos los sectores de la vida nacional, amenazando además con devastar a las naciones más vulnerables en el corto plazo, coartar su posibilidad de crecimiento y perjudicar, por ende, a las generaciones futuras, que ven impotentes cómo los compromisos con Bruselas acaban con la esperanza de poder disfrutar cómodamente del porvenir, tal cual pudieron hacerlo sus mayores.
"La comunidad" (2000) y "800 balas" (2002) recogen la avidez y afán de enriquecimiento del sector de bienes raíces, en los personajes de Julia y Laura respectivamente, interpretados por la otrora musa almodovariana Carmen Maura. Julia, es una agente inmobiliaria que encuentra 300 millones de pesetas escondidos en el apartamento de un difunto, y debe hallar la manera de sacarlos sin despertar sospechas dentro de una comunidad "al borde de un ataque de nervios", siguiendo la senda del film de Pedro Almodóvar. Incluso Julia remeda, en su gestualidad, a la Pepa de "Mujeres" (1988) enfrentándose, no a la pérdida de un amor, sino a la posibilidad de perder aquella fortuna a manos de los desaprensivos vecinos.
De manera similar, Laura representa a la exitosa dueña de una empresa constructora, con vistas a crear un desarrollo inmobiliario en unos terrenos del desierto de Almería, donde su suegro trabaja como mítico cowboy para turistas, en un pueblo del lejano oeste construido con los restos de decorados utilizados por Sergio Leone para sus spaghetti-westerns.
Las peripecias de Julia y los trabajos de Laura movilizan la diégesis, abriendo un espacio para la irrisión y el simulacro, extendiéndose cual tatuaje sobre la piel de personajes cuya disfuncionalidad ha sido aprovechada también por la televisión, en series como "Aquí no hay quien viva" (2003-2006) y "La que se avecina" (2007-2013), además de recobrar la nostalgia por los clásicos del cine de acción. "Ya no hay películas como antes. Me refiero a las buenas. Ahora solo hacen películas para viejas o chorradas de efectos especiales", se lamenta Julián (Sancho Gracia) ante Carlos (Luis Castro), su nieto, al evocar los años cuando trabajó haciendo de doble para Clint Eastwood y George C. Scott.
El derroche y el divertimento, cual acciones ante una energía que no se conserva sino se desperdicia, se evidencian en los excesos histriónicos, exageraciones melodramáticas y alusiones al cinema noir y al western, mediante lo ajustado de los encuadres, el uso del gran primer plano y la escogencia de una banda sonora que recobra el suspense característico de estos géneros. Con ello De la Iglesia, como ocurrió con Almodóvar tras el triunfo de "Mujeres al borde de un ataque de nervios" en Hollywood, se aboca a un cine más comercial y complaciente, con mayores presupuestos y canales de distribución, internacionalizándose pero perdiendo parte de su originalidad en el proceso, al supeditar la creatividad a los intereses del mercado.
"La habitación del niño" (2006), dentro de la serie televisiva "Películas para no dormir" se inscribe en esta nueva etapa del cineasta y forma parte del género de terror actual, entre lo fantástico y lo histórico, al estilo de producciones como "El laberinto del fauno" (2006) de Guillermo del Toro. Ello, además de influenciar otras películas, donde la psicología contemporánea se nutre de eventos sobrenaturales ocurridos en el pasado, al interior de grandes casas que encierran tenebrosos secretos, cual fue "El orfanato" (2007) de Juan Antonio Bayona.
En la realización de De la Iglesia, el gusto por lo grotesco se normaliza, prescindiéndose consecuentemente de los delirantes despliegues escenográficos, atropellados movimientos de masas y rápidas sucesiones de planos-secuencia, para concentrarse en el modo como aquello que estaba oculto, pero intempestivamente aflora a la superficie del sentido, se infiltra en la vida familiar alterándola violentamente.
Pero será probablemente "Balada triste de trompeta" (2010) el film mejor logrado dentro del género, ya que combina lo histórico, la intriga y lo carnavalesco, atrapando la atención del espectador aunque sin simplificar el argumento. La complejidad dramática y temática acentúa las pasiones e instala una actitud desenfadada, donde la ironía, lo lúdico y el falseamiento de la inocencia exponen lo grotesco de conflictos colectivos y particulares, nunca lo suficientemente resueltos como para permitir cerrar limpiamente capítulos penosos de la historia española.
Las realidades de la Guerra Civil y el franquismo quedan emuladas en los procesos psicóticos que enfrentan, como en "Muertos de risa", a los intérpretes, desplazando hacia lo caricaturesco la diégesis que, a la manera de los retablos barrocos, utiliza el recurso de la repetición serial para recalcar lo bizarro de odios, venganzas y asesinatos, haciendo de la dictadura un circo y del circo una dictadura. Ahí reside la eficacia del film, pudiendo entonces el espectador participar directamente de lo macabro del doble espectáculo, generador de una convulsionada iconografía histórica reventando al momento de percibir, sopesar, evaluar, criticar los desarrollos políticos y privados, forjadores de quienes se saben irremediablemente hundidos en el detritus nacional e íntimo. Un desecho esbozado siempre, cual es característico en De la Iglesia, desde el kitsch de la cultura popular: "Esto es trash -comenta Carmen Miranda. El trash... aullido de cien mil bestias moribundas, bramido salvaje del Cabrón Negro de las Mil Crías, voz ronca del Hijo Bastardo de Cien Dementes: Música del Infierno (...). Todo el recinto estalla, las huestes del demonio surgen del abismo; el suelo se quiebra y comienza un terremoto", leemos en "Payasos en la lavadora".
Partiendo de una similar desmesura de los sentidos, se estructura el desenfreno de la balada, donde el gemido de la trompeta suena constantemente en el subconsciente de Javier (Carlos Aceres) y Sergio (Antonio de la Torre), como consecuencia de la disfuncionalidad proveniente de los traumas, nunca entendidos y mucho menos superados, que un millón de muertos y cuarenta años de represión produjeron en la generación de la guerra y de la postguerra. La rivalidad por el amor de Natalia (Carolina Bang), la trapecista del circo donde actúan -cima de la irreverencia-Javier como payaso triste y Sergio como payaso tonto, será el detonante que le permitirá al director reflexionar sobre aquellos capítulos del país oscuro, al tiempo de poner en perspectiva su propio lugar dentro de ese imaginario.
Al repasarlo, De la Iglesia incorpora dentro de la diégesis intertextos a eventos reales de aquellos años, protagonistas verídicos y estrellas de la canción y el cine de la dictadura, transformando los túneles del Valle de los Caídos en un combinado de circo y sala de proyecciones, donde se enfrentarán los comediantes poco antes de la persecución final. Una persecución sucediéndose, como en "El día de la bestia" y "La comunidad", en las alturas de un conjunto arquitectónico emblemático, cual es el Monumento de la Cruz del mismo Valle.
Sobre tales piedras tendrá lugar el espectáculo mortal cuyas raíces se hunden en la iconografía religiosa, no solo por las connotaciones de monumento místico concebido para endiosar la figura del Caudillo, sino por la transformación de una virgen del castillo del dictador en la pecadora Natalia, presentándose cual epifanía ante Javier. "El día de la ira ha llegado. Tú serás mi ángel de la muerte. Sálvame del mal y cumple tu destino, amado mío", conmina la visión, para arrastrar al enamorado a una cruzada donde no habrá vencedores, pues solo hay lugar para la derrota.
Con esta operación, el cineasta sacude los cimientos de la confrontación entre las dos Españas escarneciéndolas, al tiempo que descalifica las dos llamadas virtudes de las juventudes de entonces, "la honradez y la gallardía", llevándolas a lo grotesco de caracteres fellinescos, como extraídos de "La strada" (1954), "La dolce vita" (1960) y "I clowns" (1970), pero no sin antes exponer con gusto a sus antihéroes ante sí mismos y los otros. "Yo lo que quiero es a alguien que me haga reír, que me proteja", aspira, patéticamente Natalia, cuando se descubre indecisa para escoger entre un violador y un torturador, a la hora de poner su felicidad en manos de ese otro, atenazándola y cercándola cada vez más.
El círculo, o mejor, el nudo de ahorcado, acabará cerrándose sobre la joven, una vez Javier y Sergio se hayan deformado mutuamente a la medida de sus deseos. En lo desfigurado de los rostros, donde han quedado marcadas indeleblemente las facciones de los payasos para siempre, Natalia buscará inútilmente la seguridad que se le niega. No le quedará entonces sino la opción de permanecer oscilando en el espacio, hasta ser arrancada frenéticamente de su balanceo por los dos perversos bufones, más interesados, sin embargo, en satisfacer sus propias urgencias, que en congeniar con ella, es decir, el país.
La escena final donde la histeria se apodera de ambos, ya sea en el llanto o la carcajada, alegoriza el comportamiento destructivo de las dos Españas ante la mujer-nación, negando toda posibilidad de reconciliación o redención. Y esta es otra conjunción en la filmografía de Álex de la Iglesia, pues sus producciones nunca dejarán espacio para la exoneración de las culpas. Los caracteres, o serán aniquilados, o deberán arrastrar una monumental cruz a menos que, cual le sucedió al sacerdote de "El día de la bestia", esa cruz los aplaste intempestivamente.
Sus "designios criminales" sí deberán ser expiados mediante el ostracismo o la muerte, pues De la Iglesia necesita explotar en sus películas la ilusión de honestidad con respecto a los sentimientos, como buen conocedor de la importancia de la parodia, el exceso y el delirio para bordar ese preciado momento kitsch, sobre el colorido tresillo donde se sienta a dialogar la cultura hispana en sus más variadas e imaginativas expresiones.

Alejandro Varderi


 
La Comunidad
Accion mutante
Muertos de risa
 
 

 

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