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El cine de Adolfo Aristarain (à traduire)


Desencuentros entre Hispanoamérica y España  
Si hubiera que seleccionar tres de las mejores películas, producidas este año en España, habría que incluir, sin lugar a dudas, "La isla mínima". Se trata de la sexta película del director sevillano Alberto Rodríguez y no es una sorpresa que su trabajo sea un ejercicio cinematográfico espectacular ya que, anteriormente, ya había demostrado su maestría en obras  como "Grupo 7" (2012) o "7 vírgenes" (2005). "La Isla mínima"  es un thriller, a medio camino entre el cine negro y el social. Este aspecto es seguramente lo más brillante del film, junto con una excepcional y soberbia fotografía que llama la atención del espectador desde los primeroSi hubiera que seleccionar tres de las mejores películas, producidas este año en España, habría que incluir, sin lugar a dudas, "La isla mínima". Se trata de la sexta película del director sevillano Alberto Rodríguez y no es una sorpresa que su trabajo sea un ejercicio cinematográfico espectacular ya que, anteriormente, ya había demostrado su maestría en obras  como "Grupo 7" (2012) o "7 vírgenes" (2005). "La Isla mínima"  es un thriller, a medio camino entre el cine negro y el social. EAdemás del cine folklórico y los melodramas de los años cuarenta y cincuenta, como El emigrado (1946) de Ramón Torrado y El emigrante (1958) de Sebastián Almeida, la movilización de la carga sentimental, proveniente de la morriña hacia lo perdido y ganado con las andanzas entre Hispanoamérica y España, ha sido intensamente explorada, desde los años noventa, en films como Martín (Hache) (1997) de Adolfo Aristarain, Sus ojos se cerraron (1997) de Jaime Chávarri, Cosas que dejé en La Habana (1997) de Manuel Gutiérrez Aragón, Frontera sur (1998) de Gerardo Herrero, Flores de otro mundo (1999) de Icíar Bollaín, Cuarteto de La Habana (1999) de Fernando Colomo, Las huellas borradas (1999) de Enrique Gabriel Lipschutz, La novia de Lázaro (2002) de Fernando Merinero, Lugares comunes (2002) de Adolfo Aristarain, Habana blues (2005) de Benito Zambrano, Princesas (2005) de Fernando León de Aranoa, Agua con sal (2005) de Pedro Pérez Rosado, Abrígate (2007) de Ramón Costafreda, Rabia (2009) de Sebastián Cordero y Evelyn (2012) de Isabel de Ocampo.
Si los films de Herrero y Chávarri recuperan la nostalgia por la ciudad de Buenos Aires, entre finales del siglo XIX y los años treinta del pasado siglo, desde las historias de inmigrantes españoles enamorados de la París de Sudamérica, Martín (Hache), Lugares comunes y Abrígate articulan el desencuentro de los argentinos de hoy viviendo real o metafóricamente entre España y su país de origen; y en el caso de Las huellas borradas, será un español, con largos años de exilio en Argentina durante el franquismo, quien enfrente esos desencuentros al volver a su pueblo leonés. Por su parte, las producciones de Gutiérrez Aragón, Colomo, Merinero y Zambrano destacan, cáusticamente, el trasiego entre Cuba y la Madre Patria de los nacionales de ambos continentes. En tanto que las películas de Bollaín, León de Aranoa, Pérez Rosado, Cordero y De Ocampo tienen, en la solidaridad femenina entre hispanoamericanas y españolas, las claves para desentrañar el paso de lo sublime a lo grotesco, que la sobrevivencia cotidiana conlleva en diversas ciudades y pueblos de la Península.
Concretamente, los films de Aristarain exponen las diferencias del décalage racial y cultural argentino, con respecto al del resto de Hispanoamérica, añadiendo un componente reaccionario y decadente a lo afectado del comportamiento de caracteres que se consideran superiores, no solo a los llegados de otras nacionalidades, sino a los habitantes del país donde se expatrian. Ello, como una estrategia que les permite blindarse contra la xenofobia de los otros. Además, el hecho de sentirse parte de la raza dominante y poseedores de una educación por encima de la media, les impulsa a descalificar a quienes a su entender se hallan por debajo, banalizando mediante el artificio y la exageración camp la tierra que los acoge, a fin de aferrarse a su estatus como "turistas", pues a lo que más le temen es a que se les confunda con inmigrantes.
Este proceder viene generalmente acompañado de un malestar producto del resentimiento hacia la Argentina misma, por haber perdido su lugar junto a las grandes potencias y existir hoy a la zaga de países como España que, en el pasado, movilizó enormes contingentes hacia aquellas costas, escapados a la persecución política y el hambre, pero que desde los años duros de la Guerra Sucia y, especialmente, desde su inserción en la Europa comunitaria, ha recibido a muchos argentinos a pesar, incluso, de ellos mismos. El uso despectivo de los términos "gallego" y "sudaca" infiltran igualmente el flujo del kitsch trasatlántico enmarcándolo dentro de un espacio donde, no obstante, "lo importante no son las diferencias culturales, sino la eficacia de los medios para identificarlas y las intenciones que subyacen bajo la acción de tipificarlas". Y esto es, ciertamente, lo que el director enfatiza, al diseccionar el proceder de los protagonistas. Unos protagonistas respondiendo a la copia de un modelo asociado, fundamentalmente, con la idiosincrasia del porteño, ya de por sí desdeñoso, no solo hacia el otro sino hacia sí mismo:

Eso de extrañar, la nostalgia y todo eso es un bálsamo. No se extraña un país. Se extraña el barrio, en todo caso, pero también lo extrañas si te mudas a diez cuadras. El que se sienta patriota, el que cree que pertenece a un país, es un tarado mental. La patria es un invento. ¿Qué tengo que ver yo con tucumano o con un salteño? Son tan ajenos a mí como un catalán o un portugués. (Martín (Hache)

Apunta Martín (Federico Luppi), cómodamente instalado en España, donde ha podido desarrollar exitosamente la carrera de cineasta que se le hurtó al otro lado del Atlántico. Su actitud prepotente y falsamente distante hacia lo simbólico, contenida en el sentimentalismo geográfico del inmigrante, lo hace doblemente kitsch al externalizar una conducta tan ilusoria como su pretensión de no pertenencia, que ya Jorge Luis Borges había desacreditado al referirse al "pobre individualismo" del argentino.
Aristarain llevará a la irrisión el estereotipo cuando Martín se fragilice finalmente, ante el abandono del hijo y el suicidio de la amante, y le confiese a su amigo Dante (Eusebio Poncela) que al llegar a Madrid casi se regresa, pues extrañaba de Buenos Aires no escuchar a la gente silbando en las calles. "Bienvenido al club de los mariquitas cursis", le responde con gusto este, poniéndolo abiertamente en evidencia, al tiempo de vocear la incomodidad del propio cineasta ante los depositarios del kitsch más elemental: "El lugar, la nostalgia, el dulce de leche, el mate, los amigos (que se van perdiendo), todo eso me suena a quietud, a pereza o a haber decidido el retiro, a instalarse en un lugar para no moverse más hasta que te toque morir", reconoce el director mismo, a propósito de su lugar dentro de este imaginario.
El entrecruzamiento de modos encontrados de percibir el mundo activa los mecanismos transculturales de los personajes, en sintonía con el realizador, llevándolos a incursionar en el movedizo y volátil territorio de las relaciones, cuyos desencuentros estremecen la diégesis de los films. En Martín (Hache) serán los vínculos que Martín establece con Hache (Juan Diego Botto), el hijo adolescente buscándose entre Buenos Aires y Madrid, Alicia (Cecilia Roth), la amante porteña cuyas incertidumbres e inadecuaciones la llevarán al suicidio, y Dante, el "mariquita" español que está de vuelta de todo y actúa como catalizador de los afectos del grupo.
Sobre la desazón de Martín, ante la imposibilidad de reconocer lo fructífero del kitsch para expresar sus sentimientos hacia quienes ama y le aman -"si le regalo una rosa perdí", apunta refiriéndose a Alicia-  planea el devenir de las dos capitales, cual espejos del fracaso hispanoamericano y el triunfo europeo que abaten al protagonista. La densidad del laberinto nietzscheano donde se debate Martín, fluctuando entre el buen hombre, depositario de las debilidades de lo real, y el superhombre confidente sobre su futuro, proviene del rechazo al lugar primigenio -"Argentina es un país sin futuro, depredado, saqueado"- y la convicción de que se encuentra donde mejor podría estar. "En Madrid se puede estar muy bien. ¿Qué hay allá que no tengas acá?", le reclama al hijo, cuando se descubre incapaz de romper la incomunicación cerniéndose como una losa entre ambos.
Pero obcecarse ante las debilidades de los otros y encerrarse en su bien ordenada existencia, en el lado "bueno" del Atlántico, no le protegen de sus fantasmas más íntimos, por eso huye hacia el sur, instalándose con Alicia, a pesar de ella, en una casa aislada, aprovechando la filmación de unas escenas para su próxima película. Allí llegarán también Hache y Dante buscando refugio a la intemperie amenazándolos, dada la dificultad de Dante para controlar las adicciones y paliar el desamparo de Hache quien, como su padre, ve en la fuga la mejor solución a sus flaquezas. "Ya que has decidido no ser un sudaca inmigrante, vas de turista y estás obligado por cojones a pasártelo bien", le dice Dante, con el gesto camp de poner una caja de Veuve Clicquot dentro del auto, profundizando así la brecha que separa al argentino del resto.
El resultado del encuentro junto a la piscina de la casa andaluza será, sin embargo, tan devastador como el experimentado por cualquier espalda mojada al enfrentarse a la segregación de la tierra que lo recibe sin acogerlo, pues ninguno será capaz de sacudirse el desarraigo, pese a los ademanes desmesurados y el despliegue falsamente psicológico del cual hacen gala. "Buscate una linda mina che. En cuanto aparezca una gallega que te mueva el piso se te va a pasar todo, no te vas a sentir más extranjero ni exiliado ni turista ni nada. Vas a tener otros problemas más jodidos, pero si la piba vale la pena los vas a superar", le aconseja Alicia a Hache, desde el patetismo de quien se sabe al borde de un abismo insondable. Efectivamente, al poco de esta declaración, ella se quitará la vida, vulnerando con su decisión al resto, porque exorcizará la hostilidad existente entre los miembros de esta disfuncional familia que, paradójicamente, actúa siguiendo la tipología del turista típico, más atraído por el kitsch de la copia que por el original.    Con esta maniobra, Aristarain acentúa la ligereza esgrimida por los caracteres en su afán de dilapidar, pontificar y demoler al otro; cual si cada uno fuera el centro del mundo, dejando para los grupos menos favorecidos la labor de recoger los desechos que ellos han ido esparciendo con su prepotencia. Solo Hache, amparándose en su inmadurez, se mantendrá al margen, actuando como espectador privilegiado en la representación de sus mayores; ese "puro teatro" que, como el bolero de Tite Curet Alonso, hace de lo auténtico apariencia.
La falta de credibilidad de los mayores a los ojos del joven, le llevará, finalmente, a abandonar al padre y al amigo para sacudirse el estigma de no pertenencia, inscrito en el acontecer de ambos, independientemente de su lugar de origen, pues el exilio interior del porteño y el madrileño es igual de intenso dada la fuerza con que ambos se aferran al simulacro. "Aquí siento como que no pertenezco, que no formo parte del lugar. En Buenos Aires tengo un lugar mío y no tengo que hacer nada para conseguirlo. Es una boludez pero me siento protegido", les confiesa Hache a Martín y a Dante, pero desde la pantalla, en el video dejado antes de partir inesperadamente, con lo cual ese adiós virtual será su aporte al universo de simulaciones controladas que estructuran la diégesis del film.
Incapaz de soportar tanta intemperie, Hache escapa o cree escapar de sí con el regreso a lo familiar que fue, no obstante, el detonante de la fuga. Las consecuencias de esta deserción de su propia historia para empezar a escribirse en lo familiar de las historias de otros -la madre, vuelta a casar y sin espacio físico ni mental para el hijo pródigo, la novia, atrapada en la inconsistencia de su afecto, los amigos, sumergidos en el desencanto y la desidia que motivó el éxodo primero del joven- no se resuelven, sino quedan consignadas en el fuera de campo a fin de que el espectador complete los blancos. Al seguir la dinámica de la lectura del relato fílmico se intuye, sin embargo, que este viaje inverso no augura un futuro prometedor para Hache, condenado a una perenne inconformidad en los dos lados del Atlántico, a causa de su desterritorialización primera.
"El rapport entre el viaje interior y el viaje exterior va de la complicidad a la hostilidad", por eso la traslación real y alegórica de los caracteres entre Madrid y Buenos Aires, viene envuelta en un aura cuyo fraccionamiento es producto del choque ineludible de ambos sentimientos. Ineludible, pues el acontecer de las dos naciones está estrechamente vinculado por la fatalidad o heroicidad -dependiendo de quién y desde dónde lo perciba- de una cronología compartida, que en lo múltiple de los paradigmas del viaje mismo -exilio, escape, inadecuación, conveniencia, derrota, ambición, aventura- encuentra todo su sentido y más. "La Argentina no es un país, es una trampa", sostiene lapidario Martín, para verbalizar su desilusión hacia la geografía que, pese a él, lo marca y lo define ante su yo y el de los otros.
Aunque reniegue de su argentinidad, el protagonista está condenado a arrastrarla por las calles de Madrid que parecen cerrarse sobre él cuando, en la última secuencia del film, muerta la amante, ido el hijo y disperso el amigo, quede detenido frente al televisor rebobinando el video de la despedida. Con esta imagen, el director enfatiza la futilidad de las grandes empresas y aboga más bien por la efectividad de los pequeños ademanes, no solo para congraciarse con el yo, sino para mostrar un frente práctico en la batalla contra quienes detentan el poder y, con su intolerancia, son responsables de las migraciones y los exilios. Ello, además de dejar claro que, aun cuando Martín haga enormes esfuerzos para aleccionar a Hache, este no va a aceptar su versión del mundo, pues las coordenadas donde se moviliza no coinciden con las del padre. En sus palabras:
La generación actual no tiene nada que aprender de las anteriores. Cada época marca una estrategia distinta para luchar contra el poder. Y esa estrategia hay que buscarla, no por descarte, no por decir que estuvo mal tratar de usar la fuerza de las armas. La revolución no fracasó: la revolución todavía no se hizo. Le corresponde a cada generación buscar la manera de hacerla. Tal vez el único ejemplo que dejaron los 60 fue el compromiso. Algo que luego generó persecución, dictaduras y, en Argentina, 30.000 desaparecidos.

Esta aseveración espejea el argumento de Lugares comunes, donde el cineasta prosigue su reflexión acerca de la desesperanza con respecto al lugar de origen y la admiración hacia el escogido, en el caso del protagonista, forzosamente, pues tuvo que exilarse. "Hay un país que nos destruye, un mundo que nos expulsa, un asesino difuso que nos mata, día a día, sin que nos demos cuenta", medita en la primera escena la voz en off de Fernando (Federico Luppi), escritor y profesor, que el director del plantel jubilará obligatoriamente a fin de deshacerse de su implacable crítica. Por ello, el yo quedará desalojado y como flotando en el despropósito de una geografía que lo aniquila con su indiferencia, y en el desgaste de las estructuras democráticas en las cuales creyó y motivaron su desexilio.
El desengaño ante las realidades del sistema, deja a Fernando a la deriva y aplastado bajo el peso de su error. Como el renegado de Cioran, también él querrá deshacerse de su bagaje, pero antes de echarse a morir acepta una invitación del hijo para que lo visite en Madrid, lo cual activará los mecanismos del kitsch trasatlántico, presto a resaltar los "lugares comunes" del imaginario intercontinental, desde la mirada y los comentarios de quienes, con o sin distancia irónica, fluctúan de lo excelso a lo burlesco, según el lugar donde el yo se posicione a fin de validar sus argumentos.
"Madrid estaba realmente hermosa, brillante. Envidiable ejemplo del primer mundo del que nos empujaban cada vez más lejos", comenta la voz en off de Fernando frente a las panorámicas de la ciudad, perfilando el contorno anímico idóneo para contrastarla con el Buenos Aires dejado atrás, aun cuando solo temporalmente, pues la existencia española del hijo y la nuera quiebran el asombro e instalan la desilusión. El primero, porque no cumplió ninguna de las expectativas que había trazado para él, salvo el ser "una buena persona". Pedro (Carlos Santamaría), ha sacrificado su vocación de escritor por una lucrativa profesión en el mundo de la informática que le permite vivir desahogadamente e, incluso, olvidar, con la ilusión de un prometedor porvenir para su familia, el lugar del desarraigo que, no obstante, el padre se encarga de recordarle. "El futuro no es tuyo. Te guste o no sos un exiliado, un sudaca que le está quitando el puesto a un gallego desocupado", le echa en cara, condenándole a ser una imitación reductora de lo auténtico.
Por otra parte, Fabiana (Yael Barnatán), la nuera, quien nunca encontró su sitio en la familia del marido, mientras comparte unas tapas con la suegra le propone a esta radicarse en Madrid y ayudarla con los niños, pues "siempre estarán mejor contigo que con una india ecuatoriana analfabeta o con una africana", poniendo en acción otro de los dispositivos del kitsch, referente al bloqueo hacia las diferencias y su reconocimiento del otro, que el depositario esgrime para acentuar su superioridad o maquillar sus inseguridades.
Una maniobra, además, dable de permitir al cineasta poner en evidencia las contradicciones del argentino, empeñado en pertenecer para, desde la posesión, marcar distancia. "Sentíamos que no éramos turistas, que la ciudad seguía siendo nuestra", recalca Fernando, a fin de reconciliarse con el país que se le escapa. "Siento que no me fui. Me escapé", reitera igualmente Pedro, pues se ha visto en el espejo del padre y ha comprendido finalmente lo precario de su lugar en, una vez más, el "lado bueno" del Atlántico.
El modo como el espacio trasatlántico articula desde el kitsch el comportamiento de los personajes, diferencia a Fernando de Martín, en que aquel ya ha dejado de poner su desarraigo como excusa a la hora de precisar su lugar en el de sus afectos. Fernando se sabe lo suficientemente lúcido para no imponerse a ellos y descarta la posibilidad de volver a vivir en Madrid, pues reconoce que su devenir está en Argentina con Liliana (Mercedes Sampietro), su mujer. El hecho de que esta, española e hija de exilados republicanos, se sienta más argentina que el hijo y la nuera -"llegué allí con veintidós. Mi tierra es mi marido"- es probablemente lo que le da a Fernando la seguridad geográfica de la cual Pedro carece y Fabiana ni siquiera se ha planteado, al haber hecho casa en y con Liliana. Aún el apartamento de Buenos Aires es herencia de los padres de esta y, cuando la jubilación resulta insuficiente para permanecer allí, lo venden a fin de mudarse a una chacra en Córdoba y comenzar una nueva vida o, en el caso de Fernando, acabar con ella.
"Al volver de un viaje uno tiene la secreta esperanza de que algún milagro puede haber hecho que todo sea distinto. Pero basta con salir a la calle un rato para que la esperanza se rompa", asienta la voz en off de Fernando al regresar de Madrid. Con ello el protagonista recoge los pedazos del aura fragmentada en este, su último cruce hacia el otro lado, y emprende el viaje definitivo. El marcado pesimismo del cual hace gala contrasta con el optimismo de Liliana quien, mientras empaca toda su existencia porteña, reconoce que "lo único que nos pertenece son las ilusiones". Por eso, mientras su marido rechaza la apreciación sensible del porvenir y empieza a desexistir, ella comienza otra existencia, abrazada al kitsch contenido en el nuevo proyecto de vida que, paradójicamente, la hará sentirse más vital que nunca.
Arreglando la nueva casa y abocándose a las labores de la granja como hacer el pan, criar gallinas y cultivar el huerto, Liliana arma una identidad donde incorpora su bagaje trasatlántico, renovándola y renovándose en un proceso de restauración del yo que va fortaleciéndose en tanto el de su marido se debilita. La fe en lo enormemente cualitativo de la experiencia de Liliana contrasta con las reservas de Fernando, pese a su empeño en intensificar los cultivos para hacer económicamente rentable el desplazamiento, con lo cual su desesperanza se devuelve contra él y lo aniquila.
"La certeza del absurdo que se había instalado en mí desde el momento en que me di cuenta de que el profesor de letras había entrado en el pasado, como el tango" termina por sofocar cada uno de sus actos y minar sus resistencias. Para Fernando, "la oscura exigencia" que él mismo le ha impuesto a su yo, y es producto de su falta de distancia irónica con respecto a la vida campestre y de su imposibilidad para reconciliarse con lo perdido, le arrastra hacia la autodestrucción, quedando Liliana sola frente al trazado de los cultivos concebido por él antes de  desaparecer.
A pesar de la insistencia del hijo para hacerla volver a cruzar el océano, Liliana no abandona su tierra, es decir, la memoria del marido. Solo prosiguiendo la labor que él dejó inconclusa, ella encontrará sentido a la existencia. Por eso, al ir al aeropuerto a despedirlo, le entregará a Pedro un manuscrito con todo lo que a su padre le hubiera gustado decirle pero no pudo o no quiso comunicarle en vida, cerrándose así el círculo de los "lugares comunes" en su doble acepción: como reproducción de lo trillado, y como espacio compartido de lo personal e íntimo.     En la intersección entre ambos significados, la representación fílmica se dilata, abriendo las compuertas a la marea interoceánica donde se cruza la vida urbana de los protagonistas, entre Madrid y Buenos Aires, con su resolución definitiva en la provincia Argentina, trascendiendo así los límites temporales de sitios, culturas y costumbres, e insertándose en el continuum de esta "modernidad líquida" donde todo fluye y se entremezcla.
Y es, ciertamente, la fusión de valores, comportamientos, cartografías y experiencias, en la época donde nos hallamos inmersos, lo sugerente de las películas de Aristarain. La capacidad para cuestionar su contexto, desmantelar los conceptos preestablecidos, disputar la validez de los valores tradicionales y subvertir las instituciones dominantes de un continente a otro, acudiendo a la estética del kitsch para afirmar la diferencia, permea el cine de este director universalizándolo. Y, si como indica Octavio Paz, "la historia es una mezcla donde se confunde el azar y la libertad, la luz y la basura", no es menos cierto que desenmarañarla y ponerla en perspectiva para nuestra contemporaneidad es el reto último del cine hoy, cuando las voces tradicionalmente silenciadas se alzan, y los ídolos largamente adorados se tambalean, hasta caer de sus pedestales y eclipsarse bajo los desechos de esa misma historia.

Alejandro Varderi
Martin Hache
Lugares comunes
Adolfo Aristarain
 


 

 

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