En esta última entrega, más que ningún otro año de su historia reciente, el Festival de Cine de Nueva York ha incluido entre sus largometrajes un número sustancial de películas provenientes de Hispanoamérica o donde el protagonismo reside en el continente. Ello cual prueba sensible del interés por los temas y filmografía del mundo hispánico; un interés que en el pasado se había centrado fundamentalmente en España de la mano de cineastas consagrados como Carlos Saura o Pedro Almodóvar, y de nuevos directores como Alejandro Amenábar o Juan Antonio Bayona. En este sentido, Somos lo que hay del mexicano Jorge Michel Grau, Revolución, tapiz de cortometrajes de varios directores mexicanos, Post Mortem del chileno Pablo Larraín, Gatos viejos de los también chilenos Sebastián Silva y Pedro Peirano, y Carlos del francés Olivier Assayas, así como homenajes a Fernando de Fuentes y Segundo de Chomón centraron la atención del público y la crítica, al tiempo que trajeron a un primer plano idiosincrasias y eventos que han caracterizado el devenir de nuestros países. Y si, como apuntó Octavio Paz, para disipar la gran noche continental "lo que nos pide nuestro tiempo (es) recobrar el temple, luchar contra la opresión de afuera y la de adentro, sin renunciar a la conciencia crítica, a la duda y a la tolerancia", no es menos cierto que el cine se constituye en la herramienta idónea para empezar a disolver las tinieblas y perfilar lo que hemos sido, somos y seguimos siendo, pese a los imperialismos extranjeros, sectarismos políticos y adversidades económicas. De ahí que Somos lo que hay, ya desde el título se haga eco de estas realidades y haya buscado, tal cual expuso el director durante la rueda de prensa, "decodificar su entorno" trayendo a la pantalla con este, su primer largometraje, una visión del México urbano donde la canibalización, real y alegórica, de los personajes y la ciudad realzan lo urgente de un cambio estructural del país. Una cinematografía, donde predominan los tonos sepias y las escenas en espacios claustrofóbicos tomados por la oscuridad y la miseria, realzaron la disfuncionalidad familiar, la corrupción de las instituciones y la animalización de gente, inserta al interior de una realidad que la sobrepasa. El contraste entre los distintos estratos de la sociedad mexicana se logró enfrentando la arquitectura aséptica del centro comercial al abandono de las edificaciones en los barrios populares, y oponiendo la indiferencia del opresor a la violencia del oprimido en un espejeo al Buñuel de Los olvidados (1950) y Ensayo de un crimen (1955). Esta contemporanización del México premoderno igualmente hila los diez episodios en Revolución, cuyo objetivo fue hacer un balance de los cien años transcurridos desde el magno evento. Producidas por Gael García Bernal y Diego Luna, quienes también dirigieron dos de los segmentos, las historias trazan un fresco tragicómico del fracaso surgido de un intento de cambio que, como los productores asentaron, "se debió más a un impulso que a una ideología". La relación de problemática interdependencia entre México y los Estados Unidos, la deformación de los modos de vida y las tradiciones ante la homogeneización impuesta por las corporaciones, y la alienación de las nuevas generaciones, inmersas en un mundo artificial caracterizado por la simulación tecnológica y la realidad virtual, son algunos de los temas presentes en la diégesis de estos cortos. Un variado espectro de técnicas y estilos, el trabajo con el blanco y negro y el color, el sincretismo entre realismo e hiperrealismo, los usos del kitsch y el pop tanto en la cinematografía como en la banda sonora, y un montaje fragmentario donde la duración de los planos buscó contraponer el ritmo sedado de las zonas rurales al vértigo urbano, hacen de Revolución un experimento sugerente al momento de buscar conceptualizar hoy este término, a fin de que no pierda vigencia pero tampoco se transforme en una palabra vacía de sentido. La vuelta a la dictadura militar en la historia política de Chile y al terrorismo internacional, de la mano de Post Mortem y Carlos, igualmente sirvieron para poner en perspectiva los años setenta y ochenta del pasado siglo, a la luz del nuevo orden mundial surgido del fundamentalismo islámico y el enfrentamiento entre oriente y occidente como constantes del nuevo milenio. Post Mortem retoma el espacio fílmico e histórico de Tony Manero (2008), también protagonizada por Alfredo Castro en el papel del asesino en serie o, en este caso, el empleado de la morgue a donde irán llegando los cadáveres, de los asesinados en la violencia que desencadenó la suspensión de las libertades ante la caída del gobierno socialista y el asesinato de Salvador Allende. Larraín volvió a hacer uso de una cinematografía de tonos sombríos y colores fríos puesta a destacar la opresión íntima y la vida sin relieves, de seres inmersos en un estado de apatía frente a la realidad exterior, y confrontados con eventos incontrolables; y una cámara que privilegió los primeros planos y los planos de conjunto, buscando establecer así el choque entre lo humano con todas sus miserias y lo inhumano con todos sus espantos. A medida que se apilan los cuerpos y crece la desesperación, las autopsias que el protagonista inscribe en sus informes se transforman en alegorías de la autopsia de un país donde el desconcierto y el absurdo puntúan el devenir de un tiempo sin sentido. Ello se logró en el film utilizando técnicas narrativas puestas a aunar la ficción y el documental, en una historia homeostática donde se buscó poner en perspectiva, especialmente para las generaciones que no vivieron el golpe de Estado, las raíces de un desorden presente todavía en el subconsciente colectivo chileno. Un desorden que Gatos viejos abordó de manera similar a La Nana (2009), el film anterior de Silva y Peirano, desde la contemporaneidad urbana, en la cotidianeidad de personajes que intentan, con sus pequeñas historias, olvidar el pasado dictatorial y hacerse con una modernidad que hasta hace pocos años se le había negado a Chile. El caos surgido de la violencia política pero a escala global tuvo en Carlos su mejor exponente dentro del Festival. Filmada en tres continentes, con diálogo en ocho lenguas y más de cinco horas de duración, esta película recorre exhaustivamente la vida y operaciones criminales que el venezolano Ilich Ramírez Sánchez, apodado Carlos "El Chacal", realizó a lo largo de dos décadas, signadas por el paso del control de los precios del petróleo a la OPEP, el fin de la guerra fría, y la globalización del terrorismo. Si bien el film fue concebido originalmente como una miniserie, la versión íntegra permitió seguir sin pausas el modo de operación de las células de extrema izquierda en Europa, África y Oriente Medio, en una época cuando el terror estaba profesionalizado y tenía nombre y apellido; y que, en el caso concreto de Ramírez Sánchez, venía azuzado por el fracaso de la guerrilla para desestabilizar la democracia venezolana en la década del sesenta. Un guión muy fiel a los eventos reales de la mano de Assayas, con la colaboración de Dan Franck y Stephen Smith, y una reconstrucción cinematográfica igualmente fidedigna, ubican el film en la línea de películas como Che (2008) de Steven Soderbergh; si bien aquí la representación de la figura protagónica carece del aura idealizada que Soderbergh confirió a Ernesto Guevara. "Soy un soldado, no un mártir", declara Carlos, en un momento de la secuencia donde su célula ha tomado a los representantes de la OPEP como rehenes, a fin de enfatizar el tono desapasionado del film, y separar al guerrillero del fanático sin rostro que constituye la norma en nuestra contemporaneidad. Film Socialisme, vigésimo quinta película de Jean-Luc Godard incluida en el Festival, desvió la mirada hacia Europa, aún buscando su lugar en el nuevo orden mundial surgido tras los ataques terroristas a los Estados Unidos. "Pobre Europa, conquistada por el sufrimiento y humillada en nombre de la libertad", apunta uno de los múltiples personajes quienes, desde un crucero por el Mediterráneo, reflexionan en torno al destino del continente. Lo fragmentado de la diégesis y la multiplicidad de técnicas utilizadas confiere al film un carácter de urgencia, en el discurso dirigido a revisar las instituciones y diseñar una Europa más cónsona con las realidades actuales, a fin de no caer en los errores del pasado; lo que el mismo Godard, refiriéndose a las democracias modernas, conceptualizó como "la necesidad de generar políticas cónsonas con el pensamiento democrático para no volver a los totalitarismos". Una inquietud que ya Manoel de Oliveira apuntaba en A Talking Picture (2003), película con la cual Film Socialisme presenta muchas conjunciones, tanto en la historia como en sus fines últimos, es decir, la visión de una Europa política, racial y económicamente integrada, pero a merced también del terror indiscriminado. El mismo Oliveira volvió al Festival con The Strange Case of Angelica, una película intimista en la línea de Eccentricities of a Blonde-Haired Girl (2009), donde la memoria y el sueño entretejen una historia de amor entre dos jóvenes destinados a encontrarse en el más allá únicamente pues, como afirmó el director, "el encuentro con el amor absoluto solo se da en la muerte". Basada en un guión original de los años cuarenta que había quedado sin filmar, la historia se traslada a la época actual, si bien muchos son los elementos intemporales de la idiosincrasia portuguesa que encontramos en el argumento, tales como las formas ancestrales de cultivo de la tierra, el lugar inamovible ocupado por cada miembro en el estamento familiar, y los rituales en torno a los difuntos. Una cámara puesta a privilegiar los planos fijos de gran amplitud y extensión, como constante en el estilo de este director, realzó la continuidad en el tiempo y el tono onírico del film, además de enfatizar la resistencia de Oliveira a la uniformización que el llamado progreso impone a las tradiciones. Lo real, lo fantástico y lo cómico se aunaron aquí para articular una meditación sumamente poética alrededor de la existencia, su ausencia, y la imposibilidad de obtener lo que se ama. Otra reflexión, pero de visos épicos, en torno a los obstáculos para alcanzar el amor absoluto lo constituyó Mysteries of Lisbon del chileno Raúl Ruíz; ambicioso fresco de cuatro horas y media de duración sobre las pasiones humanas, inspirado en la novela homónima de Camilo Castelo Branco, y ambientado en los lujosos salones de la aristocracia portuguesa del siglo XIX. La impecable fotografía y mise-en-scène establecieron el marco idóneo para el entrecruzamiento de historias que, como las cajas chinas, emergen del interior de la anterior, trazando círculos concéntricos alrededor de Pedro da Silva, voz narrativa cuyo paso de la infancia a la vida adulta coincide con el entramado de intrigas, venganzas, duelos, seducciones y abandonos en el barroquismo de palacios perfectos para contener el exceso de los personajes. La cualidad plástica de los encuadres, al acudir al trompe l'oeil y a las perspectivas a veces imposibles, remitiéndonos por instantes a las composiciones de Joseph Cornell, logró ensamblar, en un solo plano-secuencia, el pasado y el presente de caracteres fluyendo sin transiciones de un espacio a otro, con la desenvoltura que caracterizó Time Regained (1999), su adaptación del último volumen de la Recherche proustiana; si bien aquí las panorámicas, disolvencias y profusión de planos exteriores confirieron mayor movilidad, veracidad y soltura a la historia. Desde Corea del Sur llegó al Festival Poetry de Lee Chang-dong, sutil reflexión en torno al poder de la poesía para darle voz a la subjetividad de seres inmersos en una cotidianeidad que se vuelve excesiva, ante la violencia irracional, la enfermedad y el abandono. Mija, interpretada por Yun Jung-hee, una de las estrellas de mayor trayectoria en el cine coreano, cría sola a su nieto quien se relaciona con el entorno a través de los video juegos, limpia casas para sobrevivir, y asiste en la comunidad a una clase donde se busca enseñar a los participantes a escribir poesía. A partir de este evento, y mientras sigue adelante con su existencia plagada de una brutalidad contenida, Mija descubrirá la fuerza de la palabra para ver un mundo más amable dentro del suyo. Chang-dong utilizó el poder del cine como estado natural del lenguaje, más allá de las lenguas, para confeccionar, verso a verso y escena a escena, el poema que la voz en off de Mija recitará durante el desenlace de su historia. La utilización del racor sobre la mirada y sobre los gestos de la protagonista, en tanto escribe su poema, mediante largos planos fijos encuadrando un objeto o un momento del paisaje, le permitieron al director generar los espacios en blanco del poema, que el lector-espectador llenará con su particular modo de entender el universo que le circunda. Meek's Cutoff de Kelly Reichardt, abordó de manera parecida estos temas, basándose para ello en un caso real acaecido en las estepas de Oregón a mediados del siglo XIX, cuando un grupo de pioneros perdió el rumbo, falleciendo en su mayoría de hambre y sed por culpa del guía que no supo llevarlos hasta puerto seguro a través del desierto. Las panorámicas sobre la aridez del entorno, donde gentes y animales no eran más que un punto sobre el desolado paisaje, recogieron la experiencia del western pero con una vuelta de tuerca, pues aquí la figura idealizada del cowboy galopando a través de la pradera y luchando contra los indios, dio paso al de una comunidad centrada en su sobrevivencia, y donde la mujer adquiere un papel preponderante, no solo en la conservación de los recursos, sino en la toma de decisiones. El elemento indígena estuvo representado por la presencia de un solitario nativo, quien es hecho prisionero pero se convierte finalmente en otro guía puesto a perder aún más el camino para este contingente de familias en busca de un futuro mejor. Ello, según Randy Gragg, el guionista del film, cual posible alegoría del país durante los años donde George Bush ejerció de guía supremo, y no lo supo dirigir llevándolo más bien al borde del abismo. La interpretación que Julie Taymor hizo de The Tempest de William Shakespeare, podría igualmente asociarse a estas inquietudes, por su poder de retratar el choque entre la civilización y la barbarie, si bien estos dos términos se hicieron aquí perfectamente intercambiables. Al igual que en el film de Reichardt, el feminismo de la épica estuvo expresado por el cambio de género de Prospero, interpretado por Helen Mirren, quien comanda las representaciones de aquellos términos en las figuras de Ariel (Ben Wishaw) y Calibán (Djimon Hounsou), y establece el lazo de complicidad madre-hija con Miranda (Felicity Jones), inexistente en la obra del dramaturgo inglés. La utilización de complejos efectos especiales, ya presentes en otros trabajos de Taymor, ideó un ambiente fantástico donde los personajes shakesperianos encontraron la plataforma idónea para fusionar lo mágico y lo real con el entorno natural, en una alquimia de los sentidos puesta a subvertir tanto la sexualidad de la protagonista como el paisaje de la isla, cuya topografía, cavernas volcánicas y arrecifes se transformaron, por virtud de la cinematografía, en un todo orgánico, agitándose con el estremecimiento de las pasiones y el placer de la venganza, abriendo así un espacio para la reflexión y el goce estético, como constantes de este Festival. Alejandro Varderi
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Gatos viejos
El extraño caso de Angelica
Meek´s Cutoff
Mysteries of Lisbon
Post mortem

The tempest

Poetry
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