Septembre - Octobre 2021
La industrialización del punctum en el cine de James Cameron (à traduire)
Para Áurea y Guillem porque todo lo que tocan provoca un efecto especial.
"El ojo, que llaman ventana del alma, es la vía principal por donde el centro de los sentidos o común sentido (comune senso) puede contemplar más ampliamente, las infinitas y magníficas obras de la naturaleza: la oreja es el segundo sentido, el cual se ennoblece escuchando el relato de las cosas que el ojo ha visto" (Leonardo da Vinci).
La figura del oscarizado realizador canadiense James Cameron esta íntimamente ligada a la garantía de gran espectáculo visual y poderoso reclamo en cuanto a utilización de los más sofisticados y sorprendentes efectos especiales cinematográficos. Un modelo de trabajo que tiende a dar protagonismo a las estructuras férreas o metálicas (objetos y aparatos tecnomecánicos), y que va definiendo desde la autoría de sus guiones, puesta en escena y dirección. Cameron habilita la idea de explorar la conexión de la espectacularidad del efecto especial y el uso de las técnicas informáticas más punteras, más allá del carácter de entretenimiento y diversión que pueda marcar su exitosa filmografía. Un repaso sobre sus obras más significativas permitirá establecer la fórmula para investigar el tema en cuanto a la posición de un autor cinematográfico que jamás justificó -entiéndase como una reflexión sobre su propia práctica o manera de hacer concebir o tematizar si se prefiere-, el ejercicio del cine, hasta la creación de su última, más personal, y arriesgada producción: "Titanic" (1998). "(...) las acciones representadas poseen una segunda transparencia, de acuerdo con la cual no se evocan hechos de discurso, sino que se revela la existencia de una continuidad y homogeneidad aparentemente anteriores a la propia figuración"(1)
Esta pregnancia del plano, de estirpe fotográfica, es reconducida en el Cine Clásico al registro de lo simbólico por medio de la connotación metafórica: sabemos que cuando un plano clásico se desmarca por duración, o por extrañamiento espacial de lo que exigiría su funcionalidad narrativa se produce una apelación a un plus de significación desde el orden del discurso (Chatman). Esto supone una cierta renuncia a la espectacularidad de lo mostrable, le permite al modelo su longeva estabillidad y, a la vez, propicia su inevitable entropía. El Cine postclásico. Punctum y sentido obtuso: Barthes ideó estas nociones para que su escritura pudiera penetrar aquellas cosas que, presentes en el Cine Clásico, no se integraban en él en cuanto se lo identificaba con una industria del relato. Podemos afirmar que las nociones que Barthes formula para la representación fotográfica, son imposibles teóricamente, sin la previa existencia del cinematógrafo. La segunda, el tercer sentido, es extraída, en efecto, del análisis cinematográfico; más concretamente, del examen de un plano de "Iván El Terrible" (1944) de S. Eisenstein: de una imagen congelada que transmite en su detención un sentido suplementario del que nos interesa resaltar dos aspectos en su relación respecto al saber denotativo del relato:
"El segundo elemento viene a dividir o escandir el studium. Esta vez no soy yo quien va a buscarlo (del mismo modo que invisto con mi conciencia soberana el campo del studium), es él quien sale a escena como una flecha y viene a punzarme. En latín existe una palabra para designar esta herida, este pinchazo, esta marca hecha por un elemento puntiagudo; esta palabra me iría tanto mejor cuanto que remite también a la idea de puntuación y que las fotos e hablo están, en efecto, como puntuadas, a veces incluso moteadas por esos puntos sensibles; precisamente esas marcas, esas heridas, son puntos. Ese segundo elemento que viene a perturbar el studium lo llamaré punctum; pues punctum es también: pinchazo, agujerito, pequeña mancha, pequeño corte, y también casualidad. El punctum de una foto es ese azar que en ella me despunta (pero que también me lastima, me punza)."(4)
Pero unas páginas antes Barthes nos había advertido, en el comentario de varias instantáneas de prensa provenientes de la Revolución Sandinista, de una "regla estructural" que permitía situar el origen de ese punctum en una fotografía: "Comprendí rápidamente que su existencia (su "aventura") provenía de la copresencia de elementos discontinuos, heterogéneos no pertenecientes al mismo mundo"(5) Por este camino, Barthes que comienza por abordar la cuestión en el cine, acaba, con una lógica implacable, invocando el fotograma como esencia de la imagen registrada pues lo propiamente fílmico acaba siendo, según su planteamiento, la imagen en cuanto congelada, no dialectizada, no montada: "... lo fílmico no puede ser captado en el film "en situación", "en movimiento", "al natural", sino tan sólo, por muy paradójico que parezca, en ese formidable artificio que es el fotograma"(6)
Vemos, entonces, un trayecto perfectamente coherente que se origina en la constatación de un exceso respecto al sentido y acaba configurándose en la propuesta teórica de un "defecto de la secuencia". Pero lo que resulta de ello, precisamente, es que esta saturación del plano, por algo que excede lo simbólico, es lo que esa misma industria de la pantalla grande empezaba a demandar perentoriamente, porque una pantalla pequeña y manejable, habitada por una oferta más variada, cada vez más a disposición del consumidor y animada por el aliento de la electrónica comenzaba a hacerle la competencia. El cine comercial inicia un proceso de incremento de su espectacularidad que pasa por devolverle, necesariamente, su preeminencia al plano. Pero no de la manera que lo hacía el cine clásico, reservándolo como el espacio de carga metafórica y de la densidad orientada hacia el sentido de elementos que, de todas formas, se integraban en el horizonte del relato como su razón última. Metonímicamente el plano denso en el cine clásico es un plano desgajado de su entorno. De una escala desnaturalizada, discrepante del plano americano, puede ser un plano general o un primer plano o un plano de detalle(7). Tampoco podía ser el plano acéntrico, abigarrado e inocente, en su cruel indiferencia por el transcurso de los cuerpos, del cine de los primeros tiempos. El plano postclásico es, como profilaxis contra el desencanto del relato, una proyección de un encuadre habitado por la herida. El sometimiento de la copresencia punzante en el plano supone, por parte de la industria del espectáculo, la estandarización de lo imposible para el ojo dentro del reino de los efectos especiales en el cine comercial contemporáneo. El efecto especial implica, desde siempre, la superación de la dialéctica interplanaria por el borrado de las huellas de su producción, sometiendo la fragmentación de la mirada al imperio de la unidad de la toma. La representación de la Muerte tal vez sea el ejemplo más claro de esta transformación en la industria cinematográfica. En el cine clásico la muerte se significa, tiene una dimensión cero, no es más (ni menos) que el punto final de una secuencia narrativa(8): de sangre, basta una gota; de la agonía, es suficiente un gesto. En el cine postclásico, sin embargo, la muerte se despliega en el plano, se escenifica en una hipostatización de lo espectacular: el acto del matar o el proceso del morir. En 1960 un director acostumbrado a tensar el modelo narrativo clásico como Alfred Hitchcock incomoda y fascina al espectador enseñando un violento asesinato (el de Janet Leigh en Psicosis) con multitud de sucesivos planos fijos, donde el paso del agua, desde la ducha hasta el desagüe, es también lugar común para que la sangre transite licuosa y libremente. Ese espectacular choque de imágenes fragmentadas, en correspondencia con el cuerpo herido, y de notable realce de la sangre mezclándose con el agua en la bañera, provoca un punto de fricción, de indiscutible captación visual por la contraposición de sus elementos. Cuerpo e imágenes cortadas fusionándose, en un último plano, en un acuoso líquido manchado con el que se va y se pierde la vida. Ante el resultado de ese violento discurso visual y contrapuesta información, el interés y la captura de la mirada queda garantizada. Sobre esos mismos años, algunos directores como Arthur Penn o Sam Peckimpah también sienten, desde su formación y concepción artística, la necesidad de mostrar los efectos que provoca la violencia, particularmente con armas de fuego o armas punzantes, cuando son utilizados contra cuerpos blandos o sólidos, desde otro prisma y con otras necesidades estéticas y técnicas. Si en el cine clásico la muerte, y recuérdese al respecto cualquier producción de los años 40 y 50 -tanto en el western, en el cine negro o en el melodrama-, es un punto en el sentido geométrico del término, de inflexión en la historia, dado que tiene el carácter de conclusión, de final, en los autores como Peckimpah, o algunos de sus compañeros de generación, deja de ser un punto sobre el plano para pasar a invadirlo completamente, convirtiéndose en un elemento de reclamo e interés necesario en su dimensión estética. La sangre, como elemento vital, era hasta entonces, en el muerto por disparo u otra arma, un puro signo (casi siempre representada por una mancha, incluso a veces sin ella) que certificaba la defunción, un epílogo definitorio. Pero la herida mortal en el cuerpo orgánico hace brecha y desgarro y no siempre un agujero limpio, y Peckimpah lo que hace, a partir muy especialmente de "Grupo Salvaje" (1969), (aunque ya había manifestado y ensayado, tanto en el plano como en la acción, los efectos del disparo), es utilizar no sólo la descomposición de la acción -como ya hiciera Hitchcock-, sino su ralentización temporal para mostrar la invasión de la sangre sobre el plano o la violenta convulsión que sufre el cuerpo al recibir un impacto, más allá de su valor simbólico y geométrico. Así como Hitchcock, casi una década atrás, fragmentó la secuencia, Peckimpah dio un paso más al ralentizar y montar en paralelo los violentos efectos del cuerpo mortalmente herido sin mezquinar los planos cortos o de aproximación y dotando de una nueva tasación el valor geométrico de la muerte. Este cambio, surgido a principios de los 60 y registrado con maestría hacía finales de la década por Peckinpah y alguno de sus coetáneos, continua siendo un cliché, en ocasiones vulgarmente utilizado, que se ha convertido en referencia de un sin fin de realizadores(9). Pero lo específico del cine hollywoodense postclásico es que la gran pantalla compromete a su pequeño vástago y rival electrónico a reforzar sus objetivos, para alcanzar algo que Barthes no pudo teorizar: el punctum sin registro, el punctum industrial. Gracias a la posibilidad de modificar a capricho lo registrado en un soporte fotosensible sofisticado, gracias a las técnicas surgidas de ordenador,(10) cabe establecer cualquier copresencia en el encuadre. Como dice Gubern: "La imagen infográfica, ajena a cámaras y objetivos, es autónoma respecto a las apariencias visibles del mundo físico y no depende de ningún referente. Al haber eliminado la cámara y hasta el observador, la imagen de síntesis nace de un "ojo sin cuerpo" y culmina así el trayecto histórico de la imagen a la busca de su autonomía absoluta, liberándola del peso y de las imposiciones de la realidad, en un proceso de desrealización que culminará con la realidad virtual". (11)
CAMERON ¿AUTOR? Cameron no es ajeno a todo este proceso aunque salvaguardándolo de la banal utilización a la que han caído otros realizadores. Su aproximación a la muerte y al cuerpo herido, siendo compleja, bebe de la imperativa construcción industrial del punctum. ¿Cómo llega Cameron a exponer o considerar su propia práctica cinematográfica sobre el espectáculo de la catástrofe, que tiene en "Titanic" su mejor ejemplo? En primer lugar reconociendo sus propias huellas "autorales" -o, al menos, identificativas de sus anteriores filmes-, demostrando su plena admiración por las estructuras de complejidad metálica y de indudable alarde técnico. Útiles megaferreteros indispensables para su catilinaria exhibición. En otras palabras: ¿Cameron reflexiona, o es síntoma del cine que, queriendo refundar su especificidad, se revuelve contra el principio que lo constituyó como arte: el montaje?. Sería materia de otro artículo la cuestión de la autoría en el cine comercial postclásico, pero el argumento del plano espectacular está en el centro de esta cuestión si, como hemos visto, el "plano" asociado al autor en el MRI, es patrimonio de la enunciación. Cameron ha funcionado al límite de la categoría autoral al implicarse, curiosa paradoja contemporánea, en entregas seriales. Por un lado, "Terminator" es serie de su propiedad; por otro, la saga de "Alien" confiere el prestigio de autor a cualquiera que se encargue de una de sus entregas(12). Aún así, sabemos que la Academia castiga a los "efectos especiales" como epicentro del espectáculo cinematográfico(13) y Cameron alcanza el reconocimiento en el año en que Hollywood más fuertemente apuesta por sí mismo dándole 11 Oscars a "Titanic"(14). Cómo leer el mensaje de "Titanic" en la trayectoria de Cameron es uno de los retos a los que se enfrenta este artículo. El Titanic es un fascinante fósil mecánico y férreo que él logra resucitar sólo para significarse como un realizador que apuesta por una historia de ficción de marchamo clásico y que gira en torno a un elemento sacralizado por el realizador: el punctum como reclamo del espectáculo y que aquí es simbolizado como un hermoso medallón. Pero repasemos aquellas obras de Cameron donde proclama su entusiasmo por el choque de las geometrías del verismo digital y del verismo de "lo real" como eficaz comercio del espectáculo y como válido exponente de su interpretación del arte cinematográfico, al menos hasta "Titanic"(15). Terminator (1984). Una huella de mujer. En 1984 Cameron realiza su segunda obra como director, y a la par más reconocida presentación como cineasta: "Terminator"; una fantasía apocalíptica que evidenciaba su inaugural amor al gigantismo tecnológico y una clara desconfianza en la capacidad del género humano para gobernar su propio destino. Bajo el lema de guerra "máquina contra humano", el realizador plantea de forma evidente la clave esencial del punctum producible: la colisión de espacios, apoyada inicialmente en la llegada a la era actual de un Terminator, engendro robótico de apariencia humana, y un soldado del ejército de liberación en la guerra contra las máquinas en la que se ha convertido el siglo venidero. Ambos serán contrincantes: el Terminator viene a suprimir una mujer queriendo suprimir una madre, mientras Reese, el soldado, viene a hacer madre -y, por tanto, mujer- a la víctima de su antagonista. En efecto, si llevamos razón en nuestras premisas y la noción de punctum es capital para entender la reflexión cinematográfica de Cameron, no es raro que su primera obra reconocida sea una revisión de la primera versión, en la cultura occidental, del punctum, de la herida redentora por el advenimiento de un cuerpo heterogéneo, pero connatural al humano: el dogma cristiano de la Encarnación(16). Como la tradición cristiana, mutatis mutandis, el film de Cameron nos narra la peripecia de una fecundación incoada por el propio hijo que envía a su padre desde el futuro para engendrarlo en el pasado. John Connor (J. C. iniciales equivalentes a Jesucristo) es el artífice de su propio origen, al manejar a los actores de la trama en un bucle temporal inconcebible provocando en el encuadre narrativo la colisión de dos corporalidades de copresencia imposible. Pero, si el relato de esta concepción es inconcebible -no admite una imago que subsuma sin resto la operación simbólica que, como toda paradoja, muestra en sus entrañas la emergencia de un sujeto- Cameron, cineasta postclásico, se habrá de afanar en iconizarla, en conferirle una textura actancial a la par que plástica(17). El primer momento de este proceso es el adviento de los dos emisarios. Por un lado el Terminator aterriza en el presente casi arrodillado (enfatizando sobre el plano "lo que viene de otro lugar"), sin ofrecer una posición fetal completa, de manera fría y apenas perceptible. Como perfecto asesino programado, el cyborg se alza desnudo y rígido para comenzar la búsqueda de su pieza. Sin embargo, el arribo de su perseguidor, Reese, se remarca como un parto interespacial doloroso y sufriente, acompañado de gritos y de un marco sucio y suburbano. La aparición de ellos no es infográfica, no necesita de recursos electrónicos para sustanciarse en la pantalla, pero Cameron se encarga de "electrificar" el marco de sus llegadas con rayos que parten de los cuerpos entrometidos en nuestro mundo, funcionando como un recurso a un aura artificiosa y, por tanto, tan falsa como "natural", explicable sólo por la ficción científica. Establecidos los parámetros de su presentación, ambos emprenderán una espectacular carrera en busca de una mujer ignorante de su destino, Sara Connor. El Terminator desconoce la fisonomía de su presa y debe ir dando palos de ciego, buscándola a través de registros públicos como la guía de teléfonos que, en su calidad de almacén de datos, no la singularizan, aunque parezcan permitir localizarla. Pero su adversario, venido también de una era hipertecnológica, en el desamparo de su naturaleza carnal y doliente, posee un objeto precioso que le concede una ventaja considerable sobre el cyborg: trae consigo una fotografía de la mujer a la que debe salvar, atesora un momento irrepetible, una huella del contacto óntico entre su hijo, líder y demiurgo y la mujer a la que ha aprendido a amar y ha venido a proteger. Indiscutiblemente, la foto, como huella, adquiere un valor singular para el joven salvador; por un lado, él viene a fecundar/redimir a la amada ignorante, que vive la asfixia de su banalidad cotidiana, mientras que el cyborg viene a matar, a suprimir ese cuerpo, a impedir esa misma fotografía. El valiente emisario, previamente enamorado de la imagen fotográfica de la mujer, al encontrar a su protegida, le confirma su admiración: "vengo a conocer la leyenda" le confiesa. Mientras, la terrible caza que ejerce el cyborg sobre la mujer y su protector ofrece un marco sólido(de planificado estudio para el enfrentamiento metal-carne) para un eficaz film de acción que ocasiona al héroe perseguido violentísimos choques físicos ante su implacable opositor. El juego de Cameron sobre la megatecnología y su fascinación, permite al espectador comprobar, desde un plano subjetivo, la mirada informatizada del mortífero Terminator y lo que encuentra frente/alrededor suyo pero que, sin embargo, carece de esa huella inamovible y estática, pero irreductiblemente auténtica, que es la fotografía; y que, desde el siglo pasado, mantiene un valor informativo fundamental, incluso en la nueva era digital, insubsumible por el lenguaje de la máquina. En este primer choque de mundos vemos, pues, una primera apuesta poética de Cameron por la imagen que tuvo contacto con un cuerpo, por una sobredimensión fotográfica que excede la pura traslación informativa y por una imagen que aloja una modalidad del reconocimiento que no se agota en la suficiencia de una pura operación lógica. Aliens (1986). La mirada y el saber. El siguiente paso de Cameron consiste en incorporase a una serie ajena, pero que comparte con su creación un supuesto esencial: la indagación sobre cómo la cultura espectacular contemporánea va a hacer posible para el ojo lo que no lo es para el pensamiento. Cameron retoma la secuela de una conocida historia bajo el título de "Aliens", iniciada en 1979 con la terrorífica, espacial y fantástica película de Ridley Scott, para dotarla de una espesa mezcla de géneros (terror, bélico, ciencia-ficción, acción, etc) guarneciéndola tras una severa disciplina del montaje, desbordada atracción sobre el efecto especial digital y una fuerte presencia de material armamentístico y mecánico; sin olvidar la sempiterna existencia de registros en video, cámaras y mobiliario electroergonómico que sirven de apoyo ortopédico a la troupe encabezada por la teniente Ripley. En esta nueva entrega de la saga, Ripley regresa al planeta de las temibles criaturas para acabar con ellas, acompañada de un comando especial de marines diestros en la lucha con enemigos estelares. Las primeras imágenes de "Aliens", son las de una nave en la que viaja la teniente y un ordenador de vuelo (programado para un sueño hibernal) que avisa de una supuesta alerta. Tras ser recuperada por un equipo de rescate, un plano de aproximación al rostro de la teniente funde, por medio de un encadenado, los contornos de su cara con la silueta de la Tierra, otorgándole al planeta un rasgo inequívocamente femenino. Una terrible pesadilla despierta a Ripley en una aséptica sala de curas y la imagen catódica de una enfermera (en un circuito cerrado de video) pregunta a la paciente si se encuentra bien. La presencia constante de alguien que observa a través de una mirada artificial y electrónica y, por tanto, recibe información, es un elemento habitual en el discurso de Cameron. La misión de Ripley (que conoce "in person" la ferocidad alienígena), es regresar, junto a los marines hasta aquel remoto lugar para verificar por qué se perdió el contacto con una colonia situada allí. La compleja parafernalia militar incluye sofisticados equipos tecnomilitares como pequeñas cámaras unipersonales, aparatos de visión nocturna, poderosas armas y un gran despliegue de localizadores, sensores, buscadores, etc. Al grupo le acompaña un robot, a quien Ripley desprecia, y que prefiere definirse como "persona artificial" y no androide. El hecho de que los preparativos para la acción se inicien en un viaje interespacial y que "la puesta a punto" del grupo se realice en el mismo, permite a Cameron practicar su más predilecto ejercicio: la utilización de todo tipo de hipertecnología mecánica, junto al juego-diálogo entre imágenes "de cine" e información que ofrecen los visores, paneles y pantallas que rodean todas las acciones del comando militar. El propio hecho de que, durante el turbulento descenso al planeta del grupo castrense, Cameron inserte planos con las imágenes captadas desde las cámaras que llevan los cascos de los soldados - lo que permite a su jefe de mando o controlador de las imágenes recibidas ver, observar y comunicar al resto del grupo lo que recibe en circuito cerrado-, da respuesta al juego de la mirada del otro que tanto gusta al realizador y que se mantendrá a lo largo de toda su filmografía. Todo el dispositivo electro-infomecánico con el que el grupo se dispone a acabar con los monstruos no es más ni menos que una alargada y aparatosa extensión y exposición del discurso cameroniano de la búsqueda del punctum: es decir, el elemento esencial representado en la propia Reina de los aliens, centro exacto donde hallar parte de las respuesta condensada en una imagen prometida al espectador. Con "Aliens", certificamos la emergencia de varias constantes que amalgaman la epistemología escópica de Cameron constituyéndose en lo más parecido a rasgos autorales o cosmovisionarios. Primero, el papel de la mirada femenina que, en el cine del canadiense, es la depositaria de la revelación. Esta cuestión no es baladí si consideramos que la persecución del punctum es nodal en nuestro cineasta, pues, si éste se define como una escansión del studium, no puede por menos que poner en tela de juicio la estructura global del Ser, el andamiaje de pre-juicios que sostiene y jalona la cosmovisión dominante. El ojo femenino parece ser más apto para poner entre paréntesis lo comúnmente aceptado y de esta manera tolerar lo inverosímil en el seno de la percepción. Pero el punctum no sólo es escansión, es también herida. Para los universos diegéticos de la industria de ficción, la perturbación no es puramente psíquica: el punctum industrial es prácticamente sinónimo de horror o de catástrofe. Luego lo que se juega en el espectáculo cinematográfico hollywoodense es la supervivencia del propio espectador. Lo imposible para el ojo es lo imposible para la perduración del cuerpo orgánico. Lo que el cine de acción invita a ver es lo que, fuera de la pantalla,(18) acarrearía un riesgo inminente de disgregación de nuestra propia unicidad corporal. Por ello, se despliega, en el propio universo diegético, toda una batería de dispositivos con un denominador común: la mirada pertinente - que sumada, a la percepción, la conciencia-, ha de ser una mirada protegida por la pantalla. De ahí, la división con el mundo diegético entre el que se acerca a lo real del horror, jugándose su cuerpo en la operación, y el que puede tomar decisiones respecto a ello, protegido en otro espacio. Los que van a sacrificar sus cuerpos, independientemente que sean cyborgs o peones, los tienen diluidos en la máquina, protegidos por aparatosos trajes o artilugios mecánicos pero, ante todo, son portadores de cámaras, de dispositivos que registrarán lo real para el que queda a salvo. Los marines de Ripley realizan esta función que veremos en formas diversas en el resto de películas que vamos a analizar. La pantalla hace a la mirada consciencia, entendiendo por consciencia la competencia técnica. Cameron despliega ante el espectador una cierta noticia del operator barthesiano que le señala la esencia mortífera de sus inocentes goces. Abyss. (1989). La mirada femenina. "Abyss" (1989) es, tal vez, el film de Cameron que lo adscribe definitivamente a la nómina de directores punteros en el uso de las más avanzadas tecnologías infográficas para sus efectos especiales. La película comienza, cómo no, con una catástrofe: un submarino nuclear norteamericano es atacado por una fuerza desconocida en el fondo del océano. El film narra los avatares de su búsqueda y recuperación por el experto equipo de operarios de una plataforma petrolífera subacuática a la que se suman un grupo de militares y la ex-esposa del jefe de los trabajadores, que resulta ser la diseñadora del enorme complejo extractor. Pese al comienzo, la apuesta de Cameron por la infografía en esta película es una apuesta por un punctum no destructivo, no catastrófico. La historia nos narra el encuentro de estos con una oculta y avanzadísima civilización submarina cuyos seres son unos corpúsculos luminosos que han conseguido un dominio molecular del agua y "en ella" basan su tecnología absolutamente alternativa a la humana. Hay, pues, varios elementos típicos del cine de Cameron que se repiten en este film. Por un lado, colocar la historia al límite de la Guerra Fría (como en la serie de los Terminator) obliga a pensar en la humanidad como una unidad de destino víctima de sus propias contradicciones. Así, matizaciones ideológicas al margen, el tesoro escópico que la trama persigue se muestra como una otredad radical, respecto a lo humano, que la pantalla habrá de capturar. Por supuesto, la plasmación plástica de ese mundo submarino por medio de procedimientos infográficos, que visualizan efectos imposibles con la luz y el agua, son el reclamo básico del film. Ahora bien, como quedó demostrado con "Terminator", una de las obsesiones de Cameron es la soberbia de la tecnología humana, que porta en sí el germen de su destrucción. El H.A.L. de Kubrick se convierte en Cameron en un estado de expansión tecnológica generalizada del que la humanidad es víctima culpable. De hecho, de lo que se defiende ese mundo abismal, oculto, es de la proximidad de las cabezas nucleares que cobija el submarino norteamericano. Así, Cameron contrapone la tecnología de los sólidos, humana (emblematizada en la pesada y oscura plataforma petrolífera), a la tecnología acuática, luminosa y penetrante, ligera y amistosa, permeable y delicada. Una suerte de mundo de profundidad oceánica, inabarcable, equivalente al mundo espacial e infinito. Ahora bien, como es común en Cameron, la trama se sostiene sobre un trayecto amoroso que se va a plasmar en un juego de miradas y de receptáculos icónicos que establecen la contraposición entre la postura masculina y femenina y que se resuelven en un acto heroico del hombre descendiendo a los infiernos por una mujer. Como en los Terminator o en "Titanic", la trama aquí también se resuelve por la deglución de un cuerpo masculino por un abismo. La pareja formada por el submarinista Bug Brigman (Ed Harris) y su esposa Lindsay (Mary Elizabeth Mastrantonio) encarna aquí esta alianza agónica. La primera vez que sus miradas se cruzan en el film es a través de una pantalla electrónica: se intercambian insultos por medio de un circuito cerrado de televisión que comunica la plataforma con la superficie. Ella, en el interior de la pantalla, va ser la encarnación de la mirada-conciencia. Recordemos que es la diseñadora de la plataforma, pero de manera directa, también va a ser la primera mirada capaz de procesar la visión de los seres submarinos, de aceptarla como la posibilidad de una revelación(19). Pero el momento clave del discurso va a ser aquel que produzca una mutación en la trama. La encarnación por un hombre de la mirada femenina no puede ser más que desde un acto heroico. Al final de la película, Bud debe bajar a las máximas profundidades para rescatar la peligrosa cabeza nuclear que se ha hundido por culpa del delirio del teniente Coffey. Este descenso, que representará el encuentro con una visión imposible, con el punctum facturado del que el film es promesa, está plagado de elementos metafóricos. Para poder soportar la profundidad, Bud deberá respirar un fluido. De entrada, ha de dejarse habitar maleablemente por un elemento líquido que traiciona su solidez masculina. Pero, claro, ello le impide hablar, por lo que deberá comunicarse con los ocupantes de la plataforma a través de un teclado cuyos mensajes se reflejarán en una pantalla. Baja, además, pertrechado con una cámara de vídeo para trasladar sus percepciones de peón en peligro al resguardado habitáculo en el que sus compañeros permanecen. La mutación se produce en el momento en el que alcanza tal profundidad que su cuerpo empieza a no poder soportarlo y el ojo mecánico estalla como una bombilla. Desde este momento, la pantalla en la que escribe sus mensajes se va a llenar de palabras de amor como respuesta a los mensajes orales que su esposa le envía. Cumplida su misión, reconoce que siempre supo que era imposible su vuelta (por falta de provisión de oxígeno) y se dispone, en medio del llanto de su esposa y sus compañeros, a entregarse sin lucha a la muerte en el fondo de la sima. Pero hete aquí que vemos reflejado en la visera de su casco la presencia de un ente luminoso que le ofrece la mano y lo conduce a una ciudad de la luz que lo libra de una muerte segura. La vuelta a la vida de Bud se presenta como un parto: bañado en líquido, en posición fetal y con vómitos. Al fin, descubrimos el reino de promisión para el espectador, en la forma de la visión infográfica del mundo submarino, de la colisión cosmológica, ante la avidez del ojo, en un encuadre saturado: henos ante el punctum industrial, manufacturado. Ahora bien, tras esta salvación reveladora, la confrontación entre Brigman y sus benefactores nos ofrece elementos inéditos en la problemática que aborda el fin de Cameron. De hecho, toda esta secuencia es una adición de 1993 a la primera versión y la cuestión del punctum, en relación al registro, ha variado sustancialmente por la emergencia de dos hechos: uno, la liquidación de la Guerra Fría; otro, la llamada Guerra del Golfo. Tras esta guerra local y televisada, la situación toma una nueva referencia, porque se ha demostrado que el punctum, puede ser, a la vez industrial y producto del registro. La catástrofe verdadera puede ser un espectáculo gozado tan a resguardo como el cine de acción. Por ello, en toda esta secuencia añadida es el Discurso Informativo Mediático el que ha tomado su papel. Primeramente, la reacción de los habitantes submarinos ante la agresión de la superficie es provocar la destrucción de la humanidad por medio de un devastador maremoto. Por supuesto, el avance y amenaza de la gran ola es focalizado en tierra por un reportero que pretende captar e informar de ese punctum real, (pre)visible e inevitable como cualquier guerra postmoderna. Bajo el agua, sin embargo, Brigman dialoga con sus salvadores y les interroga tanto, por su persistente actitud de pasar desapercibidos a la humanidad, como por la acción de su destrucción que ahora están acometiendo. La respuesta es contundente: en una líquida pantalla se muestran pasajes de los crímenes humanos que no son sino imágenes-noticia que han poblado todos los informativos en el presente siglo: Hiroshima, el Holocausto judío, Vietnam... En el abismo, el punctum cinematográfico se resuelve en el mediático. El flujo informativo, compuesto de escenas infames, es la (mala) conciencia de la humanidad y, como toda la conciencia cameroniana, está apresada en un encuadre. La única salvación para la humanidad ha sido el altruista gesto de Brigman que frena el maremoto y que le es reenviado por la mostración de los mensajes de amor transmitidos, al borde de la muerte, por otra pantalla, esta vez, salvífica: la de un ordenador. Terminator 2, Judgment Day (1991): Día sin huella. (Lost Sunday). El delirio es la forma de emergencia que tiene en el discurso narrativo la copresencia de elementos provenientes de mundos distintos. La segunda entrega de la saga de los Terminator lleva este subtítulo: Judgment Day. La película comienza con dos series de imágenes yuxtapuestas por un levísimo fundido fulgente. La primera constituye la secuencia de la normalidad y culmina con una recurrente imagen de un parque en el que se columpia una niña. La segunda, corresponde a la misma ciudad de Los Ángeles, pero en el año 2029: ésta es una secuencia nocturna poblada de restos retorcidos de piezas metálicas y de esqueletos humanos. Es la guerra entre hombres y máquinas que el espectador ya conoce por la primera parte. Esta secuencia culmina con la visión del rostro, cruzado por una enorme cicatriz, de John Connor. De la realidad apacible, hemos pasado a las huellas de la catástrofe; el punctum industrial nos tendría que mostrar el instante esencial del desastre, la colisión de las dos líneas isotópicas - y anisoscópicas: The Judgment Day. El relato cinematográfico se plantea, a continuación, alternando cuatro líneas narrativas sustentadas por los cuatro personajes principales de la trama:
"Es como una luz estroboscópica. Me abrasa los ojos, sin embargo aún consigo ver. Oh, Señor... Sabe que este sueño se repite cada noche. ¿Por qué he de seguir? (...) los niños parecen papel quemado, negros, no se mueven. Y entonces la onda expansiva les alcanza desparramándolos por el suelo como hojas". Ante las sensatas objeciones médicas del psiquiatra, Sara prosigue: "Estúpido, esto no es un sueño. Es real.(...) le aseguro que el 29 de agosto de 1997 le va aparecer jodidamente real. Todo aquél que no tenga una crema solar factor 2.000.000 va a pasar un rato desagradable. Todos ustedes creen que están a salvo y, si embargo, están muertos. Todos: él, usted. Ya están muertos".
De lo que habla Sara es de un Punctum hipertrófico, punctum insoportable no sólo por el ojo o el organismo, sino por cualquier superficie fotosensible: no es únicamente un instante futuro sino, por esencia, irregistrable. La peripecia diegética del film va a consistir, desde aquí en adelante, en un intento de evitar el punctum. Primero, en la reunión de los tres protagonistas para proteger a John del segundo Terminator (T-1000). De hecho, frente a su reprogramado predecesor, lo más terrorífico del Terminator malo es que su cuerpo es fragmentable, no depende para su supervivencia de conservar su unicidad, pues es líquido, y mantiene su fuerza cohesiva más allá de su integridad orgánica pudiendo traspasar los sólidos. En realidad, este engendro resistente a toda catástrofe es el auténtico espectáculo ofrecido por el film, en sus disgregaciones y agregaciones continuas, producto del virtuosismo infográfico, en un cuerpo sin montaje. Después, dentro de esa línea de negación del punctum, en intentar destruir el rastro de la primera visita del Terminator bueno, uno de cuyos chips, huella imborrable de su acceso al presente, va a ser el que posibilite al ingeniero Miles Dyson diseñar a Skynet, descendiente cinematográfico del H.A.L. de Kubrick, que, al tomar conciencia de sí mismo, causará una conflagración mundial que significará la toma del poder mundial por las máquinas sometiendo a la humanidad. Evitar el Judgement Day, eliminando ese chip, va a ser el objetivo de los protagonistas de aquí al final. Por el camino, suceden varias cosas que suponen una modulación del sentido que el relato vehicula y que nos colocan a Cameron, esta vez, más en la posición de producto que de efecto del discurso mediático, más como industrioso director de escena que como autor que busca un espacio para su escritura. En un momento de reposo Sara, Connor observa a su hijo jugar con el autómata y hace (en off) la siguiente reflexión: "Observando a John con la máquina, de repente, lo vi claro. El Terminator jamás se detendría, jamás le abandonaría y jamás le haría daño. Ni le gritaría o se emborracharía y le pegaría. Ni diría que estaba demasiado ocupado para pasar un rato con él. Siempre estaría allí y moriría para protegerle. De todos los padres que vinieron y se fueron año tras año, aquella cosa, aquella máquina era el único que daba la talla. En un mundo enloquecido era la opción más sensata".
El Terminator se convierte en el padre putativo que faltaba en la trama evangélica que engarzaba toda la historia. Pero lo significativo es que mientras piensa esto ha estado escribiendo, sobre una mesa de madera y con la punta de un puñal, el lema NO FATE que nos remite a la idea de la imposible inscripción de la falta en el relato mediático, pues en esta versión postmoderna del Misterio de la Encarnación, el destino queda íntegramente "en nuestras manos". Sara ve las imágenes de su sueño-pasado y se quema viva. Como espectadores hemos asistido a la secuencia de la catástrofe. Pero en la religación de estos tres elementos es donde podemos hallar la esencia del moderno espectáculo cinematográfico hollywoodense. La suma de: Un padre profesional no deseante + un lema contra el fatum + más un destino evitable
nos dan la ecuación en la que consiste la fórmula de la industria cinematográfica: Punctum vs. falta = espectacularidad vs. relato.
Notas
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