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Tres grandes maestros


   
Pier Paolo Pasolini: la importancia del lenguaje cinematográfico

Pocos directores han dejado una senda de luz en la historia del cine como Pier Paolo Pasolini, un hombre vinculado ideológicamente con el comunismo que fue dejando en sus películas una forma de mirar el cine, haciendo de las imágenes una hermenéutica, un lenguaje cuyo mayor mérito es la traducción a otros sentidos artísticos, la pintura, la escultura, la fotografía, todos son recipientes donde el director italiano va posando su luz, su capacidad para el asombro ante la vida, una filosofía vital que anida en su forma de ver el cine.
El cine, para Pasolini, es una verificación (en palabras de Silvestra Mariniello en su estupendo estudio del director editado en Cátedra, Signo e Imagen), de vivir su propio amor por la realidad. El cine, como dice Mariniello: <"le permite estar dentro de la realidad sin salir nunca de ella, sin tomar distancia para hablar sobre ella: le permite expresar la realidad por medio de la realidad y pone de manifiesto los aspectos ocultos de ésta, su dimensión no natural, "sagrada"> (p. 44, Cátedra, 1999).
Pero Pasolini es mucho más que un director, es un filósofo del cine, un hombre que, al igual que Truffaut o Rohmer, va hilvanando sus pensamientos sobre el cine, creando una teoría cada vez más sólida para fundamentar el séptimo arte. La teoría se centra en dos planos sobre los que trabaja en sus películas, el cinematográfico y el lingüístico literario. Para el director, el cine es lengua escrita de la realidad, las imágenes son lenguaje, que nos impacta, como si leyéramos un libro donde no podemos dejar de pasar las páginas, imbuidos del misterio que esconden, el cine se convierte en una hermenéutica, es decir, una traducción fidedigna de los misterios de la vida. Por ello, el cine del director tiene que ver mucho con la poesía, porque en ella nos hallamos ante la importancia de la palabra, su significación más profunda, el eco que nos deja para siempre. Las imágenes de Pasolini navegan en las mismas aguas, hondas y llenas de referentes vitales.

El cine de Pasolini- sus primeras películas

El director comienza su labor como director cinematográfico en 1961 y la continúa hasta 1975, el año en que muere asesinado, cuando frecuentaba a los jóvenes prostitutos en una zona poco recomendable de Roma, su muerte por uno de ellos ha pasado a la historia del cine.
Decide el director italiano dejar a un lado el cine que se hacía en los cincuenta en Italia de la mano de Vittorio de Sica o de Rossellini, donde se habla de neorrealismo, es decir, una visión de la vida desde el costumbrismo, las historias cotidianas, la realidad sin metáforas ni misterio alguno. Con la llegada de los años sesenta, el director quiere romper con esa tendencia, dejar en sus películas su poesía, buscar en las imágenes una traducción del mundo, pensar el cine como si el espectador estuviese obligado a buscar las verdades detrás de las apariencias.
La importancia del lenguaje y del mito en la obra de Pasolini nos conduce a la reflexión filosófica de los románticos alemanes sobre el mito, en particular a las ideas de Heidegger y Nietzsche.
Accattone (1961) es una tragedia proletaria, una película que nos muestra a un joven del subproletariado romano mantenido por Madalena, una prostituta que ha denunciado a su antiguo protector. Madalena es detenida y Accatone pasa hambre, vuelve con su mujer y encuentra a Stella, la cual trabaja lavando botellas.
Con este argumento, donde Accatone va paseando su rudeza y su mundo de pobreza, Pasolini ya centra la idea de la película y de su cine posterior: la radiografía de un personaje que no existe en la historia, un ser olvidado, que va cimentando su paso por el mundo en la mirada del que lo crea, sólo para él puede existir Accatone.
La única forma de existir es inmortalizando al personaje y su batalla existencial en imágenes, al igual que la fotografía, el cine pervive, se inmortaliza cada vez que alguien lo ve, por ello, como otra forma de arte, la vida de Accatone ya tiene sentido, por estar filmada por el autor.
En su siguiente película, Mamma Roma (1962), Pasolini filma la materialidad, ahora lo importante son las cosas que nos pertenecen y a las que debemos aferrarnos para existir, en este caso, evidencian una sociedad ideologizada desde la izquierda, desde la reivindicación política, siempre presente en su cine. La materialidad de la película se ve en las caras, el fango, el sol, el paisaje. Mamma Roma es la mujer que representa a todo un universo, el de las mujeres pasolinianas, la Italia que sufre, que se lamenta de su existencia, la Italia perdedora de la Segunda Guerra Mundial, la Italia de Curzio Malaparte y su famosa novela La piel, donde podemos ver la presencia de la posguerra en Italia a través de la crítica antiamericana, donde éstos son seres miserables que acaban la guerra, pero siembran el país de violaciones y abusos de poder como vencedores prepotentes que son.
El personaje de Anna Magnani lo inunda todo, ella es Italia, el proceso de tiempo que ha vinculado el presente y el pasado, en una atroz modernización que acabará con el hombre tarde o temprano. Pasolini denuncia un mundo sin escrúpulos, Mamma Roma está sola, como Accatone, son seres que no son vistos, pese a que sufren indescriptiblemente.
La diferencia radica en que Mamma Roma vive la falta de comunidad, el mundo que se está transformando, el querer tener más o parecer ser más, hay una tangible sensación de superación que nunca existe en Accatone, un hombre rudo e infeliz, que no conoce nunca el mundo burgués.
Mamma Roma ya no es una prostituta, ha rehecho su vida, se lleva a Ettore, su hijo, va a vivir a una casa en un barrio decente. La presencia del antiguo chulo de ella, Carmine, llevará a la ruina a la familia y Ettore descubrirá el pasado de su madre, abocado ya al mundo de la delincuencia, como rechazo por las mentiras de Mamma Roma. La muerte del chico significa la tragedia, presente en las vidas de los seres que no son visibles, anodinos, envueltos en un sino trágico que Pasolini entiende dentro de su visión mítica de la historia.

La visión religiosa de Pasolini en El evangelio según San Mateo


El Evangelio según San Mateo (1964) es la mejor mirada al Nuevo Testamento desde un planteamiento novedoso, no se trata de hacer una película más sobre la vida de Cristo, sino hacer una reflexión muy honda sobre el camino que sigue la religión en los años sesenta, cuando todo se ha derrumbado, cuando la Guerra Fría está en su apogeo tras la crisis de los mísiles, cuando el pueblo francés se manifiesta en el famoso mayo del 68, cuando el mundo va perdiendo valores importantes.  Por ello, hay mucho silencio en la película, solo así podemos entender la crisis del mundo moderno, esa traslación a la época de Cristo, porque Pasolini no hace una película religiosa o histórica, sino una meditación sobre el mundo modernos desde la iconografía de la Antigüedad.
¿Necesitamos a Cristo? Nos pregunta Pasolini y su mirada se centra en un mundo de silencios, de parajes pobres y de hombres que parecen mirar al vacío, hechos del barro y de la nada, no están muy lejos, cree Pasolini, de nuestros hombres actuales, cosificados por el mundo de la economía globalizadora, que ya, en los sesenta, empezaba a asolar el mundo.
Como dice muy bien Silvestra Mariniello en su estudio de Pasolini, "Cristo no es el héroe, no es el protagonista, no es el origen que las instituciones han querido construir, sino más bien el médium de un discurso que inscribe el presente en el pasado" (p. 226, Cátedra, 1999).
Pasolini denuncia el mundo moderno a través de un hecho bíblico, la famosa disertación de Jesús contra los letrados y fariseos, denuncia de los hombres que ya han vendido su moral, tan cerca de nuestro tiempo, cree el director italiano. Nunca la cámara, en la secuencia en que Jesús hace la disertación, la cámara se acerca a él, porque solo es un médium, sino que la mirada de Pasolini se centra en otros rostros, en el campo, en la ciudad que se ve de lejos. Hay una gran longitud de campo en esta secuencia, porque en ella Pasolini critica todo lo que le rodea, como si fuese el alter ego de Jesús, hombre crucificado en un mundo que no le entiende.
Además Pasolini, en su afán universal, contrata a actores de color, para completar esa visión insólita del Nuevo Testamento, donde se une la cultura negra con la blanca, oriente con occidente. Y para ello introduce, en este collage inmenso, que pretende ser la película, la música de Bach con los cantos espirituales negros, con la música cantada congoleña, etc.
En definitiva, el director no entiende la película como un tiempo histórico cerrado, sino como un espacio que se abre a muchos otros y que es parte también de nuestro tiempo, el cual es objeto de crítica por la deshumanización que el mundo nos va dejando.
Hago un salto, para no extenderme en todas sus películas, lo cual llevaría a un estudio de mucha hondura, para comentar la visión que tiene Pasolini de dos tragedias griegas, Edipo y Medea.
En Edipo, el hijo de la fortuna (1967), Pasolini se centra en la idea del amor hacia la madre, ya presente en Mamma Roma y el odio al padre. Basada en la tragedia de Sófocles, la película impacta con sus imágenes oníricas, con su visión desgarrada de un mundo (el nuestro que converge con el de la antigüedad griega) que se descompone, que ya ha pervertido todos sus horizontes.
De nuevo, Edipo (Franco Citti, un actor habitual de Pasolini, realmente impresionante), es el médium, como Jesús, que establece la conexión entre el marxismo pasoliniano y el psicoanálisis de Freud. La política y la ciencia entran en contacto en esta película desgarradora.
También Medea (1969) nos ofrece una visión de la sociedad, en este caso, desde el plano de la homosexualidad de Medea (donde Pasolini exorciza su propio complejo homosexual que le llevó a las citas clandestinas y a frecuentar la prostitución de chicos jóvenes, lo que le condujo a su dramático final). Aunque Medea es el conflicto entre el hijo y la madre, Pasolini plasma el deseo en todos los cuerpos que aparecen semidesnudos en la película. Por poner un ejemplo, el juego de miradas entre Jasón (hijo de Medea) y Apasirto es más intenso que el que se procesan la madre con el hijo en todos los momentos de la película.
Hay, sin duda alguna, una aproximación mayor por los cuerpos masculinos que por los femeninos, lo que va en consonancia a la homosexualidad del director, muy lejos de otras películas italianas, de Fellini o Ferreri, por ejemplo, donde la mujer es siempre el objeto de deseo y las escenas eróticas siempre se centran en ellas.

Saló o Los ciento veinte días de Sodoma: una metáfora del poder

La película generó una gran polémica,  porque utilizaba el sexo explícito, en escenas muy duras de abuso de poder, de sadomasoquismo, incluso. La historia se centra en la novela de Sade, donde un grupo de personas son secuestradas en una villa, donde los carceleros pueden abusar de sus víctimas en todo momento, lo que suscita a nuestra mente una clara analogía con los sistemas de represión actuales, tan duros como el que se ha llevado a cabo en Guantánamo. Esta película la dirigió en 1975.
La historia sigue el curso de una trayectoria por el infierno, siguiendo a Dante, hay un Anteinfierno y tres círculos: el de las manías, el de la mierda y el de la sangre. En cada uno de ellos se rebela un mundo de aberraciones tales como el caminar como perros desnudos mientras los señores de la villa les lanzan sobras de comida, en el primer círculo. En el segundo, las víctimas son obligadas a comer sus propios excrementos, en el tercero, tras obligar a las víctimas a delatase entre ellas, a través de varias torturas, someten a los supervivientes a continuas  vejaciones sexuales y a orgías de diferente tipo.
Película que causó honda polémica y que aparta a Pasolini del cine poético anterior, para centrarse en lo escatológico. El 9 de noviembre de 1975, la censura prohibió la película por obscena, aunque al final se proyectó en Milán durante tres días el 10 de enero de 1976. Se inició luego un largo proceso contra el productor Grimaldi por financiar la película.
Pasolini  defendió la película porque refleja la barbarie del mundo, conformado con el abuso de poder y la impunidad de los poderosos sobre los débiles, de los países ricos sobre los pobres. Como denuncia, la película sigue resultando un documento válido, aunque no apto para todos los gustos, como podemos suponer.

Pasolini y la literatura- sus últimas películas

Concluye la mirada al cine de Pasolini con películas emblemáticas como Teorema (1968), donde Terence Stamp y Silvana Mangano hilvanan una historia poética donde los seres se miran, se contemplan, inician la aventura de los gestos, para dejarnos una enigmática película que merece ser destacada, porque se aleja del sexo explícito y se acerca de nuevo al poema, como medio artístico de transmisión de conocimiento.
Pero sus últimas películas son la llamada la Trilogía: Decameron (1971), siguiendo a Bocaccio, Los cuentos de Canterbury (1972), siguiendo a Chaucer y Las mil y una noches (1973), famoso cuentos orientales, donde Pasolini deja caer las riendas de su fantasía, para hacer dos películas de gran interés por las metáforas que llevan dentro de sí.
Lo importante de las tres películas es la fisicidad como deseo de denuncia de una sociedad marcada por la televisión y la irrealidad, lo relevante es el deseo de transmitirnos aquello que está unido al hombre, los cuerpos, los gestos, el erotismo, las miradas, todo aquello que no tiene que ver con la industria y el consumo. Pasolini quiere restituir el lenguaje de los cuerpos en una sociedad aséptica que ha perdido la capacidad de ver la intimidad, de tener el contacto con los demás, en una sociedad que se deshumaniza cada día más.

Pasolini: un poeta de nuestro tiempo

Concluyo con la afirmación que he sostenido en este estudio, Pasolini filma como si acariciase los cuerpos, como si las miradas de los seres que contemplan fuesen edénicas, como si, por primera vez, el lenguaje fuese revelado.
Por ello, su Jesucristo es un médium que nos habla de la denuncia a nuestro tiempo, por ello, Accatone es un hombre primitivo, porque no conoce el poder (bueno y malo) de la cultura, por ello, Edipo y Medea son seres que se centran en lo físico, porque no viven la ambición y el poder de los personajes shakespearianos. Y, naturalmente, la denuncia aguerrida y abrupta a un mundo terrible que lo convierte en un precursor, como en la dura Saló o los ciento veinte días de Sodoma, donde el abuso del poder y la tortura ya nos hablan de una sociedad enferma, tan parecida a la actual.
Pasolini no nos deja indiferentes, porque fue también poeta y novelista, todo vivido intensamente, en la línea de Fassbinder, hombres complejos que amaron la vida sin límite y que sufrieron, por ello, la alegría y el dolor más grande, hombres trágicos, al fin y al cabo.

Filmografía esencial:

Accatone (1961), Mamma Roma (1962), La Ricotta (1963), La Rabbia (1963), El Evangelio según San Mateo (1964), Pajaritos y pajarracos (1965), Edipo Re (1967), Teorema (1968), Porcile (1968-69), Medea (1969), El Decamerón (1971), Los Cuentos de Canterbury (1972), Las mil y una noches (1973), Salò o los ciento veinte días de Sodoma (1975).

La Dolce Vita: la obra maestra de Federico Fellini


En la historia del cine, hemos tenido la oportunidad de presenciar muchas fiestas, porque en grandes películas, muchas de las que se han ambientado en el mundo del séptimo arte, han aparecido fiestas glamurosas, donde los protagonistas han dado rienda suelta a sus excesos, como en la película de James Ivory Fiesta salvaje (1975), la cual cuenta una de aquellas bacanales del Hollywood de los años veinte, con Raquel Welch y James Coco, entre otros actores. Pero no hay que olvidar otro tipo de fiesta, la que dio título a una película de 1957 y dirigida por Henry King, basada en la novela de Ernest Hemingway, Fiesta, rodada por un elenco de actores de primera, Ava Gardner, Errol Flynn,, Mel Ferrer, Tyrone Power, rodada en Pamplona, lo que ya nos dice cuál era el argumento de la cinta. Tampoco quiero dejar de mencionar la fiesta en la playa de la inolvidable Picnic (1955) de Joshua Logan, con una pareja única: William Holden y la guapísima Kim Novak.
Pero si hay una película donde la fiesta es un espacio de goce para los personajes, donde la vida transcurre en continua ociosidad es, sin duda alguna, La Dolce Vita, famosa película de Federico Fellini, rodada en 1960, en la maravillosa Roma, una ciudad que cobra relevancia porque combina a la perfección su espíritu clásico y el mundo moderno, como si la ciudad eterna viviese la vorágine del cine, de ese arte que ya no tiene rival, pese a la mirada atenta de las estatuas, envidiosas de la belleza sin igual de Anita Ekberg.
La película consta de varios episodios, no muy relacionados entre sí, pero donde cobran relevancia los paparazzis que persiguen a las estrellas de cine. Fellini ya pone sobre la mesa un tema que cobrará luego un aspecto opresivo, el de la persecución del famoso, la búsqueda y captura de la foto clandestina, aquella que pueda venderse a cualquier precio.
El actor fetiche de Fellini, Marcello Mastrioanni, se convierte aquí en el alter ego del director, el personaje que interviene como médium para relacionar las historias, un hombre despegado de todo, que pasea su apostura y su galanura por la pantalla, como si fuese una estatua romana que cobrará vida, un ser que vive su realidad como una máscara en el festival de imágenes que la película nos proporciona. Marcello (el mismo nombre tiene el personaje en la película) está en la cama con Emma cuando recibe la llamada de alguien que le hace ponerse en marcha, va a un lugar y allí vemos el cuerpo sin vida de un hombre, Steiner, (interpretado por Alain Cuny), también yacen los cuerpos de los niños, al llegar la esposa del fallecido, los fotógrafos la acosan, en un espectáculo que ya nos adentra en la violación de la intimidad y que tanto sentido grotesco ha cobrado en nuestros días.
La importancia de las fiestas se hace fundamental en la película, porque reflejan el mundo del ocio de esos seres decadentes que ya no representan más que el vacío existencial de una clase alta, sin esperanzas y sin futuro. La película nos remonta a la fiesta en casa de Steiner, donde vemos a Marcello y Emma, su novia, como seres que envidian la opulencia de esa vida, pero que intuyen que solo esconde el vacío existencial que cité antes. La prueba está en la conversación de Steiner con Marcello donde aquél le confiesa a este último su decepción ante la vida, harto de la vida aburrida y opulenta en la que vive, donde todo está previsto. La fiesta es un claro retrato de un mundo mecanizado, seres que han hecho de la rutina del ocio un modus vivendi, aparecen ruidos, escenas rápidas que enfocan a los rostros de los invitados, música estruendosa.
La segunda fiesta que da sentido a la película es la que celebra Sylvia (Anita Ekberg), donde podemos ver el triunfo de la diosa, de la mujer que todo lo puede, se celebra en un entorno cavernoso, poco iluminado. Marcello aparece también, como médium, el Caronte que lleva en su mirada la barca en este descenso a los infiernos (clara metáfora de la sociedad opulenta y vacía) de la ciudad de Roma y de sus habitantes privilegiados, distantes de la miseria de muchos barrios de la ciudad. Marcello quiere a Sylvia, se lo dice, le ofrece su entrega de amante, la considera todo, madre, amante, amiga, mientras ella ríe con el vacío en la mirada, porque solo es una estatua de sal, una figura exenta de vida, un cuerpo, hermoso, entregado al ocio para siempre. Al final, vemos la voz de Adriano Celentano y vemos a Frankie, otro de los invitados, bailando con Sylvia, porque el baile exorciza los demonios del vacío y del aburrimiento en el que viven.
La tercera fiesta nos introduce en un ambiente aristocrático donde Marcello es invitado, de nuevo, por Nicole, una mujer snob e insufrible, que volverá a aparecer en su celebrada Otto e mezzo. Marcello vive esta fiesta como un descenso al mundo gótico, a los cuentos de Allan Poe, ya que en la casa vemos retratos de mujeres de otro tiempo, todas iguales, bellas pero vacías, Maddalena (Anouk Aimee) introduce al galán en esas salas, para contemplar un mundo en decadencia, que nos recuerda (como un guiño de Fellini) las películas  viscontinianas.
La cuarta fiesta nos presenta el ambiente opresivo de un mundo de ocio y desenfreno, varios hombres conducen un coche y entran en la villa con el mismo, abriendo las puertas a la vez que el coche sigue marcando su velocidad, en una clara analogía a la violación, como si la presencia de aquellos tipos fuese la conciencia del vacío y de la nada en un ambiente que no debe ser profanado. Es, sin duda alguna, la fiesta más felliniana, porque expresa el esperpento de una sociedad en descomposición: hay travestis, prostitutas, actores. Es la fiesta de una divorciada que se desnuda, mientras los personajes, ya borrachos, van increpando para que siga el espectáculo.
Marcello se ríe de una joven provinciana, a la que obliga a ponerse a cuatro patas, la cabalga y la hace cacarear, en una demostración del exceso de estos personajes vacíos en su interior. La escena final de esta cuarta fiesta nos obliga a contemplar los hombres y mujeres que salen como muertos vivientes, como si nunca hubiesen existido, mientras Marcello (el barquero de esta historia esperpéntica) va arrojando plumas de un almohadón, a modo de confeti, como si lo hermoso de un enlace nupcial quedara en ese aroma a alcohol y a desprecio por la vida, a esa sensación de hallarse en un sendero fantasmagórico, muy bien rodado por Fellini, donde la presencia del nuevo día es la constatación de un mundo que se repite para siempre, que nunca va a cambiar.
Las mujeres en la película tienen una función catártica, porque, todas ellas, descubren sus máscaras, Maddalena (una mujer aristocrática y vacía) es la mujer que introduce al hombre sin rostro (Marcello) en otro tiempo, Sylvia es la mujer frívola, que se pasea como una diosa al salir de la Fontana de Trevi, en la famosa escena que todos recordamos, Emma, su novia, es la vida, la única luz que se puede ver de algo humano, porque respira y siente al lado de la efigie de su galán.
Tampoco los espacios tienen vida, la casa de Marcello y Emma es un piso vacío, moderno, con muebles, pero sin un toque de personalidad, tampoco los lugares donde han transcurrido las fiestas denotan un latido de humanidad, son simplemente espacios, lugares donde burlar a la existencia inútil de sus personajes.
Al final, después de una discusión en el coche, Marcello vuelve con Emma, porque necesita su cuerpo y su voz para ser persona, solo ella irradia luz en el vacío inmenso de esta película felliniana.
La Dolce Vita es la vida que se nos escapa, la fiesta continua, en un mundo donde nada hace presagiar un futuro o un pasado, un escenario donde, como ocurre en los ambientes de otras de sus películas (Roma, El satyricon, Casanova), los seres humanos ya no existen, solo son figuras grotescas que simulan un hálito de humanidad que Fellini, con su maestría, logra desentrañar. La Dolce Vita queda en nuestra retina por radiografiar un mundo que hoy, lamentablemente, está tan de moda, en el triste espectáculo de nuestra cada vez más degradada televisión. Todo un precursor el gran Fellini.

El Inocente: el testamento fílmico  de Luchino Visconti

A lo largo de la historia del cine, ha habido muchos inocentes, desde aquellos que eran explotados por el señorito y el antiguo caciquismo en la adaptación de la famosa novela de Miguel Delibes que realizó Mario Camus en 1984, Los santos inocentes, con un reparto de lujo, Landa, Rabal, Terele Pávez o Juan Diego, entre otros, hasta los niños inocentes, solo en apariencia, de la película de Jack Clayton de 1961, con Deborah Kerr (la primera que encarnó el papel de institutriz, luego lo haría Nicole Kidman, en la película de Amenábar, Los otros (1961), como todos recordáis), basada en la novela de Henry James, Otra vuelta de tuerca. Curiosamente, el título original de la película de Clayton era The Innocents, aunque aquí se tituló, Suspense. Ha habido tantos inocentes en la historia del cine que ahora me viene a la memoria la sonrisa de James Stewart, al final de Qué bello es vivir (1946) de Frank Capra, la historia de un hombre bondadoso que está a punto de perderlo todo.
Pero he elegido una película que me gustó especialmente y que representa el testamento fílmico de Luchino Visconti, me refiero a El inocente (1976), su última película. Si el cine del magistral director italiano es todo un homenaje a un tiempo que se acaba, a una forma de vida que se marcha para siempre, recordemos la mirada del príncipe de Salina (genial Burt Lancaster) en El gatopardo (1963), entre otras grandes cintas de Visconti, en esta película, la recreación detallada y minuciosa de otra época es absolutamente impecable (en la línea de Senso (1954) o Muerte en Venecia (1971), dos de mis películas favoritas del director italiano, junto a la que comento y El gatopardo).
La historia nos cuenta la vida de una pareja, Tullio Hermil (Giancarlo Giannini, magistral), y su esposa, Giuliana (Laura Antonelli, una de las actrices más sensuales del cine italiano de los años setenta), ambos llevan una vida licenciosa, sobre todo, Tullio, quien  mantiene relaciones con la condesa Teresa Raffo (la olvidada Jennifer O´Neill, aquí inolvidable en su porte elegante), una joven y atractiva viuda que es amante de Tullio, tanto es así que el director nos ofrece repetidas imágenes de los dos en el lecho, hablando, como si Teresa fuese también la confesora de un hombre atormentado e insatisfecho como Tullio. Éste hace partícipe de sus intenciones a su mujer, manifestado que ya no la ama, aunque siente por ella cariño y estima. El mismo  día en que la pareja adúltera inicia el viaje, llega el hermano de Tullio, Federico, con permiso de la academia militar. Aquel pide a éste que cuide de su esposa en su ausencia, pero Giuliana, conoce, gracias a Federico, al escritor Filippo d´Arborio (Marc Porel), con el que inicia una relación, hasta el punto de quedarse embarazada de él. Tullio se siente más atraído por su esposa a la vuelta de Venecia al ver que la corteja Filippo, pero desconoce el grado de confianza al que han llegado. Cuando conoce el embarazo de su mujer y sabe que ese hijo no es suyo, le pide que se deshaga de él, pero Giuliana no quiere. En una ocasión, en vísperas de Navidad, Tullio le pide a la nodriza que quiere estar con el niño, Giuliana ha salido, la mujer le da permiso y Tullio, enfermo y obsesionado con ese hijo, fruto del adulterio de su mujer, le pone a la intemperie, muriendo poco después. Al final, Tullio, atormentado por la culpa, se suicida en presencia de su amante, Teresa Raffo.
La polémica llegó para Visconti por adaptar la historia de un escritor de pasado maldito (basada en una novela de D´Annunzio, un escritor decadentista, muy querido por el fascismo italiano por las simpatías que aquel tuvo por la ideología fascista), lo que llevó al director a justificar su película alabando la prosa del escritor pero repudiando la ideología que sostuvo en sus escritos críticos. Pero Visconti, como en otras de sus películas, buscaba la idea del inocente, alguien que no estuviera mancillado por la culpa, ya que los personajes adultos usaban la doble moral, la hipocresía en sus acciones. Por ello, el inocente es el niño, fruto de la culpa, un ser que es condenado nada más nacer por un hombre atormentado, que lo tiene todo, pero no tiene nada. Recordemos que en Muerte en Venecia (basada en la gran novela de Mann, La muerte en Venecia), el personaje del inocente es Tadzio, un joven polaco, del que se enamora Ashenbach, el ilustre compositor (novelista en la obra de Mann), pero la inocencia es falsa, porque este personaje conduce al músico a un camino fatal, que acaba en la muerte. El poder metafórico de este inocente nada tiene que ver con el niño que tiene Giulana, pero ambos son el resultado de una culpa, la de la infidelidad de Giuliana, consecuencia de los adulterios de Tullio y el de Muerte en Venecia de la culpa de un hombre que no puede reconocer la dimensión de una pasión homosexual.
La atracción de Visconti por D´Annunzio viene con la presencia continua de escenarios lujosos, ya que El inocente es una de las películas más barrocas y ornamentales del director italiano. La presencia continua de cortinas, alfombras, mármoles y dorados, ahogan a veces la película, pero su función es la de presentar un mundo ocioso y decadente: la suntuosidad de las habitaciones de Teresa Raffo, los trajes negros de los protagonistas en la muerte del niño, los sombreros y los velos opacos de Giuliana con los que cubre el rostro son, como detalle curioso, una clara inspiración de los que usaba la amante de D´Annunzio, Eleonora Duse. Son también metáfora de una mujer que se esconde por fuera, como muchas mujeres de la antigua Italia, donde el hombre, su machismo, pesa sobre ellas, educadas para ser madres o esposas.
La película tiene dos espacios bien diferenciados, la sala de esgrima donde Tullio practica el deporte con sus posibles rivales amorosos, demostrando su alto sentido del machismo, y la alcoba, vemos escenas donde charla con su amante, parece más una confidente que una persona a la que ama, pero también vemos al Don Juan romano buscando sexualmente a su mujer, la inolvidable Laura Antonelli, la cual demuestra su enorme potencial sensual en esta y otras películas de la época, pero con la mirada de Visconti, la sensualidad de la actriz siempre es vista con decoro y con clasicismo, lo que no ocurrió en otras películas de esta olvidada actriz italiana.
Una escena muy interesante es la que ocurre en la ducha, después del esgrima, cuando contempla al hombre que ha estado con su mujer, donde Tullio admira a su oponente y lo imagina en los brazos de su mujer, también el cuerpo de Giuliana, en la inolvidable escena de Villa Lila, cuando él le reprocha a ella que nunca ha sido su amante, porque nunca se ha ofrecido a él en cuerpo y alma. Vemos el cuerpo, de nuevo, de la Antonelli y sabemos que nadie ha traspasado el umbral del amor, que es un cuerpo al que nadie ha accedido en su plenitud, ni Tullio, ni Filippo.
Visconti fue rodando la película, ya enfermo, mientras muchos admiradores se acercaban a rendirle pleitesía, porque el maestro representaba la historia del cine italiano, ya que todo su cine abarca un tiempo ido, la recreación de todo un mundo fastuoso que se ha ido para siempre. La imagen del inocente, el niño recién nacido, expuesto en la ventana, al frío de diciembre, nos sobrecoge, porque vemos en la mirada de Tullio a un hombre atormentado, insatisfecho, que lo ha tenido todo, pero no ha disfrutado de nada, ni de las mujeres ni de la riqueza de su posición.
La muerte de Tullio es la de un testamento cinematográfico que pesa en nuestra mirada, la última de un corolario de muertes escénicas  (ya que el cine de Visconti siempre fue muy teatral), donde nos llega las imágenes del gran Dirk Bogarde (Ashenbach en Muerte en Venecia), la de Frank Mahler, en la inolvidable Ludwig (1972), otro fresco portentoso, el príncipe de Salina en El gatopardo o la del profesor en Confidencias (1974), otra película de gran hondura del último Visconti.
La música de Chopin, de Mozart o Litsz acompañan esta película, donde Visconti filma la culpa de un hombre atormentado por la vida, un hombre que vierte en un inocente, un recién nacido, todo su desprecio por su condición humana. Por ello, el crimen es mayor, no podemos exculpar a Tullio (Giannini en un estupendo trabajo), porque ha cometido el mayor de los pecados, matar a un inocente, es un nuevo Herodes en este testamento maravilloso de un director inolvidable, el gran Visconti.

Tres grandes maestros del cine italiano

Por la fuerza de sus imágenes, el cine de Fellini sigue presente en todos nosotros, por el temperamento y el refinado estilo de su mundo visual, el cine de Visconti pertenece ya al que representa las mejores obras del cine mundial y, sin duda, Passolini, es el director que rompe, el hombre que hizo de la poesía una forma de ver y hacer cine, que hizo del lenguaje cinematográfico un testimonio de lucidez y de reflexión intelectual, tres grandes maestros del cine italiano, muy distintos, pero de indudable trayectoria, en muchas obras magistrales que no debemos olvidar.

Pedro García Cueto
Pier Paolo Pasolini
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Federico Fellini
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Luchino Visconti
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