El nacimiento de Ingmar Bergman ya comenzó con el sino de la tragedia, porque la vida de Bergman fue una introspección sobre nuestro destino trágico, el trayecto vital como un vía crucis que debe ser recorrido, cuyo final siempre es la muerte. La madre de Bergman había contraído la gripe española (como la llamaban entonces), tras nacer el bebé, malnutrido por la imposibilidad de la madre de amamantarlo. Bergman creció en un ambiente autoritario, su padre era un hombre brutal, luterano, que infringía su educación rígida a sus hijos. La falta de alegría en la familia va a hacer mella en la mirada del futuro director, un hombre introvertido, que plasma en su cine el dolor y la incomunicación de la vida, reflejo de los años en que sufrió esa humillación en su núcleo familiar. Para combatir ese proceso de indiferencia que lo rodeaba, Ingmar inventa, con su imaginación, un mundo paralelo que le sirva para vencer el horror que lo rodea. El descubrimiento de un proyector de cine supone para Ingmar un tesoro, porque representa una huida de la realidad, un escape hacia un mundo mejor. El proyector era de su hermano y el futuro director cambió toda su colección de soldados a su hermano mayor. Ingmar no podrá evitar quedar marcado por el ambiente opresivo de la casa, por la educación estrictamente religiosa, porque en su cine plasma una clara afición a lo macabro, la crudeza de muchas de las visiones de sus películas y el sentido del humor, asociado a lo irrisorio y lo grotesco. Bergman necesita salir de la casa, donde se ha fraguado su honda decepción vital y se marcha a los diecinueve años, emprendiendo una carrera artística. Lo hace desde la dirección teatral, porque el teatro (desde un teatro de marionetas con el que jugó de niño) es fascinación para él. El cine apareció en su camino en 1942, cuando Ingmar tiene veinticuatro años y una reputación prometedora en el teatro. Con motivo de una de sus obras teatrales, conoce a Stina, la responsable del departamento de adaptaciones de Svensk Filmindustri, dirigido por Carl Anders Dymling. Stina lo incorpora al equipo de guionistas de la prestigiosa productora fundada en 1919. Fue en 1946 cuando Bergman hizo su primera película, adaptación de una obra de teatro, Crisis, un melodrama en el que una joven provinciana criada de una madre adoptiva buena y piadosa se enfrenta al retorno de la madre biológica. La madre llega acompañada de un actor mediocre y extravagante, su amante, que seduce a la joven y la aparta del pretendiente de aquella que acaba suicidándose (ya aparece un tema clave en esta primera película, el suicidio como opción vital). Ya puede apreciarse en esta película dos contrastes fundamentales: las escenas de día donde vemos una naturaleza luminosa, en contraste con los claroscuros de la capital, donde vemos la oscuridad de algunos escenarios, presididos por todo lo postizo y lo falso de la vida (maquillajes, espejos, baratijas, que se hallan en el salón de belleza de la madre). Lo que sí aparece claramente es el mundo de la falsa moral, son personajes cínicos, que mienten continuamente, porque así entienden la vida. Ya introduce Bergman una mirada de entomólogo, un juicio sobre los personajes, a los que disecciona (será fundamental el poder de la mirada en sus películas posteriores) profundamente. En Barco a la India (1947), ya introduce el espectro del infanticidio, el universo del cabaret donde se reflejan sombras y luces (el claroscuro, como en los buenos pintores tenebristas está siempre presente en su cine). Pero el director, motivado por una apertura al espacio natural, rueda Ciudad portuaria (1948), donde ya aparecen espacios abiertos y escenarios naturales. Pero es Un verano con Mónica (1952) donde Bergman logra ya exponer sus verdaderos temas de fondo: el deseo, el dolor, el amor como decepción, la incomunicación vital. La película transcurre en una isla donde Mónica y Harry, dos jóvenes sin dinero abandonan la ciudad para vivir durante un verano su pasión en una isla del Archipiélago de Estocolmo. Al volver a casa, poco queda de ese amor, Mónica está embarazada, se casa con Harry y tienen un hijo, Mónica lo abandona porque se da cuenta del fracaso de su relación amorosa, sublimada en la isla, infernal, pura mediocridad, sin lazos que sustenten la convivencia, en la ciudad. La elección de Harriet Anderson como protagonista supuso un romance importante para Bergman, hombre enamorado en sucesivas ocasiones de sus actrices. La mirada exuberante de esta mujer no es afín a un mundo de rutina, por ello, todo fracasa, es una mujer del pecado, una Eva plena de voluptuosidad. La película suscitó interés, pero también críticas acérrimas, porque una generación de críticos no entendía la forma en que Bergman enfocaba sus historias, como si mirase con una lupa a los personajes, como si fuesen objeto de una lenta (la morosidad de sus películas fue otra crítica habitual) disección. Pero ya deja huella la exuberancia de Harriet Anderson, su ropa interior blanca, sus muslos desnudos, su pecho), lo que nos recuerda a otras musas del cine de la misma época, como Silvana Mangano en Arroz amargo o Ingrid Bergman en Stromboli. Concretamente, con esta última película se ha establecido comparación por presentar al paisaje con todo detenimiento, como hizo Rossellini en la famosa película, cénit del Neorrealismo italiano.
Pedro García Cueto
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Ingmar Bergman

Barco a la India

Un verano con Monika

Ciudad portuaria
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