La nueva cinematografía europea ha aceptado el desafío que presupone abordar, exponer y denunciar los males que aquejan al continente y, por extensión, al resto del mundo. Las maquinaciones del poder para doblegar a quienes se oponen a sus designios; el racismo, clasismo e hipocresía de quienes se hallan en la cima de la pirámide social; las trabas interpuestas por los culpables para ocultar las infamias y la violencia contra el otro; la importancia de recuperar la memoria histórica para hacerle justicia a quienes fueron vilmente asesinados; los miedos íntimos a aceptarse a sí mismos de quienes nunca han tenido nada y sus luchas para ser reconocidos por una sociedad xenofóbica, sexista, machista y homofóbica, son algunos de los temas recientemente abordados por una serie de películas que se hallan hoy en primera línea de fuego. "The Bookshop", de la española Isabel Coixet, centra la acción en torno al poder de la palabra escrita para subvertir la realidad circundante; algo que en la actualidad pareciera haberse esfumado, en aras de otras formas de comunicación mucho más masivas y, por ende, mucho menos íntimas y personales. Filmada en un pequeño pueblo costero del condado de Suffolk, la película recoge los pormenores de una joven viuda de guerra en los años cincuenta, y su deseo de abrir una librería allí, donde no existe una manifiesta tradición de lectura. Florence (Emily Mortimer) llega al lugar ilusionada con la idea, pero pronto se dará cuenta de los obstáculos interpuestos en su camino por una poderosa terrateniente de la zona para quitarle la propiedad y transformarla en un centro de las artes donde ella pueda seguir ejerciendo su dominio. En la dirección de Coixet, la sutilidad de las componendas contra Florence, aprovecha al máximo el autocontrol de los que cada protagonista hace gala, para hacer mucho más destructiva la venganza. Ello, enmarcado por una ajustada cinematografía donde la agresividad interiorizada del paisaje puntea la de los caracteres que, en close-up o en plano medio, exponen la pequeñez de sus sentimientos. Únicamente Mr. Brundish (Bill Nighy), un reservado lector infatuado por Florence, y Christine (Honor Kneafsey), una precoz niña quien la ayuda a organizar la librería, se solidarizarán con la heroína, haciendo menos árida su existencia. Coixet, quien ha sido repetidamente tildada de "fascista" por no alinearse con el independentismo catalán, conoce en carne propia las consecuencias de las intransigencias e iniquidades de quienes creen poseer la verdad y no vacilan a la hora de imponer su estrechez de miras, aun cuando ello perjudique y escinda al resto de la sociedad. En sus palabras: "Siempre me ha fascinado la banalidad de lo diabólico. Por qué alguien quiere arruinarle la vida a otro". Fundamentado en la novela homónima de Penelope Fitzgerald, el film de Isabel Coixet logra llegar al fondo de tal aseveración, espejeando los laberintos de la conciencia, que el texto igualmente afronta con sensibilidad e inteligencia; con lo cual ambas obras dialogan y triunfan sobre las miserias humanas, exponiéndolas pero sin restregarlas sobre el lector-espectador, quien observa cómo se iluminan las zonas oscuras del ser sin que la película pierda un ápice de su poesía. Otra película donde lo literario forma parte integral de la diégesis ha sido "El autor", del también español Manuel Martín Cuenca. Aquí Álvaro (Javier Gutiérrez), deja su trabajo para dedicarse a escribir una "gran novela", quizás para opacar a la exmujer, quien se encuentra en la cima de la fama al haber escrito un best-seller de dudosa calidad literaria. Con ironía y acidez, el director pone a funcionar la trama, desde el modo como Álvaro manipula a los vecinos del edificio donde vive a fin de transformarlos en personajes de su magna obra. Basada en la novela de Javier Cercas, "El móvil", este film recoge las preocupaciones del autor novel en su intento por abrirse paso por los intrincados vericuetos del mundo editorial. Frustración con el manejo de los talleres literarios, entrevistas con autores más sortarios, gimnasias mentales diversas, encuentros y desencuentros con los futuros personajes mueven la ambición de Álvaro quien, cual es de suponer, será víctima de sus propios fantasmas interiores. El fracaso, sin embargo, no destruirá su optimismo, renaciendo el autor de las cenizas para seguir adelante con la escritura. Filmada en Sevilla, la película aprovecha las panorámicas de la ciudad y los escenarios naturales, contraponiendo esos espacios abiertos con el claustrofóbico ambiente del edificio y sus peculiares habitantes. Una pareja de inmigrantes mexicanos, un oficial franquista retirado, una portera inmiscuyéndose en las existencias de la vecindad son algunos de los caracteres que Álvaro transcribirá en las páginas del texto, al tiempo que se involucra más de la cuenta con algunos de ellos hasta labrar su propia caída. La influencia de series televisivas como "Aquí no hay quien viva" (2003-2006) y "La que se avecina" (2007-2010), y de películas como "La comunidad" (2000) de Álex de la Iglesia, se hace presente en "El autor" desde los cómicos gags, enredos entre vecinos y el humor negro intrínsecos a la idiosincrasia ibérica. Un ágil trabajo de cámara completa esta producción, a la vanguardia del cine español de hoy. "La higuera de los bastardos", también de una directora española, Ana Murugarren, abordó el espinoso asunto de la recuperación de la memoria histórica de la Guerra Civil y el franquismo por las nuevas generaciones, abocadas a darle voz a los desmanes de la conflagración y la dictadura que por décadas habían quedado relegados al desván del olvido. El asesinato de un padre y su hijo de dieciséis años a manos de los falangistas durante los primeros años del franquismo, será el móvil que le permitió a la realizadora elaborar un film de gran intensidad donde, mediante un fino sentido del humor, los temas tabú de la sociedad española con respecto a su pasado quedaron expuestos. Aquí Rogelio (Karra Elejalde), el ejecutor del crimen, queda hechizado por la severa mirada del hijo menor del asesinado y decide consagrar el resto de su existencia a guardar la memoria de aquel macabro hecho. Sobre la tumba de los finados, Rogelio sembrará una higuera que, con el paso de los años, atraerá hasta el lugar a numerosos peregrinos en busca de paz y sosiego. Convertido en un ermitaño, el protagonista será la alegoría de un pasado molesto para los culpables, quienes utilizarán toda la influencia a su alcance para borrarlo. El hiperreal de la fotografía evocó un mundo paralelo en el cual lo mágico igualmente encontró su lugar, a la manera de otro film similar, "El laberinto del fauno" (2006) de Guillermo del Toro. Pero en la película de Murugarren esta certeza tuvo visos mucho más críticos, pues incluyó a todos los sectores de la sociedad de postguerra hablándonos desde el horror y el error que, sin embargo, no podría ser reparado. "Una higuera sería un recordatorio eterno. La gente debe olvidar todo lo que está pasando ahora, y con esa higuera no se olvidaría de ti, de mí y de todos nosotros", nos confía en tal sentido uno de los personajes de la novela "La higuera" de Ramiro Pinilla, que sirve de sustrato a la película. Otros sedimentos, bajo los cuales descansan tantos cuerpos anónimos o, como en el caso de Federico García Lorca, desaparecidos sin dejar rastro, cual víctimas de los odios entre habitantes de la misma tierra, fueron aquí recuperados con pasión y compasión, pero sin dejar que el melodrama anegase la pantalla. De hecho, en la cámara de esta directora, los ajustados encuadres se convirtieron en fotografías indelebles de un tiempo nunca esfumado sino volviendo, como las tormentas más feroces, para arrasar con todo. En sus palabras: "Este film, inclasificable en el buen sentido de la palabra, es un torrente que mezcla drama con comedia negra surrealista, aportando una humanidad y fuerza a los personajes que no deja a la gente indiferente". Otra película que igualmente ha sacudido al espectador con lo descarnado de su mensaje ha sido "The Square", del cineasta sueco Ruben Ostlun, donde la brecha entre la clase educada y el resto, se hizo mucho más profunda desde la sátira con que el director expone las miserias de quienes detentan el poder, en este caso cultural, de la mano de Christian (Claes Bang), curador en jefe del Museo Real de Estocolmo. Su actitud sexista hacia una periodista norteamericana, interpretada con gusto por Elizabeth Moss, y las humillantes maquinaciones para recuperar su teléfono móvil, unos gemelos y la cartera que le habían sido hurtados, rebajándose al nivel de los ladronzuelos mismos, fueron agudamente exploradas, a la vez que enfrentaron al espectador con sus particulares reacciones ante situaciones cotidianas en las cuales podría fácilmente verse igualmente envuelto. El hecho que "The Square" fuera también la instalación de una artista argentina, ubicada a la entrada del museo, y donde quienes se acercaran a ella tuviesen la obligación de ayudar al prójimo, hizo más irónico el mensaje, pues nos hicieron reflexionar acerca de la hipocresía del colectivo, incluyendo los curadores mismos, al momento de involucrarse honestamente con el otro, ya fuera el sin hogar, el desempleado o el inmigrante. Un ágil trabajo de cámara, donde destacaron las panorámicas de las instalaciones museísticas y los planos picados de calles, casas, garajes y edificaciones de interés social permitieron que la ciudad entrara como un protagonista más en la diégesis, exponiendo los fallos de una de las sociedades más desarrolladas del mundo. Ello, no obstante, sin caer en lo panfletario ni en el exceso gratuito, sino extrayendo más bien lo rescatable de la naturaleza humana, a fin de permitir que el protagonista se redimiera, una vez expiadas sus culpas. La alienación contemporánea como consecuencia de la híper-tecnología, que en el presente siglo ha penetrado los espacios más íntimos de la existencia, llevando a la gente a vivir en un perenne "reality show", constituyó el trasfondo del argumento, pues expuso la inadecuación de quienes deberían guiar a las mayorías. Porque, si por un lado, estos están obsesionados con actuar de acuerdo a los lineamientos de lo políticamente correcto, por otro, no saben cómo comportarse decentemente; piensan globalmente pero maltratan a sus vecinos. En palabras del cineasta: "Pienso que la mayoría de nosotros nos sentimos impotentes para enfrentar los graves problemas de nuestras sociedades. ¿Cómo hacer para cambiar ciertas actitudes sociales? Algo ciertamente necesario para poder orientar a las nuevas generaciones". La responsabilidad de educar al otro, especialmente cuando una emergencia colectiva puede destruir a las sociedades, se halla en el corazón de "120 Battements par minute", del cineasta franco-marroquí Robin Campillo. Acudiendo al estilo documental, Campillo recreó los esfuerzos del grupo activista Act-Up francés, para crear conciencia acerca de la crisis del sida durante los primeros años de la pandemia. Miedos, rechazo, complejos, inadecuaciones, intolerancias fueron sensiblemente explorados, politizando a la gente pero sin olvidar la compasión hacia el otro. La relación entre Nathan (Arnaud Valois) y Sean (Nahuel Pérez Biscayart) sirvió aquí de fondo a los esfuerzos del grupo para concientizar a la sociedad francesa, sacándola de su zona de confort y haciendo que confrontara la crisis. Que el silencio colectivo se convirtiera, pues, en un grito para batallar contra la enfermedad, presionando al gobierno, las compañías farmacéuticas, familiares y vecinos a fin de crear una estructura con la cual desafiar aquella plaga. A la distancia de los años, es interesante devolvernos a este período y a la importancia del activismo para lograr un cambio en las actitudes de la gente. Algo que Act-Up logró en numerosos países, llevando a que se aceleraran las investigaciones con respecto a los tratamientos que salvan hoy la vida a millones de individuos en todo el mundo. El sacrificio de aquellos pioneros no queda entonces en un vacío, sino se empina por encima de los obstáculos y los sectarismos, logrando que reverbere hoy en la conciencia de nuestra contemporaneidad. Una certeza que el film de Campillo exploró con agudeza y acierto, a la manera de otros trabajos suyos como "L'Emploi du temps" (2001), "Entre les murs" (2008) y "Eastern Boys" (2013), donde también las deficiencias de la sociedad francesa para lidiar con situaciones de crisis fueron igualmente examinadas con valor y tino, pero sin perder su cualidad de crear momentos de ensoñación e ilusión. De acuerdo con el director: "Quería contrastar en esta película lo que esta gente tiene que hacer para cambiar las cosas, combinándolas con escenas donde lo onírico tuviera también cabida". Y ha sido quizás "God's Own Country", ópera prima del inglés Francis Lee, el film donde tales inquietudes han cristalizado más certeramente. Aquí dos jóvenes, Gheorghe (Alec Secareanu), un inmigrante rumano, y Johnny (Josh O'Connor), un granjero de Yorkshire, irán cimentando una relación amorosa, desde la doble intemperie constituida por el paisaje de la región y la aridez sentimental de los habitantes de aquel condado. En tal sentido, las comparaciones con el seminal film de Ang Lee "Brokeback Mountain" (2005) se vuelven sumamente pertinentes, pues también en esta película la relación florece en tierra baldía, entre caracteres muy alejados de lo sofisticado de la vida gay urbana. De hecho, al igual que en el film de Lee, tampoco existe interés en construir un sujeto homosexual, sino que lo importante queda más bien circunscrito al ámbito doméstico, en la aceptación tácita de la relación entre los dos jóvenes por parte del padre paralítico de Johnny y la abuela. Y es que para ellos lo más importante es garantizar el funcionamiento de la granja, aun cuando esto conlleve convivir cotidianamente con la pareja. Las sobrias panorámicas del paisaje de la zona y los escuetos planos-secuencia de los muchachos cuidando del ganado, reparando las cercas, preparando las tierras para el cultivo o viviendo plenamente una intimidad, sudada en el esfuerzo de ganarla a pulso a fin de ser vivida abiertamente, espejearon el minimalismo de un guion sin excesos. Ello, para hacer mucho más concisa una historia deslastrada de romanticismo gratuito y el melodrama propio del género, hasta articular una obra donde "nada ha sido falsificado. Quería que todo fuese lo más real posible". Incluso el sustrato xenofóbico y homofóbico de los protagonistas mismos, llamándose a sí mismos por los nombres denigrantes hacia el homosexual, y el hecho de que uno de ellos fuera un inmigrante llegado, en sus palabras, de "un país donde todo está muerto", se integró fluidamente al desarrollo del film. Un film que, como los demás aquí consignados, nos permite observar el desarrollo actual de la sociedad europea, en una encrucijada histórica de gran complejidad dentro del frágil equilibrio geopolítico mundial en el nuevo milenio.
Alejandro Varderi
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120 battements par minute

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