Bertolucci y el cine
Bernardo Bertolucci ha vuelto a rodar y lo ha hecho con mirada esmerada, con esa sutileza que le hizo triunfar en los lejanos setenta, cuando nos deslumbró con dos películas fascinantes: El último tango en París, radiografía de la soledad, de la pérdida inevitable de valores, cuando un hombre de cuarenta y cinco años (Paul- Brando), se encuentra con su fracaso vital, con la devastadora soledad que solo mitiga sus encuentros con una desconocida (la impagable María Schneider), película que abre la senda de un cine de erotismo, donde el placer está trenzado con el dolor en cada plano. Antes llegó El conformista (1970), película que realza la belleza incalculable de Dominique Sanda, el buen hacer de Jean Louis Trintignant, en una cinta de gran efectismo visual, basada en la novela de Alberto Moravia. Llega Tú y yo y nos deslumbra el dolor en cada plano, la pasión puesta en esa historia enfermiza, de seres desolados y despojados de todo aliento vital, como ocurría en La luna (1979), donde Jill Clayburgh tiene que afrontar el amor de un hijo devastado por la soledad y la incomprensión de su entorno, película que hechiza, envuelta en la forma de vivir el psicologismo de seres amputados de los social, anclados en el fracaso vital. Pero también Bertolucci nos regaló una película épica, la inolvidable y desgarradora Novecento (1975), donde Burt Lancaster, retomando un personaje que es la antítesis del elegante aristócrata de El Gatopardo, un hombre ya caduco, enfermo, de tendencias onanistas y pederastas, que busca la armonía final, frente al hombre que quiere cambiar el poder (Sterling Hayden, el hombre que fue señalado por la era McCarthy y su caza de brujas), sin olvidar al truculento Donald Sutherland, como Atilla, el fascista enfermo o De Niro como Alfredo Berlinguieri y Depardieu como Olmo, dos hombres, amigos, enfrentados por su mundo social, con dos mujeres de belleza fascinante, Dominique Sanda y Stefania Sandrelli. Película de fuerza imparable, algo irregular, pero impactante por las imágenes escabrosas como la de Sutherland y Laura Betti (en un ingrato personaje), asesinando a un niño. Bertolucci ha realizado películas tan extrañas como Soñadores (2003), una cinta que ha sido olvidada, pero que contiene los temas clave de su cine: la mirada, la soledad, el erotismo, pero también películas tan aplaudidas como El último emperador (1987), porque el realizador italiano conoce bien los resortes del cine, el gusto por filmar con fascinación a personajes que se hallan en el abismo, pero también en el éxito, como ese pequeño gran rey que nos fascinó a muchos. Vuelve Bertolucci y lo hace con su estilo de siempre, el que fue perfilando en El último tango en París, una forma de interioridad que realza el abismo entre los seres, hombres y mujeres alejados del mundo real, demasiado sensibles como para ser admitidos en el mundo de cada día. Cuando dirigió a Brando Bertolucci sabía el diamante que tenía entre las manos, la fuerza del actor para expresar el dolor, hijo del Actor´s Studio y actor sobresaliente de varias generaciones, un verdadero maestro de la interpretación, pero también sabía la ductilidad de un Trintignant en El conformista o la fuerza arrolladora de De Niro, Depardieu y Sutherland en Novecento o la tristeza infinita de la excelente Jill Clayburgh en La luna. Bertolucci no se ha ido, pese a la enfermedad que le obliga a estar postrado en una silla de ruedas, sigue estando en nuestra retina, con un cine para minorías, salvo éxitos como El último tango o El último emperador, pero de una hondura incomparable, deudor del mejor cine italiano, de Visconti, Rossellini o Fellini, un gran hacedor de obras maestras y un observador del mundo, con su dolor y su alegría. Pedro García Cueto |
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