Cine en Nueva York Variedad y diversidad veraniega
Una amplia gama de temas, situaciones y estilos refrescó las pantallas estivales trayendo a la ciudad cierto respiro a las olas de calor que han sacudido las costas de la isla. Ello, como una manera de reiterar la importancia del medio, pese a la oferta digital casera, y el arrastre que la asistencia a las salas sigue teniendo para el público neoyorkino entre junio y agosto. No extraña entonces que por primera vez Pedro Almodóvar haya decidido estrenar su última producción a lo largo de estos meses, en lugar de abrir comercialmente tras mostrarla durante el Festival de Cine de Nueva York, donde por años ha sido uno de los cineastas más homenajeados. Esto, quizás, por tratarse Los amantes pasajeros de una película menor, desde el punto de vista crítico dentro de su trayectoria, pero que sin embargo ha atraído a los veraneantes urbanos, cautivados por el desparpajo de los personajes y la comicidad del guion. Un avión como alegoría del viaje, ya sea de vacaciones, negocios o cual escape del entorno y sus responsabilidades, siempre seduce a la audiencia, y más cuando los pasajeros y la tripulación oscilan entre la depresión y la hilaridad, espoleados por las drogas, el sexo y la música disco. Un cóctel que el director manchego revolvió con el kitsch de los decorados, vestuario y accesorios para mayor disfrute del personal. La caricaturización de los protocolos de vuelo y las relaciones filiales y de pareja, se aunó a la de los protagonistas mismos, especialmente la Norma de Cecilia Roth, cual parodia de la Sexilia de Laberinto de pasiones (1982). Pero el paso de estas tres décadas evidentemente hicieron de Norma un esperpento de Sexilia, interpretado no obstante con gusto por Roth, quien carnavaliza a la madama de burdel sadomasoquista de turbio y secreto pasado, aderezada con las referencias al disfrute desenfadado de aquellos años, en sus retozos por el pasillo del avión. Pero ya no con Riza Niro (Antonio Banderas, quien tiene un inocuo cameo en la escena inicial), tal cual había quedado apuntado en la última escena de Laberinto, sino con Ricardo (Guillermo Toledo), un matón a sueldo, contratado por la esposa de uno de los clientes de Norma, para que acabe con ella al llegar el avión a su destino mexicano. La avería del tren de aterrizaje desarticula las coordenadas de la ruta y del comportamiento de los pasajeros de la clase de negocios, mientras la clase turista permanece drogada en sus asientos, hasta el aterrizaje forzoso sin haber abandonado suelo español. Una hilarante coreografía de los azafatos, doblando a The Pointed Sisters en "I'm so excited", la canción que da título a la película para el mercado anglosajón, estrenada, otro guiño almodovariano, el mismo año que Laberinto, constituye lo más acertado de esta entrega, construyendo Almodóvar a su alrededor otro laberinto de malentendidos, sobreentendidos y desatendidos que, pese a ello, carece del toque genial de aquella producción de su primera etapa. Los gags y situaciones cómicas fáciles, sostenidos con brío por mujeres y gays, evitan que el ritmo del film decaiga, pero se diluyen en la maraña de la diégesis, al carecer Los amantes pasajeros de propósito, más allá de la inmediatez puesta a bosquejar un instante del discurrir de los caracteres. Unos caracteres, llevando a la irrisión el camp setentero de producciones como Airport (1970), Airport 1975 (1974), Airport 77 (1977) y The Concorde…Airport 79 (1979), inspiradas en el bestseller de Arthur Hailey. Y, como sus homónimos en dicha serie, igualmente imposibilitados para elaborar un perfil distinguible en cada uno, perdiéndose consecuentemente la posibilidad de individualizarlos, hasta quedar el conjunto mimetizado con el hiperreal de la fotografía. Una comedia más convincente para airear el bochorno de la estación ha sido The Way, Way Back, escrita y dirigida por Nat Faxon y Jim Rasch, llevándonos igualmente a épocas pasadas, si bien la acción discurre en el momento actual. Ello, dada la atemporalidad de ciertos lugares de playa donde las casas y la estética general han permanecido suspendidas por décadas. El uso de automóviles vintage, como la camioneta Buick donde Tren (Steve Carrell) y Pam (Tony Collette) se trasladan con sus respectivos hijos Steph (Zoe Levin) y Duncan (Liam James) a la costa de Nueva Inglaterra, igualmente contribuyeron a impregnar de nostalgia el ambiente playero, como extraído de producciones pretéritas, en la línea de Summer Rental (1985), The Malibu Bikini Shop (1986) y Back to the Beach (1987). Aquí Duncan deberá lidiar con las indefiniciones propias de un muchacho de catorce años, sin el apoyo de los adultos, quienes se comportan más bien cual si se hallaran en una segunda adolescencia. Solo la comprensión de Owen (Sam Rockwell), encargado de un parque acuático cercano, le permitirá al joven lidiar con sus inseguridades, a la vez que trabajar allí, a espaldas de la familia, tiene un efecto catártico sobre él, permitiéndole acercarse al mundo de los mayores con mayor aplomo y sentido de pertenencia. Con excepción de los teléfonos móviles, la película permanece bañada por la pátina de las décadas dejadas atrás pero presentes en la cinematografía, cual si de una desleída polaroid se tratara, espejeando así la factura técnica de otros films recientes donde los chicos igualmente desbancan en madurez a sus mayores, en escenarios detenidos en la cronología real al estilo de Little Miss Sunshine (2006) y Moonrise Kingdom (2012). Son entonces los diálogos y peripecias playeras representadas por Owen y Duncan donde The Way Way Back se crece, divirtiendo pero igualmente educando sentimentalmente al joven protagonista, en un verano clave dentro de su crecimiento, que rescata la intensidad de los encuentros formadores del carácter de un joven, en la línea de Summer of 42 (1971). Es ciertamente el tino del guion para captar las sutilezas de la psicología del adolescente, lo que permanece indeleblemente impreso en la imagen y la memoria, reflejando lo perdurable de determinados acontecimientos en el tránsito vital de sus hacedores. Museum Hours de Jem Cohen hace acopio de tales reflexiones, mediante el encuentro fortuito entre Johann (Bobby Sommer), un vigilante del museo Kunsthistoriches de Viena y Anne (Mary Margaret O'Hara), una canadiense que llega por primera vez a la ciudad para visitar a una prima que se encuentra internada en un hospital local en estado de coma. A partir del contacto entre ambos caracteres, el director recorre las galerías del museo y destaca especialmente ciertas obras de Rembrandt y Brueghel, diseccionadas por la voz en off de Johann. La película alude con ello a Russian Ark (2002), rodada en un solo plano-secuencia por las salas del Hermitage, si bien en Museum Hours la capital austríaca igualmente cobra una importancia fundamental, al momento de centrar el devenir de los protagonistas. En sus paseos por la ciudad, visitas al hospital, conversaciones en cafés y tabernas, Cohen bosqueja la pequeña historia de estos seres unidos por la soledad y el goce por el detalle; dos condiciones intrínsecas a la asimilación y entendimiento de la historia que se oculta tras la obra de arte. La disertación que una de las curadoras hace sobre las pinturas de Brueghel a un grupo de turistas, igualmente se aparta del carácter transitorio de tales exposiciones, aportando una sensible interpretación, no solo de los cuadros del maestro holandés, sino de las conjunciones con la cotidianeidad de cada quien, universalizando los contenidos e instalando la certeza de lo imperecedero de la pintura para calcar el hacer de quien observa y se descubre retratado en la tela, incluso a pesar de sí mismo. Por ello el ambiente opresivo del cuarto donde la prima de Anne permanece atajada en un limbo entre la vida y la muerte tiene, en la naturalidad con la cual los protagonistas aceptan lo inevitable de su destino, resonancias en las obras de arte expuestas, exteriorizando a su vez la intimidad de quien las observa. La filmación digital en alta definición, transforma igualmente los fotogramas de las panorámicas de Viena, en lienzos dables de asimilarse a la historia de los que permanecen inamovibles en las estancias del museo. Allí, Johann hace menos tediosas las horas de vigilancia viendo a quienes deambulan por las salas, muchas veces sin una intención determinada, por tratarse de extranjeros en vacaciones, o de escolares empujados contra su voluntad a recorrer unos espacios ajenos a sus intereses. La formación del gusto de los muchachos, redunda sin embargo en un propósito similar al de The Way, Way Back, pues los educa sin darse ellos mucha cuenta de ese proceso, clave en los años por venir, de los que el film de Cohen hace acopio y esparce sobre la pantalla, cual si se tratara de pinceladas sobre una tela en blanco. Woody Allen, el retratista por excelencia de la sociedad urbana norteamericana, ha vuelto este verano a sus raíces, tras un periplo cinemático por Londres, Barcelona, París y Roma. Nueva York y San Francisco se constituyeron en las ciudades escogidas para el regreso con Blue Jasmine, su entrega más reciente. Una excelente actuación de Cate Blanchett como Jasmine, la esposa arruinada social y económicamente por un marido (Alec Baldwin) estafador desde su imperio en Wall Street, sostuvo poderosamente el film, trayéndonos reminiscencias de la actuación de esta actriz, vista hace unos años en la Brooklyn Academy of Music (BAM), en el papel de Blanche DuBois, dentro de la obra A Streetcar Named Desire de Tennessee Williams. Idéntica fragilidad a la de Blanche, recorre la diégesis del film de Allen, movilizando con sus altibajos emocionales el devenir de las subtramas, constituidas por la historia de su hermana (Sally Hawkins) y su hijastro (Alden Ehrenreich). Los flashbacks a la época cuando reinaba en las mansiones de Park Avenue y los Hamptons, se intersectan con la realidad presente de Jasmine, viviendo con su hermana en un modesto apartamento de San Francisco y trabajando como recepcionista. La inestabilidad psíquica del personaje, permea los desencuentros amorosos de la hermana y la frustración del hijastro, al tiempo que puntúa las relaciones que establece con maridos potenciales, jefes acosadores y enemigos declarados humillándola, dada su impotencia para poder someterla. En tal sentido, Jasmine se une al conjunto de heroínas de películas anteriores en la filmografía de este director, como Annie Hall (1977), Hannah and Her Sisters (1987) y Husbands and Wives (1993), debatiéndose entre la dependencia y la independencia; si bien aquí, siguiendo el pulso a esta contemporaneidad, el personaje de Cate Blanchett sufre además del estigma "Madoff", por ser la esposa de un empresario que hizo fortuna apropiándose del dinero ajeno en las oscuras aguas de las grandes firmas inversoras. Algo que Woody Allen no deja de recalcar, en tanto nos muestra a su heroína a caballo entre lo sublime y lo grotesco, pero siempre en control de su cuerpo y de su psiquis, aun cuando por ello deba tomar antidepresivos y echar mano a los modelitos rescatados del naufragio de su vida anterior. El primer plano de Jasmine, sentada en el banco de un parque hablándose a sí misma una vez que lo ha perdido todo, se constituye entonces en el estandarte de tantas mujeres a la sombra de maridos abusivos, incapaces de pasar página pero, simultáneamente, expertas en el arte de resistir entre los intersticios del desastre sin abandonarse del todo, mientras esperan por los extraños cuya amabilidad las salve del abismo donde azarosamente oscilan y fascinan. El cine de acción, rey de los meses veraniegos, ha traído a las pantallas neoyorkinas, entre otras producciones, Pacific Rim dirigida por Guillermo del Toro, y Man of Steel bajo la dirección de Zack Snyder. Si la primera encuentra a los superhéroes combatiendo a los monstruos marinos extraídos de las profundidades del Océano Pacífico, la segunda nos brinda a un Superman destruyendo a los malhechores del planeta Kriptón mimetizados entre los glaciares árticos. Ambas entregas, expertas en la manipulación emocional de la audiencia, mediante despliegues encadenados de secuencias, donde la tecnología digital permitió a los genios de la animación crear mundos virtuales y recrear el nuestro, combinando épocas, estilos y paisajes. La iconografía propia de estas películas, donde lo celestial y lo terrenal nutren el mesianismo de los protagonistas, permanece hoy velada por los ataques terroristas sobre Manhattan, trayendo a la pantalla una trágica inmediatez cuando se presenta la destrucción de la ciudad de Metrópolis como simulación de la ciudad real, cual es el caso del film de Snyder. O el recuerdo de los vertidos petroleros en mar abierto, puestos a aniquilar la fauna y la flora marina, así como la explosión reciente de varias centrales nucleares japonesas por causa de los maremotos y terremotos, cuando las criaturas de las profundidades producen marejadas y atacan un Tokio apocalíptico en la película de Del Toro. La cada vez más cercana semblanza entre realidad y ficción característica de estas entregas, no fue sin embargo obstáculo para que el público neoyorkino llenara las salas donde se presentaban ambos films este verano, y se identificara vicariamente con la violencia de las escenas, entregándose a los pormenores de las batallas entre el bien y el mal que, como ocurre en el mundo de hoy, ni son tan claras, ni permiten separar tan nítidamente a los buenos de los malos en nuestra película cotidiana. Alejandro Varderi |
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