Vivien Leigh
Blanche Dubois y Stanley Kowalski en Un tranvia llamado deseo | |
En este mes de noviembre, se cumplen cien años del nacimiento de una frágil actriz (nació en 1913 y murió en 1967), una mujer de gran sensibilidad, propensa a las depresiones, que tuvo un desgraciado matrimonio con un genio del cine, Lawrence Olivier y que nos deslumbró en varias películas, desde la impagable Lo que el viento se llevó hasta, ya en su decadencia como actriz, el papel hermoso de La primavera romana de la señora Stone con el galán Warren Beatty, pero fue Un tranvía llamado deseo, una de sus películas más queridas y recordadas, que ahora paso a analizar. Pocas películas han creado una atmósfera de tanta tensión en un espacio cerrado como Un tranvía llamado deseo, la estupenda película que Kazan dirigió en 1951. La historia de Blanche Dubois, una mujer de apariencia refinada que llega al apartamento de su hermana Stella, en un barrio obrero. Blanche ha perdido la mansión familiar donde vivía, se ha quedado sin nada y viene a quedarse en casa de Stella. Llega el rudo marido de esta último, el polaco Kowalski, que empieza a indagar en la vida de Stella. Ella inicia una amistad con un amigo de Stanley, Mitch (Karl Malden, un actor de gran calado emocional y habitual en algunas películas de Kazan), pero, poco a poco, Stanley la va descubriendo, sabiendo que Blanche es una enferma, Blanche va a tener un hijo y mientras está a punto de dar a luz, Stanley, en la casa con Blanche, la acosa, ella se resiste, pero cae en sus redes. Blanche contará a Stella lo que ha pasado y esta última no volverá con su marido polaco. Lo más interesante de esta historia es la forma en que Kazan caracteriza a los personajes, Blanche Dubois (una inolvidable Vivien Leigh), pasea por la casa, desprecia al hombre que la mira con aspecto animal, un Kowalski, al que da vida, como si fuese un verdadero ciclón de sentimientos, el magistral Marlon Brando. Ambos personajes tienen lo que yo llamaría temperatura, en ningún momento dejas de creerte lo que pasa, tienen esa fuerza que da la gran dirección de Kazan. La luz tamizada por una pantalla china en la que se mira Blanche es una coraza de la verdadera luz, porque esa pantalla recubre los sentimientos de ella, evade la realidad, cuando Mitch la enfoca con la luz artificial (después de que Stanley revele el pasado de ella), sin pantalla, para que descubra la verdad que lleva dentro, ella rechaza contar nada que llegue de forma directa, su mundo es la fantasía, la imaginación que ha sustituido en su vida a la verdadera madurez, como si aún fuese una niña. La tendencia ninfómana de Blanche es el gran secreto que despierta el animal que Stanley lleva dentro y que pretende sacar para conseguir seducir a una mujer frágil, que no ofrece resistencia. El ambiente claustrofóbico, abigarrado (recordemos que Un tranvía llamado deseo fue antes representada en teatro), consigue crear una atmósfera idónea para ese pugilato entre dos seres solitarios y atormentados, Stanley, que vive un matrimonio fracasado, porque no ama pasionalmente a su mujer y Blanche, una mujer que sufre su inmensa soledad y su tendencia a la ninfomanía. El empleo de la luz y la sombra crean ese ambiente que cada vez hiere más a los espectadores de la película. Al comienzo de la película, Stella y Blanche están hablando en la bolera y vemos que Blanche aparta la luz que ilumina la mesa porque hiere sus ojos, ya vemos que ella prefiere el ámbito oscuro, porque teme, en su fragilidad, el contacto con la luz, como una revelación de su verdad. Película que aún nos deja la sensación de estar asistiendo a un duelo interpretativo, que Kazan dirige con verdadero entusiasmo. No hay que olvidar la magia de la película gracias a la interpretación poderosa de una mujer fascinante que haría cien años este mes de noviembre, si la vida no se la hubiese llevado demasiado joven, hace ya cuarenta y seis años, la gran Vivien Leigh, una mujer que nos deslumbró en la epopeya de Lo que el viento se llevó y que aquí demuestra la hondura de una difícil interpretación, triste, desde luego, pero llena de luz, la de los ojos de Vivien Leigh. Pedro García Cueto |
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