Cine polaco
Estados Unidos, 1979 Dirección: Mark Rydell Guión: Michael Cimino, Bo Goldman Reparto: Bette Midler, Alan Bates, Frederic Forrest, Harry Dean Stanton, David Keith, Barry Primus Duración: 125 minutos Nota Cinecritic ![]() |
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El paso entre dos decenios no constituye ningún hito particular en la historia del cine. En el transcurso de los años van cambiando las posibilidades técnicas, algunos jóvenes actores adquieren popularidad, jóvenes directores quieren mostrar nuevos fenómenos de una manera diferente, etc., pero son procesos continuados. Sin embargo, la transición de 1989 a 1990 es una época importante en la historia del cine polaco, ya que fue entonces cuando se derrumbó definitivamente el comunismo. Los directores y guionistas se vieron repentinamente libres de toda limitación en su trabajo, pero se enfrentaron a las dificultades propias de una economía de mercado: la competencia y la lucha por el público. Este fenómeno empezó a percibirse ya en los años ochenta. En sus últimos diez años de existencia, el gobierno comunista permitió prácticamente una libre presentación de películas norteamericanas, proyectadas antes en cantidades mínimas. El público joven se volcó por entero en el cine norteamericano, mientras que los espectadores mayores dejaron, prácticamente, de ir al cine. Es así como el cine polaco se encontró en un vacío. A comienzos de los noventa, apenas sí aparecía en algún cinematógrafo; incluso si se estrenaba una película polaca, a los pocos días debía hacerle sitio a una norteamericana. Sin embargo, se seguía haciendo películas. Los fondos para el rodaje provenían de dotaciones públicas y de la televisión, también pública. Al cabo de algunos años, comenzó a apoyar la producción la televisión privada Canal+, a la cual se sumaron luego las empresas distribuidoras. El gran éxito de taquilla de A sangre y fuego, basada en la novela homónima de Henryk Sienkiewicz, abrió una nueva oportunidad de financiación de rodaje: el crédito bancario. Pero esto ocurrió en la segunda mitad de los noventa. La repentina explosión de libertad a comienzos de la década se reflejó en el cine de la manera menos esperada. Fue entonces cuando apareció en la pantalla toda la desesperante realidad cotidiana del comunismo. Al revocarse la ley marcial, declarada el 13 de diciembre de 1981 para acabar con el movimiento de "Solidaridad" (había durado 19 meses), las condiciones de vida eran dificilísimas y no había nada que pareciera indicar alguna esperanza de mejora. Los directores de cine más conocidos guardaban silencio. Lo aprovecharon numerosos directores jóvenes que pretendieron llenar el vacío con otras tantas películas decididamente malogradas. Podríamos afirmar que el cine polaco nace con la II Guerra Mundial, al menos es ese el momento en que trasciende sus fronteras. La guerra y la ocupación militar de su territorio, la masacre de un veinte por ciento de su población, en los frentes de batalla y los campos de exterminio, conmovió de tal manera a la nación polaca surgida, además, de una década del treinta tan infame como la nuestra -Buenos Aires y Varsovia eran centros mundiales de la trata de blancas-, se manifestó con tal ímpetu que asombró -en lo que respecta al cine- a los públicos de occidente. El primero de sus cineastas en revelarse fue Alexander Ford, con su filme La verdad no tiene fronteras (1948), ambientado en la rebelión del gheto de Varsovia. Es de aclarar que Ford, ante la ocupación alemana de su país, se había refugiado en la Unión Soviética y volvió con sus tropas dispuesto a documentar lo sucedido en su país. La juventud de Chopin (1952) fue una pieza de buen cine, donde se acusa la vena romántica de Alexander Ford -dominante en la cultura polaca-, que ya no habría de abandonarlo. Ritmo y plástica se adunen en este filme, para glorificar al gran músico nacional. Los cinco de la calle Barska (1954), primer filme en color del director, trata sobre los "héroes del trabajo", tan ponderados en la época estanilista. Pero, el filme de mayor trascendencia internacional de Ford fue El octavo día de la semana (1958), en que el director se conecta con las nuevas generaciones. Desarrolla el tema del amor tratando de afincarse, dificultosamente, en las ruinas de la guerra. El relato, como siempre en Ford, está sembrado de figuras de construcción y de retórica, de metáforas y de símbolos, preciosismos formales que se integran plenamente a la acción. Así, por ejemplo, cuando jóvenes iracundos atacan al protagonista, en la noche, bajo la luz de los focos de un automóvil, y le rompen los anteojos dejándolo en inferioridad de condiciones, éste, a su vez, rompe los focos para emparejar las posibilidades y, después de todo, unos y otro están en el mismo estado de confusión, de desconcierto, en la "oscuridad" tras la hecatombe. En repetidas oportunidades, el joven protagonista, deambulando por las calles, en busca de un lugar, un refugio- en esa Varsovia derruida por los bombardeos-, en donde hacer el amor con su novia, va pateando borceguíes tirados por las calles: esos borceguíes y las ruinas son la referencia permanente -patética-, y no verbal a los desastres de la guerra. Queda en la memoria del filme, el rostro iluminado del padre del joven por el recuerdo de los días de anteguerra en que solía ir a pescar. Con motivo de conmemorarse el milenio de la creación del estado polaco, se encarga a Ford, el cineasta de mayor prestigio internacional, la dirección de Los caballeros de la Orden Teutónica (1960), que realiza en color con su preciosismo habitual. Nada hacía presagiar que, poco después, Ford se exiliara a Dinamarca, donde realiza un filme de dura crítica al estanilismo, El primer círculo (1965) Tras Alexander Ford, viene un grupo de realizadores jóvenes, talentosos, críticos. El de más corta carrera -por su muerte prematura- fue Andrzej Munk(1921-1961) que, tras hacer un buen filme sobre ambiente ferroviario, Un hombre en el camino (1956), aborda la guerra en tono satírico en su Eroica 1957), así, sin hache. Dejó un filme inconcluso, que terminaron sus discípulos -añadiendo fotos-fijas-, La pasajera (1964), sobre una singular relación entre una prisionera de un campo de concentración y su guardiana, con la que vuelve a encontrarse pasada la guerra. De obra más extensa es su compatriota Jerzy Kavalerowicz (1922) Obsesionado, como todos ellos, por el tremendo desgarramiento bélico, realiza un notable filme sobre las consecuencias de la guerra en la psiquis de los combatientes y su repercusión en sus relaciones familiares, con un título más que significativo El verdadero fin de la guerra (1957). Y lo hace mostrándonos a un personaje traumatizado por esa experiencia que no puede superar, sus conflictos familiares y, finalmente se suicida. La de Kavalerowicz es una construcción minuciosa, llena de signos que cargan de significación al contexto narrativo. Singular homenaje éste a los ciento cincuenta millones de europeos, pacientes psiquiátricos, producto de la guerra. Ese filme modélico podemos parangonarlo con el documental de John Huston, encargado por el Ministerio de Defensa norteamericano, que testimonió sobre los institutos psiquiátricos y sus pacientes militares en Estados Unidos y que, por mostrar las monstruosas consecuencias de la guerra, nunca fue distribuido. Su filme siguiente, Tren nocturno (1959), igualmente brillante, más pulido formalmente que el anterior, se adentra por una narración alegórica, a partir de un viaje en tren, en la posguerra, filmado con singular virtuosismo en los camarotes y estrechos pasillos. Crítica a los impostados componentes religiosos de una especie humana agresiva y violenta, llevan a la construcción de una secuencia clave, en que se desarrolla la persecución de un hombre, a la que inesperados pasajeros adhieren gozando en la caza. Más brillante aún, desde un punto de vista estético, es su filme siguiente, también en blanco y negro y de una extrema sobriedad narrativa, Sor Juana de los ángeles (1961). Una pieza de gran estilo, basada en el famoso proceso a las monjas de Loudun - Francia-, en siglos de demonios e inquisidores. El mismo suceso que abordara Aldus Huxley en "Los demonios de Loudun", y también el cineasta inglés Ken Russell en Los demonios, en un estilo violento, deliberadamente efectista, esperpéntico, diametralmente opuesto al de Kavalerowicz, cuya estética para este filme, se asemeja a la del Bergman de El silencio o a la de Franticek Vlacil de El valle de las abejas. El faraón (1966) es una superproducción singular, pero sin el rigor de su filme anterior. "El juego" rodada años después acusa ya un marcado deterioro del poder creativo de este importante realizador. El cuarto grande del cine polaco y el mayor de todos ellos, es Andrzej Wajda (1926). Fue primero asistente de Alexander Ford. Realiza su opera prima en 1953, Generación historia de amor y de resistencia en la Varsovia ocupada. Su segundo largometraje, Kanal (La patrulla de la muerte, 1957), se perfila ya como una obra casi maestra. Wajda, hijo de un oficial polaco, vivió siendo joven, el famoso levantamiento de Varsovia, ocurrido durante la guerra mundial, en la capital de su país, en momentos de la ocupación alemana. El levantamiento fue ordenado por el gobierno polaco desde su exilio de Londres, y tenía como objetivo liberar a la ciudad antes del arribo -o simultáneamente- de las tropas soviéticas, para tener así -como en el caso de París- , una fuerte carta de negociación con los liberadores. Esto determinó una masacre. Los rusos, que al parecer no fueron notificados, habían aprendido de los propios alemanes, las desventajas de una brieskrieft (¿?) en excesiva profundidad -por los problemas logísticos insolubles que ocasionaba-, y habían detenido su avance a unos cincuenta quilómetros de Varsovia, temiendo además un contraataque blindado alemán, sabiendo que Guderian acumulaba fuerzas al norte de Polonia. Ataque que efectivamente se produjo. Como consecuencia de todos estos factores, el levantamiento prematuro de cincuenta mil patriotas fue aplastado y la ciudad demolida por las fuerzas alemanas. Ese episodio, marcó profundamente la vida del joven Wajda y, una década después, volcó esa experiencia en esta película dantesca, insólita, atípica, en su originalidad. A la altura de las mejores del género, como Cuatro de infantería (1930) de Pabst, Sin novedad en el frente (1930) de Milestone, La patrulla infernal (1957) de Kubrick o Por la patria y por el Rey (1964) de Joseph Losey. La mayor parte de la ambientación de La patrulla de la muerte, está dada por las cloacas de Varsovia -magistralmente reconstruidas en estudio-, a donde los patriotas polacos son paulatinamente confinados por los avatares de la lucha. Sus enemigos van aislando los barrios rebelados y a aquellos, no les queda otro recurso que usar las cloacas como medio de comunicación. Cuando los distintos focos de resistencia son sofocados, los últimos sobrevivientes se refugian en los túneles y, en medio de los miasmas, oímos los hayes de dolor de los heridos, los gritos desesperados de los extraviados, las voces de aquellos que como en el Infierno del Dante, han perdido toda esperanza. Los que finalmente consiguen salir al exterior, son rematados por sus asesinos congéneres, que esperan. Película dura, sin complacencias ni concesiones, surcada por un romanticismo exasperado, que iba ha ser una característica esencial al estilo del gran realizador polaco. Su filme siguiente, es una perla en la memoria de los cinéfilos, su título Cenizas y diamantes. Aquí, Wajda se vuelve a colocar en el punto de vista de un joven de derechas, aunque haciendo más evidente la postura de izquierda del director. El protagonista es un joven que ha participado activamente en la guerra, especialmente en el sangriento asalto a Montecasino, donde la comandancia anglosajona envió a los polacos exiliados como carne de cañón, episodio rememorado en el filme cuando el joven va encendiendo los vasos de vodca a la vez que nombra a sus compañeros caídos. Fue protagonizado -al igual que El octavo día de la semana- por el emblemático Zibulski, un joven abruptamente convertido en adulto en la tragedia de la guerra; más aún, un ser de la guerra que, ahora, al terminar aquella, se ha enrolado en grupos terroristas de derecha que tratan de impedir que los comunistas, que se perfilan como mayoría en las urnas, arriben al poder. Se trata de un ser desilusionado, un mártir sin ideales, un Cristo al revés -como lo simboliza una imagen. Recibe la misión de matar a un dirigente opositor y, con el primer atentado -que fracasa- comienza el filme. El estilo de Wajda es deslumbrante. Construye las secuencias utilizando violentas oposiciones, fuertes contrastes, y el resultado es una extrema exasperación, a veces romántica, a veces lírica. El amor y la muerte son sus temas, que surgen del choque entre realismo y romanticismo característicos de sus películas. Podríamos decir que encarnan en ellos su espíritu polaco, que le permite crear, y su razón que vigila, para que ese romanticismo no lo deje evadirse de la realidad sino profundizar en ella. Enumerar los infinitos hallazgos expresivos de este filme sería describirlo en su totalidad, pero pueden bastar algunos ejemplos. Cuando el joven se reúne en un cuarto con una joven cantante para hacer el amor, una bala cae al suelo de sus ropas y el trata de hallarla sin que ella se de cuenta: esa bala recuerda la misión -que el ya no querría cumplir- para pasar al círculo de muerte en el que está entrampado. En otro momento, cuando finalmente se decide a ejecutar al comisario político, la escena en que lo hace, es una de las más conmovedoras de la historia del cine: sale a la calle tras el hombre, se adelanta, desenfunda al volverse, baleándolo; el comisario, un hombre mayor -que sabemos tiene un hijo en la derecha-, trastavilla unos metros hacia él, abrazándolo al caer; el joven desconcertado queda de pié sosteniéndolo, mientras fuegos de artificio de los festejos nacionales- estallan detrás, en lo alto y se reflejan en los charcos frente a ellos. Poco después -y desprendiéndose de esa secuencia magistral- asistimos a la muerte del joven en un basural, agonizando en movimientos espasmódicos, fetales, mientras que cuervos hostiles graznan desde lo alto, cerrando simbólicamente el filme. Esa forma de construcción mediante violentos contrastes, es llevada a su extremo en Lotna o la flecha blanca, una pieza de estilo, algo fría por distanciada, en la que Wajda aborda el desigual enfrentamiento entre el ejército polaco y el alemán. Las fuerzas blindadas germanas desbordan la frontera y la caballería eslava lleva a cabo cargas suicidas, que oponen la carne al acero, el sable contra el cañón. A los costados de la acción, la cámara de Wajda observa manifestaciones de la naturaleza impávida ante la tragedia de los hombres. El uso del color es de una belleza deslumbrante, revelando en Wajda a un plástico de excepción -su formación es de Bellas Artes antes que de cine-. Otra escena destacada es la de un improvisado picnic en un montecillo, donde uno de los oficiales recibe a su novia; primero la mesa servida de frutos impregnada de color y, luego, tras un imprevisto bombardeo la muerte y la destrucción: restos de color entre los grises y cenizas, como rescoldos de la plenitud de la vida y el amor. El cierre del filme deja perfilar al mito del Quijote, en un mundo de supuestos cuerdos totalmente enloquecido. Esos tres filmes, bastarían para catalogar a Wajda entre los grandes cineastas del cine mundial, pero su obra recién comenzaba y habría de prolongarse por varias décadas y decenas de filmes. Los brujos inocentes no ha sido distribuida en España, pero "Lady Macbeth en Siberia", realizada en Yugoslavia, es una obra colosal. En una isla rusa arriba un viajero; la esposa del dueño del lugar está momentáneamente a cargo de ella; su marido, déspota en una sociedad patriarcal, está ausente en viaje de negocios. La pasión se desencadena entre la mujer y el viajero. La escena de la posesión es digna de Eisenstein, en cuanto a la composición monumental de las imágenes y en cuanto a la combinación de puesta y montaje, que la sindican como una escena antológica de la cineplástica. Desgraciadamente, la estructura del filme está quebrada a partir del momento en que los amantes son enviados a Siberia, por haber dado muerte al señor del lugar. En los años subsiguientes, y en la plenitud de su talento creativo, Wajda realiza Sanson y Cenizas, no exhibidas en Buenos Aires, pero que la crítica internacional tiene por obras notables, a punto tal que Coppola se ha encargado de distribuir -muchos años después- una copia completa de una de esas obras, por su admiración hacia ella. En el segundo lustro de los sesenta la inspiración de Wajda parece, en parte, haber decrecido. Realizó una especie de sátira, Casa de moscas, y un filme homenaje al actor emblemático Zibulski, muerto en un accidente. Lo encarna un nuevo rostro en la obra de Wajda, el de Daniel Olbrisdky; el filme se llamó Todo para vender, una pieza de "cine dentro del cine", que tomaba como emblema el jarro abollado del soldado que Zibulski encarnaba en "Cenizas y diamantes". Por esos años, Wajda realiza en Gran Bretaña un filme no exhibido en Polonia. La puerta del paraíso y, poco después, Pilatos y los otros. Ya sobre el 70, dirige Panorama después de la batalla, sobre los campos de concentración, notable filme seguido de otra pieza maestra, El bosque de los abedules, impregnado de un apasionado lirismo, confrontando pautas ciudadanas con otras rurales, en la persona de dos hermanos. Queda para la antología del cinéfilo la panorámica de 360 grados que, partiendo del gesto del agonizante, recorre el bosque de abedules -anulando la barrera entre interior y exterior-para rematar en el rostro del joven muerto. Nuevamente en la cima de su genio creativo, Wajda realiza dos obras maestras consecutivas. La boda es -de las conocidas- la obra cumbre del realizador, su opera magna. Trata sobre una boda campestre entre un aristócrata y una joven campesina, asisten por lo tanto, toda la gama de representantes de la sociedad polaca de comienzos del siglo XX, poco antes del estallido de la I Guerra Mundial. La música de la fiesta -representación de la vitalidad campesina-, es incesante, de un ritmo endiablado. Al compás de ese continuo sonoro, una cámara incansable enlaza en movimientos laberínticos apuntes de la acción, con un virtuosismo asombroso, nunca visto en la pantalla. En los apartes, los representantes de las "fuerzas vivas" van desnudando los oscuros móviles de sus "intereses creados" y, en irrupciones de pesadilla, los muertos en antiguas rebeliones campesinas y sus antiguos verdugos, actualizan sus enfrentamientos de luchas inconclusas, las monstruosas iniquidades que subyacen bajo la aparente armonía del festejo. La plasticidad de las imágenes, tanto en el colorido intenso de tonos cálidos de la fiesta, como en los fríos de los sueños y pesadillas, es insólita y deslumbrante. A esta joya excepcional brindada por Wajda al cine mundial, sucede otra, también monumental, pero de un tono narrativo diametralmente distinto. Se trata de La tierra prometida, de ritmo igualmente activo, por momentos febril, pero cuya plástica y composición difieren. Al violento contraste entre lo que se ve y lo que subyace, sucede aquí la ironía y el sarcasmo. De nuevo cine "gritado" -como lo denomina el propio realizador-, donde el romanticismo deviene paródico y en donde el naturalismo se adueña de la narración, en escenas que recuerdan muy de cerca a la novelística de Emilio Zola. De nuevo esa agitación incesante de la vida de una especie inquieta, insomne, surcada por los instintos y las pasiones y en la que la vileza y la hipocresía moral ocupan privilegiado lugar. Tres jóvenes polacos, un protestante hijo de alemanes, un católico hijo de aristócratas venidos a menos y un judío emparentado con la banca, emprenden un proyecto en común- nada místico-, la construcción de una fábrica textil, para entrar a competir en el mercado, cuyas leyes son la inestabilidad, la especulación, la maniobra sucia, la inescrupulosidad, la impiedad. Esos jóvenes emprendedores tienen que luchar contra veteranos, un capitalista ruso, otro alemán, otro judío. Sátrapas crueles, astutos, bestiales. Los paradigmas del sistema. Los medios no podrán ser honrados, deben superarlos en astucia, en energía, en impiedad. Se recuerda la frase atribuida al viejo Rockefeller: "Nunca pregunten a un millonario como ganó su primer millón de dólares". Así se van abriendo camino y, en el trayecto, se van degradando. Una perfecta parábola de la vida en las sociedades capitalistas. Obviamente no cristianas. Los "débiles" -honestos, escrupulosos- son destruidos. Los jóvenes llegan a la cima del poder y presiden una larga mesa de industriales y financistas, que deben resolver sobre el problema de una huelga. Están envejecidos, sus rasgos han adquirido la dureza inflexible del poder. La decisión es ordenar a la tropa que dispare sobre los obreros rebelados. Así es como la primera decisión -enriquecerse- ha llevado inexorablemente a ese final. El judío reza a su dios, el protestante y el católico al suyo, y el resultado es esta "tierra prometida", el imperio de la crueldad y de la injusticia que, al socaire del poder militar, va siendo impuesto al planeta entero. Hasta ese momento de su carrera, Wajda aparece como un socialista convencido, a pesar de sus orígenes (se dice que es Conde). Pero, de aquí en más, su cine empezará a adquirir, paulatinamente, un carácter cada vez más crítico hacia el estanilismo y el comunismo polaco. El hombre de mármol es un filme realizado con una mezcla de técnicas documentales y de ficción y, el resultado, es una obra de gran aliento cuyo tema es la artificiosa -por demagógica- creación de "héroes del trabajo" en época estalinista, mientras se falseaba la democracia socialista debilitando el frente interno hasta provocar la caída del sistema. La segunda parte del díptico se completó -algunos años después- con El hombre de hierro en el que Wajda mostraba las etapas de resistencia obrera, capitaneada por Lech Waleza, contra el régimen, denunciando sucesivas represiones. Además de ese díptico, realiza Wajda dos filmes alegóricos sobre el mismo tema: la falta de democracia que el régimen -como aquí en occidente- decía falazmente asegurar. Así fueron Sin anestesia y Director de orquesta. El resto son obras aisladas, desorientadas, que no se inscriben en una línea temática, o incluso estilística; algunas de ellas bellas como La línea de sombra, según Joseph Conrad, o Las señoritas de Wilko. Otras, Incluso potentes, como su Danton que, sin embargo, al defenestrar a Robespierre en nombre de Danton, parece renunciar a la revolución olvidando la frese de Victor Hugo: "El que pone obstáculos al progreso es el que crea revoluciones"; o algo anodinas como Un amor en Alemania. El conjunto de la labor de Wajda es una obra monumental, con una primera mitad genial y una segunda que, si bien marca una declinación, no deja de tener rasgos de talento. De cualquier manera, Wajda es indudablemente, el más grande cineasta polaco y uno, entre los mejores, del cine mundial. De una nueva camada de jóvenes directores, habrían de destacarse Crzysztof Zanussi y Roman Polanski. El primero, de una obra más rigurosa, realizada en Polonia, se da a conocer en 1968 con Estructura de cristal, en la que describe el conflicto entre dos científicos, uno exitista, que se hace conocer en el extranjero y el otro modesto, serio, que se aísla en las montañas y dedica todo su esfuerzo a la investigación y a la ciencia. En Vida familiar nos muestra el conflicto generacional, a través de la historia de un hombre joven, integrado a la sociedad socializada, en visita a la casa familiar donde habita su padre, un ex pequeño industrial fijado a la época capitalista, y una hermana que en su inadaptación, asume actitudes extravagantes. Una casa detenida en el tiempo y un joven que se angustia al ver en él tics de su padre, que denotan una continuidad generacional que él creía superada. Otros filmes, como "Iluminación", denotaron la formación técnica del realizador y de un interés por teorías e investigaciones científicas. Un estilo seco, resta sugestión a su obra haciéndolo aparecer como un alma disecada. La obra de Roman Polanski, cineasta internacional por lo itinerante, es menos rigurosa y de menor calidad que la de Zanussi. Su opera prima en el largometraje, El cuchillo bajo el agua, realizado en Polonia, es un filme superficial sobrevalorado por cierta crítica. El bebé de Rosemarie es un filme notable dentro de la corriente demoníaca, obras superficiales sin más valor que el estar técnicamente bien ensambladas. Su comedia El baile de los vampiros quizás adolece de cierta superficialidad; hábiles productos de entretenimiento sin valor estético alguno. Superficial es su versión de El inquilino, una película psicológica a los niveles más elementales, tipo Psicosis, que no es siquiera lo mejor de Hitchcock. Impersonal es su versión del Macbeth de Shakespeare. Bien narrada y de destacable belleza plástica es su extensa versión de Tess del clásico inglés del siglo XIX Thomas Hardy, aunque peque de cierto academicismo y ceda al espectáculo y el melodrama. Chinatown a pesar de su reparto no es sino una película más. Extravagante pero original es su ¿Qué? con interpretación de Mastroianni y Hugh Griffith. Carácter y excelencia denota su original Cul de sac. Jerzy Skolimowski dirige Barrera en Checoslovaquia y luego Trabajo clandestino sobre obreros polacos en Gran Bretaña, donde se instala para filmar La mujer del baño público, todos filmes de buena factura técnica, interesantes; luego va a Australia para filmar con Alan Bates un filme tan llamativo como intrascendente. Andrzej Zulawski ocupó fugazmente a la crítica, pero fue Kieslowski el que motivó premios y suscitó admiración crítica. Se destacó ya en su La doble vida de Veronika o en Una película de amor pieza de estilo pero superficial. Más importancia tomó su Decálogo originado en la formación religiosa de Kieslowski. Pero la obra que le dio prestigio internacional fue su famosa trilogía Azul, Blanco Rojo, filmes realizados en Francia de estilo notable, que denotan una singular valoración por las relaciones humanas, a niveles individuales. En resumen, Polonia asoma tras el desastre de la guerra, en la obra de Alexander Ford. Tras él, con él, se forma una escuela polaca de cine que, como sucede siempre, tiene su núcleo en torno a tres o cuatro fuertes personalidad, en este caso: Ford, Wajda, Kavalerowicz y Munk. Después de ellos, personalidades aisladas fueron sucediéndose hasta este fin de siglo: Zannussi, Polanski, Zulawski, Kieslowski. Pero fue en aquella década de los cincuenta en que Polonia marcó su presencia más notoria, en el contexto del cine mundial. El cine polaco actual Tras el cambio de sistema, en 1989, el cine polaco cambió su forma de funcionamiento: hoy día está organizado de manera similar a la de la mayoría de las cinematografías de Europa occidental de tamaño medio. Para la realización de sus proyectos, los directores buscan co-financiación extranjera y productores privados; con frecuencia reciben también ayuda de las televisiones, ya sean públicas o privadas. Las ideas más valiosas son apoyadas por el estado, que asigna a su producción -por decisión del ministro- parte del presupuesto destinado a la cultura. Como industria, el cine polaco demostró su eficiencia ya a principios de los años 90, cuando se coprodujo en Polonia la Lista de Schindler (1993), de Steven Spielberg, y tres cocreadores de la película: el fotógrafo Allan Starski y los escenógrafos Janusz Kami?Ö‚ Äûski y Ewa Braun, fueron premiados con el Oscar. Aunque este cine se realiza en un nuevo sistema democrático, su tradición artística se consolidó en los años de la Polonia Popular. Especialmente en los años 1956-1981, cuando el régimen comunista perdió su severidad ideológica, el cine polaco consiguió, en su gran mayoría, evitar el cumplimiento de las exigencias propagandísticas del poder, y ponerse del lado de la sociedad. Fue en aquel periodo cuando se desarrollaron las dos corrientes artísticas más importantes en la historia del cine polaco: la "escuela polaca de cine", de los años 1956-1961, y el "cine de la inquietud moral", de los años 1975-1981. En especial sigue viva la tradición de la primera corriente, vinculada aún con la literatura romántica, si bien, es cierto que desde hace más de cuarenta años no vive el mayor racionalista y burlón de la "escuela polaca", Andrzej Munk (1921-1961), autor de, entre otras, La suerte bizca (1959) y Pasajera (1961, estrenada en 1963); y desde hace dos Wojciech Has (1925-2000). Su El manuscrito encontrado en Zaragoza (1964), relato iniciático de los tiempos napoleónicos, a tal grado se convirtió en un favorito de Martin Scorsese que este director compró todas su copias para restaurar la obra. El maestro del cine polaco, Andrzej Wajda, director de, entre otras, Cenizas y diamantes, La tierra prometida y El hombre de mármol, recibió un Oscar por el conjunto de su obra. Su reciente adaptación del poema nacional de Adam Mickiewicz, El Señor Tadeusz (1999) recordó a los polacos su fantasía colectiva sobre sí mismos, pero también les hizo darse cuenta de cuán lejos está esa fantasía de la realidad actual. Durante el festival de Berlín de 1999, la fundación americana Cinema Foundation otorgó a Wajda el Premio a la Libertad, que entregaba por primera vez, a las personalidades cinematográficas más valientemente creadoras de los países de Europa Central y del Este. Desde entonces el premio lleva el nombre de Andrzej Wajda, y cada año lo entrega él personalmente. En el año 2000 lo recibió la directora ucraniana Kira Muratowa, en 2001 el surrealista checo Jan Szvankmajer y en 2002 el joven director alemán Andreas Dresen. Pedro García Cueto |
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