El cine de Arturo Ripstein
Representación, desde el kitsch, del México otro | |
"Yo siempre he estado del lado de la diferencia", reconoce el director, al pasar revista a una obra cinematográfica donde el lugar más sugerente lo ocupan caracteres en quienes la otredad, además, viene marcada por la tragedia. Manuela ("El lugar sin límites", 1977), Perlita ("La mujer del puerto", 1991), Lucha ("La reina de la noche", 1994), Coral ("Profundo carmesí", 1996), Tomasa ("El evangelio de las maravillas", 1998), Lola ("La virgen de la lujuria", 2002) son algunas de las representaciones en ese carnaval de las apariencias, donde la estética del kitsch se precipita como una suerte de arrebato que reduplica, despilfarra, apura el hermético universo en el cual fluctúan sus pasiones y desproporciones. "Claustrofilia", lo ha llamado el mismo Ripstein, al referirse a los espacios cerrados, testigos del estallido a contracorriente del melodrama puesto a devorar la voluntad y el cuerpo de cada representación, desde la dependencia emocional hacia los hombres que las subyugaron. Este afán de claudicar ante lo amado que ellas esgrimen, como los restos del estandarte de una batalla perdida, pretende, siguiendo los lineamientos del género, derribar todos los obstáculos a su paso para alcanzar una comunión con su objeto, que el temor masculino a feminizarse o/y comprometerse transforma en violencia hacia la víctima quien, no obstante, aceptará sumisamente su suerte con tal de no perderlo, hasta humillarse o morir a manos del otro o por su propia mano. Arte de la resignación, pues, donde Ripstein combina un sentido irónico ante la vida, con cierta exasperación retórica visible en la puesta en escena y el trabajo de cámara. El barroquismo, producto del abigarramiento de muebles, altares, cortinas y espejos en los claustrofóbicos cuartos donde las protagonistas esperan, divagan y sufren, se crece desde la minuciosidad con que el travelling y el plano-secuencia recorren las superficies sobre las cuales cada una ha depositado las claves de la espera. Botellas, prendas interiores, collares, encajes, cigarrillos, flores, chales, siempre en desarreglo, relatan sus historias, igualmente desordenadas, a fin de reiterar "lo nocivo y perverso" del entorno, en las relaciones allí incubadas, llevadas a la fruición o destruidas, dependiendo del estadio del deseo donde ellas se hallen sumergidas. Al profundizar en la psiquis femenina desde el caos, el cineasta revela de manera esquemática las irregularidades, altibajos, contradicciones y desmanes del comportamiento masculino, poniéndolo en evidencia, dada su urgencia por penetrar, maltratar, anular, extorsionar al objeto, en aras de paliar su orfandad, mediante una dominación a la cual ellas se entregan estoicamente, aún a pesar de sí mismas, pues saben también que "vivir es morir". Y es en ese forcejeo entre uno y otro estadio de la existencia donde se forja el devenir de cada una, por y hacia sí mismas; no en vano la propia imagen frente al espejo las sorprenderá siempre vistiéndose, maquillándose, desnudándose, dialogando, en fin, con su yo y el otro, mediante encuadres donde la cámara continuamente recurre al juego entre el campo y el fuera de campo para recalcar lo soslayado de la comunicación entre los amantes. De lado, entonces, como quien no calza o busca pasar desapercibido, las protagonistas ripsteinianas entran en el perturbado acontecer de sus hombres buscando un amparo, seguridad, apoyo, complicidad que se les hurta; por eso insistirán en hacerse en ellos, pacientemente, hasta dominarlos con la osadía de su dependencia. Heroísmo de la debilidad que el macho hace trizas, dada la desproporción de sus excesos, destruyendo simultáneamente el único chance de felicidad al cual habría podido tener acceso. Esto, sin cejar un instante; espejeando así la obsesión del director mismo quien subraya, a lo largo de su filmografía, la intimidación y culpabilidad sentimental de los cuales ellas no podrán huir: "Primero las tengo bajo la agresión del mundo -masculina- y luego víctimas de sus propios errores, que son genéticos". Ante un panorama tan devastador, no extraña que toda su vida esté cargada de muerte, hacia la cual se arrojan con alegría, cual es el caso de Coral (Regina Orozco), o adoptan como destino, a la manera de la Manuela (Roberto Cobo). Inconsciencia o desgarramiento, entonces, resultan ser posiciones extremas entre las que las heroínas oscilan, barajando en su caída un amplio repertorio de gestos prestados del folletín radial y la telenovela; géneros estos a los que Ripstein homenajea, mientras traza su original perfil del México otro. Cabarets, prostíbulos, casonas desvencijadas, moteles de carretera, enmarcan las películas, generalmente desligadas de especificidad geográfica, a fin de hacer más desesperanzador el microcosmos que motoriza la acción de los personajes. Paisajes desolados, pueblos abandonados, calles anodinas albergan los ámbitos donde ellas preservan la ilusión por una mejora, llegando siempre de la mano de quien aman, lo cual es en sí mismo una utopía, al estar las protagonistas recluidas en un mundo de simulaciones controladas por el otro. Y ninguna tan aparente como la Manuela, quien seducirá a Pancho (Gonzalo Vega) y se dejará seducir por la Japonesa (Lucha Villa), en tanto esgrime los instrumentos de la simulación. Trajes, afeites, faralaos, mantones cautivarán con su lenguaje al personal del burdel, determinando, en la escena del baile andaluz, la dirección de su destino, pues la Manuela se territorializará entre las paredes del lugar e irá deteriorándose con ellas. Únicamente el rojo del traje flamenco permanecerá encendido, sirviéndole de reclamo para atraer a Pancho, y de mortaja cuando este la asesine, una vez expuesto ante el cuñado el parpadeo de su virilidad. Esta manera grotesca de llevar a la estética del camp el cuerpo travestido de la Manuela, tiene en el de la Perla (Evangelina Sosa) su representación más eficaz, pues quedará exento de toda culpa, pese a los excesos de que ha sido objeto. Ello, no solo para subvertir el trágico destino de su antecedente, es decir, Rosario (Andrea Palma) en "La mujer del puerto" (1933) de Arcady Boytler, sino para apartarse del kitsch irrisorio de la versión de 1949, donde la protagonista, en la dirección de Emilio Gómez Muriel, se metamorfoseó en una voluptuosa rumbera. El film de Ripstein, encadena algunos planos generales de los barcos entrando al puerto de Veracruz, como espejeo a la película de Boytler, pero a diferencia de este, redime a la heroína salvándola del suicidio, al ella aceptar con naturalidad el incesto con su hermano. "Después de un rato, no importa que seamos hermanos", apunta cándidamente, pulverizando así la doble moral masculina que busca transferir a la mujer su propia culpa, una vez satisfechos sus instintos. "No debe ser amoral sino inmoral" puntualizó también el mismo director antes de comenzar el rodaje, recalcando asimismo su compromiso con la transparencia sentimental y la exhibición abierta de lo que se hace pero se oculta, buscando mantener las apariencias. Con esta estrategia, entra lo sardónico pero con un giro inesperado, pues la visión apocalíptica de lo prohibido, se difumina a favor de la irrisión de las formas y los lugares en los cuales vibra el país alternativo. Mediante la decadencia kitsch del burdel, con su profusión de amarillos, carmines, lentejuelas y lamé bajo el azul de las luces, se hiperrealiza la representación, ya sea sobre el escenario donde entonar un bolero o enfrascarse en el sexo oral tienen la misma densidad semántica, o entre los bultos del puerto en que Perla y su hermano consuman el coito atándolos doblemente. Si bien, a diferencia de la Manuela, esta potenciará el rojo del vestido para hilar los pormenores de la representación con un final feliz donde el cabaret "Eneas", que abre el film, se metamorfoseará, en la última escena, en el cabaret "Carmelo", sobre cuyo escenario sigue inscribiéndose el significante oral pero, ahora, amparado y promovido tanto por el hermano-amante como por la madre, y la loca vieja presta a entonar, indistintamente, el fascista "Cara al sol" o los acordes de la canción tema del film de Boytler. "Cosas de la carne", concluirá críptica la madre, dejando en lo ignoto las consecuencias de pertenecer a esta familia alternativa y cuestionando, como el cineasta mismo, lo auténticamente feliz de ese final. "El happy end que la gente espera está completamente muerto de entrada en mis películas", insiste Ripstein; por eso Lucha (Patricia Reyes Spíndola), haciendo honor a su nombre, batallará con ahínco contra cualquier oportunidad de felicidad que la vida quiera brindarle, a fin de sumergirse en el dolor, el abandono, la bebida y, predeciblemente, el suicidio. Inspirada en Lucha Reyes, "La reina de la noche" hará extenso uso del género ranchero, del cual ella fue una de sus principales intérpretes, para puntuar el quebranto paulatino de la salud física y mental de la artista, instigado por los amores que, también predeciblemente, la usaron y la abandonaron. El material melodramático de la historia real queda moldeado en la diégesis del film mediante el espejo como recurso estilístico. Sobre su superficie se desdoblarán las confidencias, deseos, reyertas, confesiones, reconciliaciones y fugas del triángulo constituido por Lucha, Pedro y la Jaira, aprovechando, nuevamente Ripstein, la ambigüedad entre el campo y el fuera de campo para ahondar en la bisexualidad de la cantante y en la vaguedad del compromiso de sus amantes. Ello, puntuado igualmente por el rojo de los vestidos de la Jaira (Blanca Guerra), que tanto Lucha como Pedro (Alberto Estrella) deslizarán, para descubrir aquel cuerpo y cubrirlo con el suyo. El uso de la cámara subjetiva otorga fluidez a los cambios de escena y de época, promoviendo un continuum donde el espectador sigue sin obstáculos el discurrir de los personajes, estremeciéndose de la cantina al dormitorio con el avasallamiento de sus pasiones. Aún la madre de Lucha, madama de burdel casero, entre sus paroxismos místicos y operísticos encuentra tiempo para descalificar a la hija, a quien educó en la indiferencia sentimental, criticándola además por dedicarse a un género menor. "Lo que aprendí de ella es cantar y de cama en cama es mejor, casi ni se siente", le confiesa Lucha a Pedro, poco después de conocerse, a fin de reforzar las bases sobre las que se asentará la relación. Una relación condenada de antemano al fracaso pero inescapable a la vez, a fin de ser consistente con el modelo ripsteiniano. Pero, entre todas las protagonistas, posiblemente sea Coral la más representativa de dicho modelo, pues ya desde el primer fotograma intuimos el sin lugar de su existencia que se precipitará en espiral, hasta el aniquilamiento definitivo al lado de Nicolás (Daniel Jiménez Cacho), su compañero de viaje. Y si el absurdo de la jornada de la pareja está inscrito en el modo de desplazarse por la geografía mexicana, no es menos cierto que el encuentro de estas almas gemelas alude a uno de las primeras reglas del kitsch, es decir, que el estímulo -en este caso matar- pueda ser fácilmente discernible. Las novelas rosa, la pasión por el cine, el correo sentimental, la inadecuación ante sí mismos y el mundo, arrastran el descubrimiento en el otro, donde el rojo del traje de Coral registra, simultáneamente, el deseo y la muerte. Enfundada en él hace por primera vez el amor con Nicolás, y en él quedará tendida sobre un charco junto a su cómplice. Entre estas dos prendas, la profusión del carmesí actuará como hilo conductor del recorrido homicida, profundizado al histerizarse la relación y amontonarse el número de víctimas. Esto, cual si en el universo cerrado que habitan prevaleciera la heterogeneidad, el conflicto, lo imprevisible, apresados por la cámara mediante encuadres barrocos y planos fijos sobre los espejos donde ella explora la desmesura de su propia carne y él oculta, bajo un peluquín, su secreta y temida calvicie. El pastiche de momentos macabros, complejos estéticos y "amour fou" se alía con la variedad de locaciones, hasta entonces inexistente en la filmografía de Ripstein, para erigir una completa y compleja alegoría del México otro, que había emergido fragmentada en las películas anteriores. De hecho, "Profundo carmesí" supera, por su complejidad y densidad simbólica, la linealidad del original -"The Honeymoon Killers" (1969) de Leonard Kastle- enlazándose más bien al carácter multidimensional de los films de Raúl Ruiz, donde la estética barroca también se particulariza con eficacia. Aquí, la exageración y el artificio llevan al kitsch lo grotesco de las pasiones encontradas, tal cual lo ilustra la secuencia de la simulación del matrimonio entre Nicolás e Irene (Marisa Paredes), frente a la tumba del marido muerto, donde ella ha emplazado la estatua de la virgen con que Coral, llevada por los celos, la asesinará en su noche de bodas. Igualmente, el tono de galán radiofónico y caballero español, que Nicolás le imprime a su voz, deviene mueca al trastornarse por causa del peluquín. "¡No necesito tu lástima, necesito mi peluca!", le grita a Coral cuando, en ruta, el viento se lo vuela. "Es que preferiría usarla por si viene la prensa", le sugiere también al policía, a fin de que lo ejecuten, no tanto con las botas, sino con el bisoñé puesto. "El amor loco, la locura de amor profesada por estos terribles enamorados, estos últimos humillados y ofendidos, le confería una feroz poesía al horror", asienta el director, reafirmando el vínculo de los protagonistas en la sangre, como apogeo del melodrama y clímax del encadenamiento de acciones, punteadas por un marcado lirismo que renueva continuamente la atención del espectador, halándolo hacia lo fascinante, por lo perverso, del espacio fílmico. Allí, entre artefactos que reciclan la iconografía del kitsch religioso, los ídolos del cine romántico, el género rosa y el confesional, quien se ubica del otro lado de la pantalla, experimenta vicariamente lo antinatural de las acciones, la torsión y deformación de la carga sentimental, el trompe l'oeil de la representación dentro de la representación, multiplicada a su vez por los distintos espejos, y la pluralidad de puntos de vista producto de la soltura con que los movimientos de cámara encuadran la acción. Todo esto, consecuencia del modo como Ripstein ha afinado su estilo, sin afiligranarlo hacia un preciosismo vacuo, edulcorado o artificioso. En este sentido, ha sido fiel a su maestro Luis Buñuel cuando afirmaba: "Nunca me ha gustado la belleza cinematográfica prefabricada, que, con frecuencia, hace olvidar lo que la película quiere contar y que, personalmente, no me conmueve". Por eso el film, como "cirugía dentro del corazón de la bestia humana" oscila sin obstáculos de lo sublime a lo grotesco, estremeciendo y estremeciéndonos con el torrente de sus impulsos, pero sin caricaturizar a sus caracteres ni acartonar los ámbitos donde se despliegan los instrumentos de la mímesis. Quizás sea por ello que "El evangelio de las maravillas" conmueve sin ridiculizar el fanatismo de su asunto, en el cual fácilmente hubiera podido caer el cineasta. Lo sugerente de esta película es, entonces, el gusto con que el director desacraliza el imaginario religioso, llevándolo al límite donde se hace apariencia pura. Pura apariencia dable de exponer los entretelones del culto de la Nueva Jerusalén, mediante imposturas provenientes de las sexualidades alternativas, lo apocalíptico y el collage histórico, visibles en las superproducciones bíblicas del cine de Hollywood y la alienación propia de los videojuegos. Como remedo kitsch de la iconografía sacra, los protocolos de la secta para afrontar el fin del mundo, se vuelven parte de la reflexión en torno a la frontera y lo que les espera a sus integrantes, más allá de la vida terrena o de la que bulle del otro lado del Río Grande: "Disneylandia o la huida hacia los paraísos y/o purgatorios creados", entre "el reino nacionalista y el artístico", en cuya línea divisoria se ubica la cámara, ficcionalizando lo documental y documentando la ficción. Ello con objeto de exponer, no tanto el patetismo de la secta, sino los males intrínsecos a la sociedad mexicana y, por extensión, hispanoamericana. El caos nuestro, en el cual se sumergen los miembros, y el recargamiento de la escena, abren un insondable abismo entre realidad y representación, donde la percepción de los fenómenos se nubla y la esperanza se deposita en la niña Tomasa (Flor Eduarda Gurrola), oscilando entre la inocencia y la perversión. Los binomios virgen/prostituta, santa/hereje dirigen, así, la acción y reacción de los iluminados postergándose en las procesiones y las oraciones, mientras aguardan el desenlace del cual ellos se sienten exentos por inmortales. Ante esta perspectiva, el absurdo toma un papel protagónico, definiendo los intercambios entre personajes que irán abismándose con el desarrollo de la diégesis, hasta la aniquilación última. Aquí lo excéntrico coexiste con lo grotesco y tragicómico, consignado mediante una estructura fragmentaria, donde la progresión de las secuencias espejea los distintos pasos del viacrucis, en ambientes contenidos dentro de sí mismos, a fin de hacer más insondable la enajenación de un contingente tan impreciso como sus metas. "Esta es mucho más una película de atmósferas y de ideas generales que de personajes específicos", recalca el director, priorizando entonces los temas relativos al ser continental, y ubicándolos en un registro multifocal para su mejor observación y comprensión. Como en los cuadros del también mexicano Julio Galán, el grado de seriedad que el receptor confiere al momento kitsch, viene dado por el poder del argumento para estremecer. Esto, sostenido por una mise-en-scène donde los símbolos del catolicismo, las muñecas Barbie, las decoraciones navideñas, y la estética de prostíbulo y botiquín conviven en un mélange deslastrado de toda jerarquización, a fin de hacer más impactante el rosario de desórdenes de los sentidos. Incesto, prostitución, suicidio, asesinato, enajenación, seudomisticismo puntúan la diégesis sin solución posible, reflejando, consecuentemente, los males de la sociedad misma. La escena final con Papá Basilio, el guía espiritual de la secta, reviviendo los símbolos de la representación, mientras mira su propia película en medio de la lluvia, alegoriza la persistencia de los males que aquejan al continente y, como la esperanza de los más vulnerables, queda arrasada por la fuerza del horror pero renace con cada nueva generación, perpetuando la miseria y el atraso de nuestros pueblos. Cual un paréntesis en su reflexión sobre el México otro, Ripstein, en "La virgen de la lujuria", se devuelve a la nostalgia por la estética de las producciones con Libertad Lamarque, Dolores del Río y María Félix contemporizando, en la figura de Lola (Ariadna Gil), la sexualidad que, en los años cuarenta, aquellas estrellas solo podían apuntar ocupando, con la expresividad de sus rostros, la totalidad de la pantalla. Si bien, estéticamente, el film recupera aquella época, otros temas, como el postergarse de los exilados republicanos a la espera de quien se deshiciera del Caudillo, se imbrican en el argumento. Se parodia así al conjunto mediante las tertulias de café, las fotos en blanco y negro de una representación teatral donde acaban con el Generalísimo, y los intertextos al descomedimiento de los desfiles militares protagonizados por el dictador mismo. La doble actuación de Lola, dentro y fuera de cuadro, sola o interactuando con Gardenia Wilson (Alberto Estrella), el luchador enmascarado de quien está inútilmente enamorada, y Nacho (Luis Felipe Tovar), el camarero del café "Ofelia" igualmente seducido por la prostituta, moviliza la acción al interior de un marco tipificado por la claustrofilia. De hecho, la película transcurre fundamentalmente en el espacio cerrado del café, cual universo contenido en sí mismo y depositario del fetichismo de Ignacio y Lola, el racismo del dueño, la ambigüedad sexual del luchador y las domésticas intrigas de los exilados; todo ello enmarcado por una escenografía artificiosa y una fotografía muy saturada que profundizan la simulación. Al privilegiar nuevamente un entorno sellado, Ripstein anega con la sobresignificación baudrillardiana el abanico temático, otorgándole una lucidez extrema a los gestos de sus caracteres. Los de Nacho, por ejemplo, peinándose ante el espejo, besando a la virgen de yeso y a la de carne, y obsesionándose con los guantes de encaje negro de Lola, devienen pinceladas dables de trazar los rasgos fundamentales de este, sin desviar la atención hacia lo redundante o meramente anecdótico. Tal estrategia le permite también al cineasta regresar con precisión sobre cada uno de aquellos actos, desde la evocación y la memoria provenientes de su particular "recherche", ya sea la vivida, la imaginada o la inventada, para justificar su existencia y la de los otros. "La vida es pura añoranza de la vida ajena", afirma categóricamente ante Lola, Raquel (Patricia Reyes Spíndola), una mujer más curtida por los desamores y el discurrir del tiempo, a fin de reiterarse en el lugar que le corresponde dentro del firmamento ripsteiniano. En este sentido, la mayor parte de las protagonistas, orbitando el cosmos del director, tienen en común su ahínco por hacerse desde las vidas de quienes no les corresponden, o les corresponden a medias, postergándose entre las paredes de sus habitaciones y lanzándose incluso al exterior, para aferrarse a lo que terminará aniquilándolas. Esto es así pues, tal cual ocurre en las novelas de la cubana Zoé Valdés, también en la obra de Ripstein la ilusión permea los distintos estadios de su discurrir, alejándola del realismo documental del Buñuel de "Los olvidados" (1950), y emparentándola a los melodramas de Fernando de Fuentes y Roberto Gavaldón. Cineastas estos, para quienes las protagonistas femeninas responden a los arquetipos de la diosa, la madre, la santa o la mala mujer, deslastrándolas de la múltiple gama de matices que conforman lo femenino. Por supuesto, el vuelco proviene de la distancia irónica con que Arturo Ripstein desconstruye el estereotipo, consagrado por los films de la Época de oro, acercándolo a nuestra contemporaneidad sin desvirtuar ni deformar sus contenidos. Ello, a fin de darnos una personal visión del México otro, como un "espejismo retrospectivo", donde confluye el tornasol de sugerencias que quizás, en la realidad de hoy, se hayan perdido para muchos de nosotros. El modo entonces como las películas de este director condensan, a la vez que subvierten, el devenir del ser mexicano, revisitándolo para las generaciones actuales alienadas por la transculturización y la realidad virtual, fertiliza simultáneamente el discurso en torno al espinoso asunto, por su ambigüedad, de la identidad hispanoamericana, iluminando, además, con el resplandor de la diferencia, lo propio de una cultura, donde el resto del mundo iberoamericano encuentra numerosas conjunciones y se refleja, borrosamente, cual si de un espejo no del todo nítido se tratara. Alejandro Varderi |
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