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Pablo Larraín y su trilogía de la memoria

      La trilogía de Pablo Larraín, sobre los años duros de la dictadura pinochetista,  recoge la fractura social e ideológica de Chile. Una fractura, representada por los enfrentamientos entre partidarios y detractores del régimen, generalmente alineados con los estamentos conservadores y oligarcas, versus los intelectuales liberales y las clases populares, a fin de llenar las lagunas producto de una amnesia colectiva, agudamente captada por la cámara del cineasta.
De hecho, el motor inicial del proyecto fue, justamente, el recuperar una memoria que la sociedad chilena, como pasó en otros países latinoamericanos tras los años de la Guerra Sucia, había querido enterrar para iniciar un nuevo período en su historia. Según el propio director: "Vi documentales filmados clandestinamente. También hablé con mucha gente y les pregunté qué recordaban del período 1975-1980. Y la respuesta era casi siempre: 'nada'. Yo no podía creerlo. Lo que me decían era tan impreciso y vago que pensé: '¿Por qué? ¿Qué pasó aquí?' Algo ha sido deformado, borrado, como un mal sueño. Lo que obtuve de mi investigación no fue una idea en particular o los hechos reales, sino un tono, una atmósfera. Esto es lo que quería lograr. Esta combinación de miedo, tristeza y extrañamiento, producto de no saber qué iba a ocurrir al día siguiente".
"Tony Manero" (2008), "Post Mortem" (2010) y "No" (2012) pretenden darle voz a esa desmemoria, puesta a deformar la realidad de los hechos, adaptándolos a las conveniencias de quien recuerda por ausencia, pues los protagonistas sobrevolarán la realidad circundante huyendo, evadiéndose o manipulándola, dependiendo del lugar donde se ubiquen en el miedo compartido, tal cual indica el también chileno Pablo Lemebel, "acaparando velas y más velas para encender las calles y cunetas, para regar de brasas la memoria, para trizar de chispas el olvido".
No en vano la cinematografía de "Tony Manero" tamiza con una luz mortecina las escenas, buscando amortiguar la fosforescencia del temor que irradia desde las persecuciones, desapariciones, torturas y asesinatos, amparados por el toque de queda nocturno o el gris matinal del cielo de Santiago. Un Santiago sin especificidad, con objeto de hacer más turbador el anonimato de quienes sobreviven en el margen urbano, o lo intervienen maniobrando por los laberintos del recelo y la sospecha.
En tal sentido, Raúl (Alfredo Castro), el simulacro de John Travolta en "Saturday Night Fever" (John Badham, 1977), deambula por calles precariamente iluminadas, descampados y cines de barrio exterminando a seres tan desamparados como él sin inmutarse. Únicamente llorará sentado ante la pantalla, mientras repite, sin entender, los parlamentos en inglés de Tony, en una kitschifización lingüística que ironiza la transculturación del país, cual si solo lo que viene de Estados Unidos pudiera, como a Raúl, conmoverlo.
Correr con el televisor del crimen a cuestas por la acera de casas donde se enquista la pobreza, o huir de la brigada policial liquidando, antes que lo haga él, a un subversivo en un basural cercano a la pared donde puede leerse un grafiti pidiendo "muera el asesino", son entonces estrategias puestas a confrontar, desde lo grotesco del objeto ensangrentado, ya sea el aparato o el texto anhelados, la deformación del ser nacional, embrutecido por la ignorancia, el despotismo o ambos a la vez. Pues, dentro de la diégesis del film, la una contamina al otro en un revoltijo de códigos y de enunciados, dables de fusionar estos sombríos componentes de la identidad chilena, enquistándolos en la conciencia del país; con lo cual el yo colectivo, como la conciencia misma, busca anular de su imaginario las raíces del desasosiego que son, justamente, lo que Pablo Larraín quiere reconocer.
La pantalla se convierte así, en espejo donde el chileno evade verse reproducido, pero no tiene más remedio que hacerlo y por partida doble. Especialmente en las secuencias donde Raúl, hipnotizado frente a la otra pantalla, lleva al hiperreal al personaje de Tony Manero, hasta el punto de ultimar al proyeccionista y llevarse la cinta cuando -exceso de la irrisión- llega a la sala y ve que la han cambiado por "Grease" (Randal Kleiser, 1978).
En la soledad del cuarto de la pensión-restaurante donde vive y actúa, Raúl ideará, gracias a la cinta y un piso de bloques transparentes, botín de otro asesinato, una simulación casera de la discoteca donde baila Tony, aquí acompañado por Cony (Amparo Noguera), la amante ocasional, y Goyo (Héctor Morales), el joven rival y activista político, a través del cual entrará el terror de la represión en aquella casa, arrasando con sus habitantes. Todos menos Raúl quien, una vez más, logrará escapar de esta macabra representación para volcarse a la única que verdaderamente le interesa.
"No se puede hacer chistes cochinos. No se puede hablar del gobierno ni decir groserías: cosas básicas",  informa a los asistentes, en la escena inicial del film, la productora del concurso televisivo "Los igualitos", del programa del mediodía "El Festival de la Una", el día cuando no eran los Tony Manero sino los Chuck Norris las estrellas del programa. Con ello, Larraín asienta el tono irónico que sostendrá a lo largo de la cinta, especialmente en las secuencias dentro del estudio donde se graba el show con público en vivo votando, a falta de otra posible forma de ejercer ese fundamental derecho, por el concursante más parecido al personaje interpretado por John Travolta. Una copia entonces, que no será finalmente Raúl, viendo impotente cómo un joven, más energético y socialmente aceptable, se llevará el codiciado premio, dejándolo a él en la estacada.
Un primer plano del protagonista, dentro del autobús donde viaja el ganador con su esposa, alegoriza, en la inexpresividad del rostro, el aletargamiento fomentado por los regímenes autocráticos, cuyo hermetismo constituye la base de su poder. Por ello, entregarse a un coma moral a fin de evadir su responsabilidad, es también un mecanismo de sobrevivencia para quienes, abierta o tácitamente, apoyan y se benefician del sistema. En la dirección de Larraín, las claves de tal hueco semántico son absorbidas por el blanco del traje Travolta que, en medio del horror externo e interno, Raúl "saca a pasear" como si se tratara de una adorada mascota, depositando allí la carga sentimental de un yo, desfigurado por la falsedad del personaje que cree ser y, sin embargo, encierra la sola experiencia auténtica capaz de sacudirlo de aquel letargo.
El juego de plano-contraplano entre Raúl y la audiencia del concurso, articula los componentes de la mímesis dentro de una circunstancia que los supera. Al protagonista, porque empequeñece y banaliza lo espantoso de sus crímenes haciéndolos, por consiguiente, más punzantes; y al público en estudio, porque remeda lo fachoso de la manipulación del ciudadano y el amordazamiento de sus libertades durante el pinochetismo. Una época, de la cual el circo televisivo deviene residuo de aquella aura de bienestar para los más relegados, proveniente del gobierno de Salvador Allende, y bombardeada por los militares que atacaron el Palacio de la Moneda a fin de derrocarlo.
"Post Mortem" se abre con el plano medio de un tanque aplanando los objetos que quedaron olvidados sobre el asfalto de Santiago, aquel 11 de septiembre de 1973, cuando las fuerzas armadas interrumpieron el proceso democrático chileno, arrasando a su paso con las vidas de decenas de transeúntes, testigos, viandantes y simpatizantes del régimen constitucional de corte marxista instaurado por Allende. A la morgue donde trabaja Mario (Alfredo Castro), transcriptor de las autopsias que realiza el Dr. Castillo (Jaime Vadell), van llegando los cadáveres de las víctimas, amontonándose en escaleras y pasillos bajo el secretismo de los oficiales destinados al lugar; uno de los cuales amplifica lo grotesco de la escena, cuando para aclararla asienta: "Se ha declarado un estado de guerra, y en la guerra siempre hay bajas", cayendo poco después acribillada Sandra (Amparo Noguera), la asistente del médico forense, cuando pedía explicaciones al porqué de los insensibles homicidios.
Con esta estrategia, el cineasta yuxtapone las posiciones encontradas, diseccionadas por los intelectuales con la vuelta de la democracia, que polarizaron a la sociedad y llevaron al exilio a miles de chilenos, escapando a las persecuciones de una dictadura cuya desmesura sorprendió a muchos, en principio partidarios del derribo del gobierno de Allende.
"Yo creo que la solución está en las armas. Armar al pueblo, armar a las células, armar a las organizaciones sociales, los sindicatos, las juntas de vecinos. Así pelearon los vietnamitas y así tenemos que pelear nosotros", conmina a sus colegas el Dr. Castillo, mientras almuerzan poco antes del golpe, echando mano al discurso del "buen revolucionario" que permeaba entonces los estratos profesionales medios, de donde provenían los artífices de las políticas económicas y sociales de la administración. "Ho-Ho-Ho-Chi-Minh lucharemos hasta el fin", responden, entre bocado y bocado, los demás comensales, en un instante de arrebato, rápidamente esfumado con la escena siguiente, cuando la cámara nos los muestra en plano medio, sobre el espejo donde se observan mutuamente cepillándose parsimoniosamente los dientes, antes de volver a sus labores de disección.
Esta capacidad de Larraín de moverse de lo comprometido a lo corriente sin transiciones, imprime a la diégesis el ritmo característico dentro de la trilogía, reconstruyendo simultáneamente las particularidades de la época con gran fidelidad técnica, al utilizar el tipo de equipo y material fílmico existentes entonces, y evitando intervenir artificialmente la cinta durante el montaje. Consecuentemente, el reconocimiento de la Historia espejea la veracidad documental dentro del cine de ficción, logrando además una inmediatez dable de revelar, con   carácter de urgencia, los entretelones del ser chileno, para exponer abiertamente sus miserias.

Colocó a una negra de primera vedette y me viene a hablar a mí de elegante. Yo soy lo más elegante que tú has visto en tu vida, Patricio. Mi casa está llena de libros, no seáis grosero. Yo soy la Nancy Puelma, huevón. Y vos que sois: un maraco que le dio el gusto por el lujo. Primera generación con zapatos.

Se explaya Nancy (Antonia Zegers), vecina y oscuro objeto del deseo de Mario, para establecer una distancia que explota la diferencia social y racial, determinando el lugar de cada quien dentro del colectivo. La existencia o no de rasgos indígenas, la tenencia o no de "pelito malo", la pureza católica del nombre de pila, la importancia histórica de los apellidos, cual marcadores heredados del período colonial, se constituyen además en los medidores de la integridad del yo y sus resonancias, reverberando desde una utopía que, en el caso de Nancy, es la sola quimera dable de iluminar la opacidad de su existencia.
Los dos planos fijos de las cenas entre Nancy y Mario profundizan la falsedad, pues los ponen frente al otro, no en términos reales sino teatrales; como si fueran personajes de una representación, que los sollozos compartidos frente a un magro huevo frito llevan a lo cursi, y la declaración de amor de Mario en el restaurante chino, donde invita a Nancy para impresionarla, arropa. Se prolonga así la fantasía de una relación condenada al fracaso antes de gestarse, dada la imposibilidad de ambos para verbalizar la auténtica razón de su adulterado deseo. Mario, porque percibe a Nancy como uno de esos cuerpos tendidos sobre la camilla de la morgue esperando la mano que lo diseccione, y Nancy, pues ve en Mario la prolongación de esos maracos útiles solo mientras pueda utilizarlos. La manipulación es entonces doble, aun cuando en el caso de Nancy resultará mortal, al ella encontrase del lado de los perdedores.
Cuando la brigada represiva irrumpe en su casa desapareciendo al padre y al hermano, y ella tiene que esconderse con su amante, también perseguido, dependiendo ahí para la sobrevivencia de su ingenio para aprovecharse de Mario, el film entra de lleno en el espacio polarizado de la realidad chilena. Y, tal cual ocurría entonces, quienes se aliaron con la dictadura militar tenían más probabilidades de subsistir, por lo que será Mario quien acabará aniquilándolos a los dos al saberse traicionado.
La detallada autopsia del cadáver de Salvador Allende frente a la plana mayor del ejército, capitaliza las inconsistencias de su muerte, y se constituye en mueca hacia el poder simbólico del cuerpo insepulto, que otros líderes como Lenin, Ho Chi Minh y Evita conservan una vez embalsamados, a fin de perpetuar el carisma del cual se aprovecharán sus herederos para hacerse con el mando, aludiendo a su sintonía con el difunto.
Con ello la momia se une al caudal del kitsch básico constituido por fotografías, amuletos, efigies, collares y estampitas, que los seguidores reverencian junto a las efigies de su culto particular. Algo de lo cual Allende carece, al no existir un Museo de la Revolución o un Valle de los Caídos donde ir a rendirle pleitesía. "Pa qué tenís tanto motivo religioso", le pregunta también Nancy a Mario al entrar por primera vez en su casa, añadiendo otra capa de sentido al kitsch contenido en las imágenes del santoral católico, y otra vuelta de tuerca al absurdo de una existencia puesta a calcar las incoherencias del ser nacional, debatiéndose entre la memoria y el olvido.
La estética de lo cutre, característica del estilo de Larraín, da paso en "No" al tecnicolor de la esperanza, presente en el lema de la campaña y plebiscito de 1988 para separar a Pinochet del poder, tras quince años sin elecciones. "Cosmetizar el pasado" será, no obstante también, lo que René (Gael García Bernal) haga desde su lugar como publicista, buscando atraer a los sectores jóvenes, y vencer el miedo de sus mayores para quienes la dictadura era una certeza cotidiana. Descartar el uso de imágenes poco fotogénicas del terror dictatorial, a favor del atractivo ornamental de edulcoradas instantáneas, tomadas en manicurados prados y sanitadas calles, con gente atractiva irradiando felicidad, bajo el lema "Chile, la alegría ya viene", compitió exitosamente contra la campaña a favor de Pinochet. Una campaña mucho más ceñida al protocolo institucional y al servilismo del establishment hacia la figura del dirigente elegido, si no por la "gracia de Dios", como su homónimo español, sí por la fuerza de las armas.
 "Huevón, votar en este plebiscito es decirle que sí a la Constitución de Pinochet", le echa recelosamente en cara a René la esposa, en un momento cuando votar, aunque fuera en contra, podía entenderse como una validación del régimen. Estrategia esta, producto de una resistencia pasiva errónea, pues favorece ultimadamente al sistema que se quiere revocar, ya que solo una participación activa tiene alguna posibilidad de producir el cambio. Desaprovechar los angostos márgenes de disidencia que un gobierno absolutista cede, ya sea por presiones externas, como fue el caso de Chile, para expresar el descontento, redunda en un suicidio político cuyas consecuencias son siempre dolorosas y de largo alcance histórico, tal cual lo demostró más recientemente Venezuela durante el chavismo, dado el continuo ausentismo a la hora de ir a las urnas en momentos clave de la  batalla por preservar una pluralidad democrática, progresivamente erosionada por la Revolución Bolivariana.
Cuando Lucho (Alfredo Castro), el director de la empresa donde trabaja René, se compromete a diseñar la campaña del Sí a Pinochet, el duelo entre ambos creativos le sirve al cineasta para mostrar una radiografía del momento, con los subterfugios y amenazas de la derecha abocada a intimidar a René, una vez su campaña empieza a hacerle dudar al Estado que el plebiscito vaya a ser una formalidad solamente. El efecto del afecto, arrastra entonces a los distintos sectores hacia una victoria, brevemente cuestionada por Pinochet, quien en los primeros momentos de euforia nacional quería desconocer los resultados, pero fue frenado por sus propios generales.
El uso de imágenes reales de las campañas dentro del montaje, y una factura técnica ceñida a las especificaciones de la época, otorgan al film un carácter documental que, al contraponerse con la ficción del argumento, ha producido reacciones a favor y en contra, cuya dinámica valida la importancia de la película, pues muestra cuán polarizada sigue estando la sociedad chilena pese a las décadas transcurridas. Otra función del kitsch, como nivelador de las apariencias provenientes de percepciones encontradas sobre un mismo original que, al confrontarse, trascienden lo meramente frívolo, en aras de una seriedad cuyas consecuencias aquí son de enorme resonancia, pues produjeron lesiones muy profundas, sin cuya cicatrización nunca podrá lograrse una auténtica reconciliación nacional.
 "Esta es una campaña que pretende silenciar todo lo que ha pasado en Chile pero la historia les pasará la cuenta porque ustedes son esas imágenes", sostiene uno de los afiliados de izquierda a René, cuando este desvela algunas escenas de su campaña, por considerar que trivializan la resistencia al régimen y desconocen a los muertos y desaparecidos. Ello, dicho sin percatarse de los formulismos concernientes al lenguaje publicitario, cuya función es la de manipular emocionalmente a la audiencia para venderle un producto que es, ciertamente, la meta del protagonista, en un momento histórico donde gran parte de la población vivía atenazada por el miedo a disentir.
Con esta secuencia, el cineasta critica la falta de proyección futura de la resistencia entonces e, indirectamente, cuestiona el Chile de hoy vendido, con la aprobación de aquellos mismos revolucionarios, al capital internacional, en detrimento de un pueblo sometido a la dictadura corporativa, de cuyas prebendas siguen beneficiándose, básicamente, los mismos grupos de poder que apoyaron el golpe militar contra Salvador Allende.
 "Porque cuando se vive bajo las dictaduras (…), la memoria ya no es claridad o pensamiento. Se transforma en una posesión de los dictadores, en juego y nunca misión. Es una pertenencia enigmática, solitaria, que solo sirve para perseguir y no para la identificación colectiva y amorosa de un país", sostiene la autora venezolana Elisa Lerner. Y esto es, en última instancia, lo que Pablo Larraín quiere indicarnos mediante su trilogía: que la memoria no le pertenece a los chilenos sino a la sombra de Pinochet. Por eso, defender ciegamente su administración, aceptarla sin cuestionarla, evadir la propia responsabilidad en ella, o achacar a diferencias ideológicas el desconocimiento de sus desmanes, implica mantener vivo al dictador para las generaciones por venir, clausurando, simultáneamente, toda posibilidad de diálogo, a fin de arrasar con los temores, complicidades e indiferencias, que impiden hacer de Chile un país más justo para todos.
La facultad de desmantelar el miedo, dentro de la obras de Larraín, contribuye a poner en perspectiva los absolutismos hoy, cuando nuevas autocracias apuntan, aliándose con las tiranías de otros bloques geográficos, buscando desestabilizar el continente. Mantenerse alerta, a fin de evitar infiltraciones foráneas, es el reto para impedir que la soberanía de nuestros países peligre y nuevos colonialismos se apoderen de la región en el nuevo milenio. Un peligro que pagaremos muy caro cuando vuelva a girar la rueda de la historia.

Alejandro Varderi Tony Manero
Post mortem
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