Antonioni: un cineasta de la imagen
La etnografía presente en ambos directores para crear un discurso antropológico del hombre, visto como un ser en sus costumbres, va perfilando ya dos carreras muy distintas, pero que encuentran cierta convergencia en la mirada al ser humano, una mirada atenta, escrutadora, minuciosa, de entomólogo. No en vano, Antonioni ya había escrito un artículo sobre La terra trema en la revista Bianco e Nero, donde colaboraba.
El cine de la incomunicación de Antonioni llega con una serie de películas donde el realizador plantea ya la dificultad del ser humano de encontrar una simbiosis en otros seres, como si cada uno de nosotros escondiese un universo intransferible, cuyo hermetismo imposibilita el descubrimiento del otro, naufragando ambos, el uno y el otro, en un mutismo, esencial en su cine. La belleza de las imágenes, en el silencio presente de sus vidas, convierte al cine del director italiano en uno de los más interesantes de la década de los sesenta, como creador de símbolos y metáforas de gran calado existencial.
La Aventura (1959), La noche (1961) y El eclipse (1962), son la cima de ese cine donde podemos ver la falta de comunicación de los seres, en un continuo ejercicio de miradas, que desvelan las inmensas soledades en que transitan sus vidas, hay una belleza presente, en el silencio de los amores truncados de estos seres, que ya saben que no volverán a vivir el destello del amor, envueltos en un mundo se sombras que inundan sus vidas.
En estas tres películas, vemos a personajes que vuelven, inmersos en su vida gris y cotidiana, Claudia y Sandro, casados después de la escena de la pietá del final de La aventura, son el matrimonio Pontano que, tras la última escena de La noche, se separan en la primera secuencia de El eclipse. En definitiva, vivimos con seres que siempre son los mismos, vidas calcadas, donde la unión matrimonial va surcando la mediocridad, va generando un espacio de rutina y de aburrimiento, todo, por falta de comunicación.
Todo es un desencanto, parece decirnos Antonioni, porque sus personajes hilvanan sus vidas grises poco a poco, en un progreso inevitable a la muerte. En La aventura (rodaje muy complicado, donde ocurrieron multitud de problemas que sería muy extenso citar), Sandro y Claudia (Gabriele Ferzetti y Monica Vitti) viven la rutina sentimental de sus vidas, vemos el mar, la isla, el lugar donde pasan una temporada, vemos el paseo juntos, pero sin diálogo posible, donde Sandro escenifica el hombre que desea a la mujer, como cuerpo, pero ya no la ama, mientras que Claudia es la mujer que ya ha perdido el amor, como si el sexo solo fuese un eco antiguo que apenas fuese perceptible, por Sandro. La diferencia es clara, el hombre sigue sintiendo el deseo sexual, aunque ya no exista el amor, pero la mujer, perdido el vínculo afectivo, ya no siente nada, pasea con un desconocido, por un bello paraje, donde no hay palabras, solo los ruidos de las olas al chocar con el mar.
En La noche, volvemos a ver a un matrimonio, los Pontano, Giovanni (Mastroianni) y Lidia (Jeanne Moreau), ambos envueltos en la falsa relación, una incomunicación latente que va pesando a lo largo de la cinta y que nos recuerda a Sandro y Claudia. Si Giovanni es el escritor que va a visitar a un amigo moribundo, Lidia es la mujer que deambula por la ciudad, aburrida, porque su marido no tiene nada que decir, viven ambos en mundos herméticos, tan diferentes que solo la rutina los mantiene juntos.
Aparece la fiesta en la segunda parte de la historia, con la figura de Monica Vitti, la actriz fetiche de Antonioni y pareja del mismo durante ocho años, como una fantasía para un hombre abrumado por su mundo literario, hombre deshecho en la rutina de su mediocridad, ser que solo ve personajes ficticios, que no entiende la vida y el precipicio que supone. Valentina, el personaje de la Vitti, se divierte en un salón vacío, es un personaje literario, una heroína sacada de las novelas de Fitzgerald, que anima la rutina de Giovanni, ser que no consigue escribir, hombre muerto en vida, por falta de inspiración, incapaz de trasladar al papel sus ensoñaciones literarias, ve en la mujer que baila en el salón una figura viva, más real que su mujer, la cual deambula por la ciudad, desvelando la gran soledad que padece.
Antonioni filma con La noche un tratado sobre el vacío de la vida, que culmina en El eclipse (fue Premio Especial del Jurado en Cannes), vemos de nuevo una obra tocada con la maestría de un observador, en una película, de nuevo, lenta, que va surgiendo en pequeñas secuencias para despertar al espectador del letargo vital. Pretende con la cinta acercarnos a un juego, de nuevo, Monica Vitti, ahora el guapo Alain Delon, en una trama donde Vittoria (Monica Vitti) abandona a Riccardo (nuestro Paco Rabal), para iniciar un periplo por un mundo nuevo, mujer ciclotímica, que altera la felicidad y la alegría, ser que va despertando pasión y abulia, una mujer desequilibrada, donde la infancia y el mundo adulto conviven peligrosamente. Conoce a Piero (Delon) y establecen el juego de miradas (tan habitual en el cine de Antonioni, mucho más presente que el diálogo). Pero la relación tampoco triunfa, condenada a lo efímero, el mundo de los negocios de Piero se impone sobre la mujer, la cual se marcha, mientras el sigue en su despacho, condenado a sus hábitos y a su infelicidad. Los personajes se eclipsan, como el título de la película, porque no han sabido mantener la magia del amor, el encantamiento necesario para permanecer, la belleza del silencio lo cubre todo, en este universo de seres que han fracasado en la vida.
Pedro García Cueto
