Título: Trauma Dirección: Lucio A. Rojas Guion: Lucio A. Rojas Intérpretes: Macarena Carrere, Claudio Riveros, Ximena del Solar, Daniel Antivilo Fotografía: Sebastián Ballek País y año: Chile 2017 Duración: 106 minutos
Por Alejandro Varderi
“Eso es lo que quise reflejar en ‘Trauma’ y, en especial, esas heridas que no sanan y que nunca van a sanar mientras la gente de derechas siga con el discurso del olvido y el no mirar atrás, porque las nuevas generaciones se van a contaminar de ello”. Esta afirmación del realizador chileno Lucio A. Rojas, a propósito de su película “Trauma”, de cierta manera condensa muchas de las inquietudes de nuestras sociedades actuales, donde la memoria histórica de los conflictos bélicos y los períodos dictatoriales no se ha recuperado, o solo parcialmente, pese a todas las iniciativas dedicadas a ello. En este sentido, hay que recordar que en 1983 se creó en Argentina la Comisión Nacional Sobre la Desaparición de Personas que investigó la manera como se ejecutó la represión clandestina durante la dictadura militar (1976-1983). En 1991 se creó en Chile la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación para investigar las muertes y desapariciones durante la dictadura pinochetista, entre 1973 y 1990. En 2001 se creó en Perú la Comisión de la Verdad y Reconciliación, encargada de elaborar un informe sobre el terrorismo vivido en el país durante el período 1980-2000. En 2007 se aprobó en España la ley de memoria histórica a favor de quienes fueron víctimas de la violencia política durante la Guerra Civil (1936-1939) y la dictadura franquista (1939-1975). Y en 2011 se creó en Colombia el Centro Nacional de Memoria Histórica, para preservar la memoria de la lucha armada que vive el país desde 1960. Y es que de tal olvido, “la gente de derechas” tiene mucha culpa, pues ha puesto numerosas trabas legales a las comisiones dedicadas a investigar. Esto, utilizando el poder político, social, económico y religioso que tradicionalmente ha detentado y sigue detentando hoy, cuando el giro conservador y autocrático mundial atenta contra las libertades e iniciativas más inclusivas, además de robarle a las nuevas generaciones su derecho a conocer con exactitud la magnitud de los hechos y sus culpables. El film de Rojas, que el mismo director inserta dentro del género de terror, se hace eco de estas inquietudes contraponiendo el año 1978, dentro del período duro del pinochetismo, con nuestra contemporaneidad, desde la victimización de la mujer y el niño por parte de un torturado convertido en torturador. Las execrables acciones de las que fue víctima en su adolescencia, al ser obligado a perpetrarlas sobre el cuerpo de la madre y la hermana bebé, enquistan en Juan una vena de sadismo llevándolo a seguir torturando a las mujeres, en el mismo edificio donde sucedieron los hechos más de tres décadas atrás. Con esta estrategia, Rojas reitera que las consecuencias de aquel período siguen estando presentes en la actualidad pese a las maquinaciones urdidas para olvidarlo. Una cercanía, contrastada en la película a través del comportamiento abierto, urbano e inclusivo de cuatro jóvenes dirigiéndose a pasar un fin de semana en la casa rural del familiar de una de ellas, con el machismo y el sexismo de los hombres del lugar, en la escena de la llegada al bar del pueblo. La cámara favorecerá aquí las panorámicas y planos picados del paisaje, donde al auto rojo de Andrea es el punto de color puesto a orientar el recorrido, contraponiéndolas con la oscuridad y abandono del local y el aire amenazador de los parroquianos al ver a las jóvenes entrar para preguntar cómo llegar a su destino. “¿Qué pasa?”, pregunta Andrea. “Pasa que no deberían andar así”, responde uno de los parroquianos, señalando su ropa veraniega y ajustada. “¿Y por qué?”, pregunta otra de las muchachas, sin entender muy bien las razones del comentario; o quizás inmersa en una inconsciencia producto de aquel olvido donde no solo el terror político, sino la intolerancia atávica masculina, quedan borrados cuando son vistos desde un lugar progresista y afluente. De hecho, tras la violenta escena inicial de asesinato, violación e incesto inducidos bajo amenaza por parte de Juan durante la dictadura, la cámara planeará sobre el Santiago nocturno de hoy y entrará al estilizado loft donde Camila, la hermana de Andrea, se besa con Julia, su novia actual, en un doble juego cinemático entre pavor y deseo, característico del género en películas como “Crash” de David Cronenberg, a quien el realizador cita como una de sus influencias. Tal estrategia se mantendrá a lo largo del film, haciendo más grotescas las acciones contra lo femenino y reforzando el hecho de que la pesadilla dictatorial sigue viva, aunque las nuevas generaciones desde su zona hipertecnologizada y aséptica, la consideren un período zanjado. “Este lugar no es para mujeres pues”, apunta un joven policía, cuando las muchachas salgan del bar a fin de seguir su camino. Un comentario que a ellas les parecerá extraño, viniendo de alguien de su misma generación. “No son malas personas pero no están acostumbrados a ver mujeres así”, seguirá él, ubicándose entre las dos realidades, de las cuales ellas apenas han tenido un indicio, pero están claras en la visión del policía, quien pone en la ignorancia la culpa de comportamientos machistas. Algo que resulta sin embargo injustificable para las agredidas, si bien ello queda diluido por el aparente flirteo entre el policía y Andrea, escribiéndole él en el brazo su teléfono, a falta de papel, por si llegan a tener algún otro contratiempo, en tanto que otro policía mira despectivo al grupo pues el dueño de la casa hacia donde se dirigen es un hombre adinerado. La dinámica que se establece entonces entre las adineradas “extranjeras” y los humildes “locales” tiene en el factor económico un elemento clave de resentimiento social —de hecho, cuando Juan y su hijo se metan en la casa de las jóvenes y las amenacen, Andrea les ofrecerá inútilmente dinero para que se marchen— cual foco igualmente de las relaciones entre el Gobierno y la ciudadanía, y donde una economía saneada tiende a favorecer el apoyo a las instituciones. Esto sucedió en Chile con la implementación de las políticas neoliberales por parte de la Junta Militar, alegando el fracaso del modelo socialista de Salvador Allende, que en lo económico había decepcionado a gran parte de la ciudadanía, creando un clima negativo para la democracia y favoreciendo a quienes buscaban llevar a cabo un golpe de Estado. La iluminación del film espejea estas consideraciones utilizando los colores cálidos para las escenas donde las jóvenes bailan, conversan, toman vino y flirtean en un ambiente distendido y confortable, y los colores fríos en las de acoso y tortura El montaje intercalado de ambas realidades genera una doble lectura escénica que le permite al espectador reflexionar acerca del abismo existente entre ellas, a pesar de su cercanía en el tiempo; y de cómo el empeño por olvidar los pormenores de un drama, del cual la sociedad chilena en general fue cómplice, se devuelve a ella, enfrentándola descarnadamente con un pretérito del que se avergüenza. El síndrome del pasado que vuelve se ensaña aquí con las cuatro protagonistas hasta aniquilarlas y sin ellas saber muy bien por qué. Solo Andrea en la escena final entenderá cabalmente la magnitud del daño y llevará a cabo un brutal acto, impensable antes del horror, a fin de evitar que el mal se prolongue en quienes están naciendo ahora. Todo ello, cual componente del síntoma de vivir en un estado de transición permanente, donde las mutaciones del terror se vuelven más mortales con cada nueva generación, obligando a los individuos a un continuo reajuste y actualización, tal cual ocurre con los gadgets de los cuales ya nadie puede prescindir ni siquiera unos minutos, en tanto se profundiza en el escapismo hacia universos virtuales construidos a la medida de los propios deseos, a fin de escapar a las problemáticas incómodas agolpándose —como los desplazados de sus países por guerras, genocidios y autocracias— a las puertas de naciones más prósperas y estables. En la dirección de Rojas, la implosión de pasado y presente adquiere un sentido urgente, reverberando en las calles de Santiago desde octubre de 2019, con las manifestaciones masivas para derogar la Constitución pinochetista y obtener las reivindicaciones sociales que “la gente de derechas” le ha negado a la gran mayoría, especialmente a los jóvenes, pese a las mejoras económicas de los últimos años. De hecho, el film visto en este contexto predijo desde el extremismo propio del género de terror esta coyuntura histórica, que de seguro significará un antes y un después del país en cuanto a la revisión de una época tan oscura. La lobreguez de aquel período y su transposición a la contemporaneidad, en la continuada violencia contra la mujer que el torturador sigue perpetrando, encuentra sus protectores entre la gente de la zona y la policía misma, dada su reticencia a inmiscuirse en el horror. “—¿Quiénes son? —Una red de huevones que nunca había atacado a ningún afuerín. —¿Quieres decir que ese imbécil solamente va contra la gente del pueblo? —Deja que ellas se vayan, huevón, y que se hagan cargo en la capital”, se escucha del diálogo entre los dos policías antes mencionados, tras el asesinato de Magda, la prima de Andrea y Camila, por parte de Juan. Aquí se evidencia la política de evasión, reflejo de la del olvido, fomentada desde las instituciones mismas, patentizándose la complicidad gubernamental con los culpables aún en época de democracia, lo cual mueve a reflexionar acerca del estado de desprotección y crisis existente en otras naciones latinoamericanas como Cuba, Nicaragua y Venezuela, donde la bota del gran dictador parece haber entrado para quedarse. Una bota que planea sobre el film, pisando hasta pulverizar el optimismo de quienes apoyan la tesis del olvido, como estrategia para seguir imponiendo sus políticas de dominación a los menos favorecidos y a los sobrevivientes del trauma nacional causado por la dictadura. Algo abordado por la película desde la desmesura propia del género de terror cuando, una vez que las tres amigas hayan logrado huir de la casa con la ayuda del buen policía, sigan al oficial en el rescate de una niña que ha sido secuestrada por el torturador, y a quien habían conocido brevemente a la salida del bar donde se encontraron la primera vez con la patrulla. Lo inverosímil de esta acción, si se ubica fuera del contexto de este tipo de cine, tiene aquí sentido, pues el argumento utiliza a las muchachas como chivo expiatorio de los errores cometidos por sus mayores. Esto, al arrastrarlas hacia las fuerzas malignas representadas por el torturador, a fin de destruirlas y restaurar un orden que no es sino el statu quo, tal cual el gobierno de Sebastián Piñera planeó cuando ordenó la intervención de los militares para contener las manifestaciones populares de 2019. De este modo, lo precursor de Trauma es probablemente lo más sugerente, y al igual que la esperanza de cambio del chileno, persiste en la voluntad de los más jóvenes por cambiar radicalmente las directrices de un orden con el cual no se identifican. La secuencia final, con la niña que había sido secuestrada guiando a la última prisionera de Juan hacia la libertad —una vez que este ha sido aniquilado por Andrea, la única sobreviviente del cuarteto de muchachas, antes de ella misma sucumbir bajo las balas de la policía al matar en su cuna al último fruto del torturador— presenta una visión esperanzadora del futuro por el cual siguen luchando los chilenos, especialmente quienes se hallan en una posición de inferioridad o sufren algún tipo de discriminación. Porque hasta que no se logre criminalizar la violencia contra los componentes más frágiles de nuestras sociedades, no podrá hablarse de un país libre, y una Latinoamérica moderna y plenamente democrática. Una realidad que pareciera estar cada vez más lejana, a la vista de las deficiencias gubernamentales en naciones teóricamente democráticos como Chile, Argentina, México, Colombia y Perú, e inalcanzable para las naciones sometidas a dictaduras de larga existencia, cual ocurre hoy con Cuba, Nicaragua y Venezuela donde la represión contra las iniciativas democráticas es implacable y sangrienta. En el caso venezolano, entre marzo y agosto de 2017, año del estreno de “Trauma”, las protestas contra el recrudecimiento dictatorial, por parte de un Gobierno aferrado al poder desde hace más de dos décadas, dejaron un saldo de 165 muertes, especialmente entre los jóvenes, más de 4.000 arrestos y 15.000 heridos. Las fuerzas militares del Estado y los colectivos de hampones armados por el propio Gobierno reprimieron con ferocidad las marchas en pro de la democracia, asesinando, golpeando, persiguiendo, secuestrando y torturando a los desarmados manifestantes. Ello, con el apoyo logístico de autocracias de largo alcance como Cuba, Rusia, Siria, China y Turquía, cuyos gobiernos tienen importantes intereses económicos y geopolíticos en un país, que en el caso cubano sigue manteniendo a flote la revolución y en el de las restantes dictaduras es abono fértil para todo tipo de fraudulentas inversiones y antiecológicas explotaciones mineras, además de garantizarles una base militar perfecta desde donde amenazar a los Estados Unidos. El hecho de que este país haya logrado democráticamente un viraje político, en el tono autocrático y el discurso populista de extrema derecha de anterior mandatario, arroja una luz de esperanza para aquellos países todavía pisados por la vota dictatorial, o los que, como Chile, se debaten entre el pasado dictatorial y el presente democrático. La aprobación por mayoría, en el Plebiscito del 25 de octubre de 2020, de la derogación de la Constitución pinochetista y el inicio del proceso de redacción de una nueva Constitución, se constituyen en hitos importantes para devolver a Latinoamérica a la vía de una democracia moderna e inclusiva para todos.
|

|