El cine se ha preocupado en muchas ocasiones por la música, pero no se pueden contabilizar tantas películas donde se haya filmado un concierto o contado la vida de músicos. Es cierto que tenemos películas tan interesantes como las que hicieron los Beatles en los sesenta, muy ancladas en ese desenfado que la década de la libertad proporcionaba y también hemos visto películas donde la vida de un músico, desde los años cuarenta, con la biografía de Cole Porter, Glenn Miller y de otros músicos de la gran música americana, han llenado las pantallas de un espectáculo que nos envuelve en el aroma de otra época, como la muy interesante Música y lágrimas (1953) de Anthony Mann, donde James Stewart estuvo magistral en el papel de Glenn Miller, o la interpretación de Franz Liszt, esta vez retomando la historia de un hombre de la música clásica, en Sueño de amor, de Charles Vidor, en 1960, con Dirk Bogarde interpretando a Litszt, pero muy pocas han dedicado todo su metraje en filmar un concierto como la que hizo Martin Scorsese en 1978, titulada The Last Waltz (El último vals). Se trató de una aventura apasionante donde se partió de un guión de 200 páginas, donde se detallaba los cambios de iluminación, los movimientos de cámara, etc. Se contó con ocho destacados directores de fotografía, coordinados por Michael Chapman como responsable de la textura visual de la película y encabezados por Vilgos Zsigmond (responsable de la fotografía de la hermosa película de Cimino, El cazador), Laszlo Kovacs, Fred Schuler, Michael Watkins, Hiro Narita, David Myers y Bobby Byrne. Los protagonistas eran The Band, un grupo que habían sido teloneros de Bob Dylan durante una época, el grupo nació a principios de los años sesenta, constituidos por cuatro candienses, Robbie Robertson (guitarra y voz), Rick Danko (bajo), Garth Hudson (órgano y saxo) y Richard Manuel (piano). Fueron escogidos por Bob Dylan en 1965 para acompañarle en numerosas actuaciones en directo, en ocasiones tan célebres como el concierto que dio en Sant Louis o el festival de la isla de Wight. El legado de esa época quedó registrado en el disco Before the Flood (1974) donde aparecían canciones de Dylan con canciones del grupo citado. La música de The Band era la confluencia del rock´n´roll hasta el country, pasando por diversas variaciones del blues e incluso del pop. Por ello, Scorsese, muy interesado por la música del grupo, quiso filmar este concierto de despedida, donde intervinieron junto al grupo, Van Morrison, Neil Young o Eric Clapton, entre otros muchos. La película fue un proceso arduo, porque el montaje de la misma coincidió con el de New York, New York (1977), lo que hizo que Scorsese, proclive a momentos de depresión unido a momentos de euforia, pasara por cierta ansiedad, que estallaron en el rodaje de Toro salvaje, ya en 1980, cuando estuvo hospitalizado, obligando a parar el rodaje de la cinta durante un tiempo. Pero esta película supone un hermoso esfuerzo por celebrar la despedida de un grupo importante, donde se filmaron detalles de la vida de los músicos, sus charlas antes del concierto, las anécdotas que cuentan sobre la formación del grupo, las experiencias vividas todos esos años de carrera. Lo que más interesa de la película es la mirada de Scorsese, admirativa, dejándonos imágenes de los músicos en su día a día, humanizando la figura de hombres que despiertan pasiones entre el público, el objetivo es hacer más cercano el mundo de la música, entrar con sigilo y respeto en la intimidad de unos hombres enamorados de la música, hasta el tuétano. No se trata de una película documental, sino de una película arraigada en lo sentimental, vemos las miradas de Robbie Robertson, uno de los componentes de la banda, cuando habla del tiempo pasado, como si un tiempo glorioso terminase para siempre, la nostalgia está presente en la retina de estos hombres que han dado su vida por y para la música. No en vano, la amistad que surge entre Robertson y Scorsese ha dado lugar a colaboraciones posteriores, e, incluso, quiso seguir en la música y reunir de nuevo al grupo, pero la muerte de Richard Manuel en 1986 truncó los planes (Manuel se suicidó por problemas emocionales). La escena final de la película refleja el sentido agridulce de la vida, cuando el grupo interpreta acústicamente, en la soledad del estudio, su última pieza, un vals que resuena en nuestros oídos, mientras las luces se van oscureciendo y la grúa se va alejando por el plató solitario. Ese final parece recordar la última secuencia de De Niro en New YorK, New York, cuando Jimmy Doyle se aleja del lugar donde ha actuado Francine Evans, sabiendo que el amor ha terminado para siempre y ya no puede volver aquel tiempo que juntos compartieron. La película no se aparta demasiado de otras películas del director, porque se nutre de la misma savia, la mirada elegíaca que nos deslumbró en títulos tan míticos como Toro salvaje o Taxi Driver, películas donde se acaba un tiempo, donde la vida ya no ofrece salidas, donde los seres humanos, desesperanzados, inician la marcha a ninguna parte. Vemos la vida de los músicos, pero también el directo, donde dan lo mejor de sí mismos, en ese juego de espejos que es la vida, donde nadie nos reconcilia con lo que perdemos para siempre. Al terminar el grupo, pone fin a una época, a una forma de vida que se queda atrás para siempre, a un espacio de luces y sombras que la película, muy bien montada y fotografiada, sabe mostrar. Como muy bien dijo Carlos Balagué en su estudio sobre Martin Scorsese, publicado por ediciones J. C, en 1993, la idea es hablar de la derrota que va quedando en esos nómadas que van de una ciudad a otra, dando conciertos, mientras dejan su piel y parte de su vida, el oxígeno que respiran, en viejos moteles, donde las paredes expresan el paso del tiempo, su huella más descarnada: “Ensamblando un discurso iniciado en New York, New York sobre los músicos en acción, expresión de un desarraigo personal con efectos devastadores sobre las personas, de un modo de vida que les lleva a desplazarse continuamente, a intentar mantenerse en pie mientras todo se derrumba a su alrededor” (p. 88). Por ello, afirmo que la película no es un documental sobre un concierto, aunque sí tenemos actuaciones de aquel mítico final del grupo, sino una radiografía de la vida de un grupo de hombres que han dejado su piel en el asfalto, en los moteles de carretera, para ver cómo se derrumba una época y empieza otra, ya demasiado lejos de ellos, una época que, como dice el título de la película, representa el último vals, una despedida a muchas emociones que la vida ha ido dejando atrás. Como aquella imagen inolvidable de Paul Newman en la magistral El color del dinero (1986), cuando Felson sabe que ya no es el gran jugador que era y sufre el timo de un jugador que dice que es novato, sin serlo, logrando desplumar al maestro Felson, la vida de esos músicos es una puerta que se cierra para siempre, con esta película elegíaca, una gran historia, no sólo de la música, sino de la vida y sus luces y sombras. El genial director filma, de nuevo, una película que nos llega, para siempre, al corazón.
Pedro García Cueto
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El ultimo vals
Musica y lagrimas

New York, New York
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