Paraíso: Amor
Título original: Paraíso: Amor Francia, Alemania, Austria, 2012 Dirección: Ulrich Seidl Guión: Ulrich Seidl, Veronika Franz Reparto: Margarete Tiesel, Peter Kasungu Duración: 120 minutos Nota Cinecritic ![]() |
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Hasta que llegue un futuro sucesor, el discutido director austríaco de la trilogía Paraíso parece ser el actual "niño terrible del cine de lengua alemana. La primera parte: Amor es una tragedia postmodernista en la que la hubris consiste en la presunción de que el dinero permite a su poseedor tratar al que no lo tiene como un ser inferior al que se puede manipular, humillar y obtener todo lo que se desea de él (una presunción generalizada y casi obvia en la sociedad contemporánea). Seidl hace espiar a los espectadores por el ojo de la cerradura de la pantalla una estremecedora excursión sexual a una playa africana supuestamente paradisíaca. Teresa, una austríaca madura, obesa, madre de una hija indiferente va a viajar a Kenia en busca de amor, pero el edén al cual desciende no es sino un espejo desembozado de la sociedad de la que proviene, presa también de la globalización que ha contribuido a crear - usando nuevas máscaras de capitalismo y colonialismo en el teatro montado en los países llamados del tercer mundo-, un mercado libre de racismo, sexo y perversión. Lo que no se puede hacer abiertamente en las democracias "avanzadas" de Occidente, es plausible organizar en las regiones periféricas de los imperios financieros. La división geográfica de lo políticamente correcto y lo que no lo es, permite a la protagonista y a sus amigas practicar en sus vacaciones, lejos del hogar, una forma modernizada de la relación amo-esclavo. En calidad de turistas logran con mayor o menor éxito expresar su racismo, pagarse un amante nativo, suponerse atractivas y tomar sol en la playa detrás del cordón que las separa de los vendedores de baratijas y de los potenciales gigolós locales que las esperan, bajo la vigilancia de una policía que sólo deja cruzar la línea separadora en una sola dirección. La película comienza con una violenta escena de carrera de autos chocadores en un parque de diversiones, cuyos conductores son un grupo de afectados por el síndrome de Down, bajo la supervisión de Teresa, encargada de cuidarlos y dirigir el juego. A continuación vemos a la protagonista preparando su viaje y dejando en casa de la hermana a su hija y a su gato. Ya en Kenia, y después de aprender del guía cómo se dice en swahili "no hay problema" se instala en el hotel. A partir de entonces el espectador la seguirá, gracias a la cámara en mano del cineasta, en sus vagabundeos eróticos cada vez menos indecisos. Seidl no escatima esfuerzos para asignar a los espectadores el rol de voyeur colectivo; la cámara estará lejos de atender a las normas de contención que las artes poéticas desde Aristóteles en adelante propalaron (no siempre con fortuna). Las reglas de decoro son aquí casi inexistentes, pero es significativo que, mostrando las situaciones de antes y después del coito, se elida la captación del acto mismo (a diferencia de lo que ocurre en películas menos intrépidas). El desvío de las proposiciones del Arte Poética se advierte también en la construcción de la historia, en la que no hay un principio, un medio y un fin distintivos (tampoco hay retrospecciones como en la tragedia clásica). La acción se reduce a un buceo cada vez más hondo en el círculo de la repetición, porque aparentemente el mundo descrito sólo sabe chapotear en un mismo lugar. En su ir y venir de la esperanza a la desilusión, la protagonista se empecina en repetir sus acciones ad infinitum. A poco de llegar a su habitación del hotel, Teresa se desembaraza de la ropa y sale al balcón donde ve a un mono encaramado a la baranda, le ofrecerá una banana con el afán de detenerlo para sacarle una fotografía, pero el animal se escapa con el regalo antes de que Teresa logre apretar el disparador. El desajuste será una característica de todas sus relaciones. Su dinero le servirá para comprar, pero no lo que realmente quiere obtener; los prostitutos por su parte, conseguirán el dinero sólo para subsistir y seguir siendo explotados. Las relaciones dominador-dominado se intercambiarán durante el desarrollo de la acción y los personajes no se presentarán como figuras de una sola pieza. Teresa trata de ejercer un poder que llega a la impiedad y la humillación en la escena con el tímido joven keniata del hotel, no dispuesto a hacer el amor con ella, pero también desnuda su propia fragilidad en su llanto por el dolor de no ser querida. Munga, el gigoló cortés, le saca dinero usando la máscara del amor sincero, pero no carece de escrúpulos. En una escena en que después de hacer el amor, Teresa duerme protegida por un velo que él mismo ha extendido, Munga, sentado desnudo en la penumbra, parece reflexionar sobre la telaraña de corrupción en la que está atrapado. En la película, los silencios son los momentos de la verdad y las palabras, por el contrario, cumplen una función de ocultamiento. Paraíso: Amor no pretende ser un cuento moral, pero proporciona a la conciencia crítica de los espectadores los instrumentos para forjarlo. La película manifiesta con claridad y detalle la hipocresía reinante en el mundo configurado, de la que nadie parece poder o querer zafarse. Seidl ha dicho en una entrevista que sus películas no son o documentales o de ficción, sino una combinación de los dos géneros. En ésta, con actores profesionales (las europeas) y no profesionales (los keniatas, algunos de ellos también prostitutos fuera de la película), el director describe y estiliza una realidad vigente. Hay escenas que seducen a los espectadores por su encuadre apropiado y sus colores deslumbrantes que, parecen, como en el caso de los enfoques del mar, pinturas de un artista avezado. Junto a las oposiciones blanco- negro, opresor- oprimido, abundancia- miseria, la cámara establece analogías entre los aparentes contrarios y registra simetrías paradójicas. Los turistas en la playa, acostados en sus catres, inmóviles, tomando sol, son un anticipo de los niños keniatas, obligados por su maestro a acostarse uno pegado al otro en el suelo de la escuela, mientras Teresa, la visitante, los fotografía. La desorientación de los discapacitados girando con los autos bajo las órdenes de Teresa, al comienzo de la película, anticipa las piruetas que en el final hacen los nativos mientras avanzan por la playa, en tanto que en el fondo de la escena, Teresa, como perdida, va caminando en dirección contraria. En su viaje al paraíso artificial, Teresa ha vuelto a encontrarse con la indigencia de su soledad. Por su intermedio, es perceptible que nuestra sociedad de consumo, ávido Midas, corre el peligro de engullirse, si es que lo posee, el billete que pareciera comprar la felicidad. Adam Gai |
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