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La cordillera y Más fuerte que el muro

Películas sobre los excesos del poder político en Latinoamérica

   
   

Por Alejandro Varderi

 

El chantaje, la corrupción, las traiciones, la manipulación de quienes detentan el poder político constituyen el nudo argumental de “La cordillera” (2017) del realizador argentino Santiago Mitre. Ello, visto desde la ficticia Cumbre latinoamericana de presidentes, en un punto remoto de la cordillera chilena, donde se busca negociar una alianza petrolera que le dé a la región “autonomía energética y el ulterior desarrollo económico”, tal cual sostiene el canciller argentino en la rueda de prensa para anunciar el proyecto a la nación.
Hernán Blanco (Ricardo Darín) ,alter ego de Mauricio Macri, el primer presidente argentino democráticamente electo desde 1916 que no era ni radical ni peronista, es también un outsider y, además, poco respetado por venir de la provincia y haber ganado las elecciones sin el apoyo del establishment político. “Cuando tenga que hablar con Oliveira Prete, que todos los especialistas en política internacional están diciendo que es una de las cinco personas más influyentes del mundo, quién se va a sentar a hablar con ese”, apunta un periodista radial, condensando el sentimiento de rechazo de los políticos tradicionales hacia quienes no pertenecen. Una experiencia de la cual los dos últimos mandatarios norteamericanos —Estados Unidos volará, como las águilas, sobre la Cumbre— con antecedentes y políticas diametralmente opuestas entre sí, son la prueba fehaciente de ello.
La película de Mitre, sin embargo, buscará demostrar lo errada de tal creencia, cuando le dé al “invisible” presidente argentino un papel clave en la formación de la Alianza Petrolera Sur que, finalmente, acabará no siendo tan sur, al aparecer Estados Unidos y sobornar a este y a otros jerarcas para poder entrar en el negocio. Una maniobra, dable de reforzar la clásica imagen de gran interventor del País del Norte, frente a cuyo poderío el resto del continente mantiene una actitud, entre admiradora y despectiva, dependiendo de la dirección hacia donde se dirijan los favores y apoyos del gigante americano.
La escena del encuentro entre Blanco y el enviado norteamericano, realizada con gran secretismo lejos del lugar donde se desarrolla la Cumbre, describirá agudamente las diferencias de percepción del “hombre común” por parte de ambas culturas. “You are a normal guy”, le expresará con sonrisa aprobadora el funcionario de la Casa Blanca al argentino, aludiendo a la imagen de hombre corriente con que el actual mandatario estadounidense llegó al poder, y descalificando con ello las críticas de los detractores de Blanco en su propia tierra.
La incómoda tensión, no obstante, enmascarada por Blanco con un hieratismo donde no deja transparentar sentimiento alguno, y disfrazada con un falso afán de agradar por parte del funcionario para hacerlo sentirse confiado y que acceda a la propuesta de su gobierno, refuerza las diferencias identitarias entre ambos países en lugar de acercarlos. Un desempeño, que al Blanco reunirse privadamente con Sebastián Sastre (Daniel Jiménez Cacho), el presidente mexicano, se trocará en rivalidad, aunque el lenguaje quiera ser el de la complicidad para, el mexicano también, convencerle de secundarlo en sus maquinaciones.
“Este asunto de los gringos... Tú sabes que yo los odio más que a nadie en el mundo (...). Lo que están ofreciendo los gringos es mucho mejor que lo que está ofreciendo el cabrón brasileño (...). Este es un pinche circo para que Oliveira se quede con todo”, irá desgranando el mexicano, a fin de llevar al argentino hacia su territorio, en un juego de rivalidad y conflicto con unos y otros donde se evidencia el modo como se perpetúan las deficiencias y debilidades del poder, incapacitando a sus gobernantes para atacar los problemas reales de una Latinoamérica asediada por la violencia, la miseria y el atraso.
“Un país inmenso y complejo, con una historia de injusticias y desigualdad dramática”, definirá, en entrevista con una periodista española, al suyo el brasileño, con una frase que puede perfectamente extrapolarse al resto. “Ellos no son ‘Gran Satán’; simplemente son un país con una manera oscura y violenta de hacer negocios”, precisará igualmente, al referirse a los Estados Unidos, en una visión compartida con sus, ahora rivales, pese a que el argentino sostenga ante el mexicano que “Brasil es nuestro aliado estratégico. Eso es innegociable”.
Las negociaciones, a pesar de ellos mismos, en que “La cordillera” involucra a las naciones americanas, a fin de hacerse con una tajada mayor del negocio que acabará siendo la Cumbre, mostrándolas en su doblez, tienen su origen en la dicotomía histórica entre tradición y modernidad, intervencionismo y laissez faire donde se debaten desde el final de las guerras independentistas, en una realidad ambigua y contradictoria con una, cada vez mayor, dependencia en países más pujantes o, en el caso venezolano con respecto a Cuba, más astutos para atraerlas a su radio de acción y hacerse con sus riquezas. “Nos interesaba retratar esa tensión que hay en Latinoamérica entre el proteccionismo y la unión regional por un lado y el liberalismo y la apertura a mercados externos por el otro”, sostiene el director, haciéndose eco de las inadecuaciones, inseguridades e indefiniciones con respecto a lo autóctono y lo foráneo, presentes en el imaginario de “Nuestra América” desde la publicación del seminal texto de José Martí en 1891.
El ingreso de las empresas privadas que Estados Unidos quiere promover, comprando el apoyo de México y Argentina, cuando haya entrado en la Alianza, en contraposición a la posición excluyente y regionalista de Brasil, evidencia la polarización existente en el continente. Ello reitera, además, la imposibilidad de alcanzar aquella ansiada unidad, soñada por el mismo Simón Bolívar desde la creación de la Gran Colombia (1819-1831), cuyo fracaso se debió, justamente, al enfrentamiento entre las mismas fuerzas que siguen actuando en contra de esa utopía.
La cuidada producción del film y un trabajo muy personal de cámara, dables de recorrer los pasillos, habitaciones, despachos, autos y aviones donde se concentra el poder, crean una cercanía con el espectador, puesto a tomar el papel de voyeur y, simultáneamente, establecen una distancia irónica con respecto a las debilidades del poder mismo, tanto en el plano público como el privado. En tal sentido, la historia personal del presidente argentino entra como subtexto en la diégesis, mediante un chantaje por parte del yerno, quien sostiene tener pruebas de corrupción política del partido a nivel regional, y los desequilibrios psíquicos de su hija Marina, para quien las amenazas al Gobierno de un marido del cual se está separando no son su problema.
Eludir entonces la responsabilidad en los actos en coyunturas tan complejas, por parte de quienes, como la joven, se han beneficiado largamente, resulta ser sintomático de nuestras sociedades; donde obtener ciertas dádivas y escurrir el bulto, culpabilizar al otro de los propios errores y evadirse en los excesos personales o en el kitsch contenido en el altar de la esperanza, devienen estrategias colectivas a la hora de tomar decisiones y afrontar los problemas. El lastre constituido por Marina (Dolores Fonzi), a quien el padre, en una medida poco presidencial, hace venir hasta el lugar donde se desarrolla la Cumbre, y su círculo de poder trata con extrema cautela para tratar de evitar que se hunda en una nueva crisis, dificulta, simultáneamente, la toma de decisiones de Estado. Y al estallar la anunciada crisis, cuando ella lanza una butaca por la ventana de su habitación quedando seguidamente en estado catatónico, se reitera el modo como lo personal influye sobre lo público obstaculizándolo.
“Llevo quince años tratando de entender cómo, desde el poder, los políticos determinan nuestro destino”, le señala la periodista a Blanco cuando es su turno de entrevistarlo, espejeando dichas inquietudes, en una época de extrema volatilidad global, incrementada mediante la rapidez con la cual la información, verídica o manipulada, llega hasta los rincones más apartados afectando el equilibrio mundial. Esto, en un movimiento trasnacional, enraizado en los males de las naciones surgidas de los colonialismos históricos, que no han podido ser superados o entendidos, sino se han enquistado en nuestras sociedades dificultando el diálogo e impidiendo la formación de alianzas realmente beneficiosas, de las cuales irónicamente se hace eco “La cordillera” al ir exponiendo las turbias maneras como sus protagonistas deciden el futuro de los ciudadanos.
Esto queda patentizado en el acuerdo monetario entre Blanco y el enviado norteamericano, tras un regateo por el monto final consistente en varios billones de dólares. Una cantidad, subrepticiamente depositada en “una organización en Barbados, donde se negocian este tipo de acuerdos y en la que Argentina participa”, según el funcionario, para que el país la utilice como mejor le parezca. Corrupción en las altas esferas, con un tinte abiertamente nacionalista que mancha el compromiso de abrir fronteras entre las repúblicas del sur para beneficiarse mutuamente sin intervenciones extranjeras.
Una operación, imposible de realizar, al caer los países en la manipulación por parte de grupos exógenos a la región capitaneados por ese “vecino formidable” de José Martí, a quien consideraba “el peligro mayor de nuestra América”, y que aquí pactará separadamente con distintos mandatarios poniéndolos, simultáneamente, en una posición de rivalidad. Una estrategia, dable de crear más divisiones entre las naciones, pese a la afirmación del presidente mexicano, en la reunión final de la cumbre, de la necesidad de construir “una sola América” sin temor al que lleva las botas más grandes.
“No tengamos miedo de llamarnos América. Seamos América, una sola América”, afirma el mexicano. “¿Hace cuánto que ellos vienen diciendo que sí por nosotros?”, espeta Blanco, en un doble juego diseñado para cubrirse las espaldas frente al resto de países. “¿Dónde está Guatemala?, ¿dónde está Nicaragua?, ¿dónde está Honduras?”, interroga el presidente de Ecuador, como parte del montaje urdido por el vecino del Norte para despistar a los no alineados con él. “Es el momento de defender lo que construimos nosotros”, recalcará el mandatario brasileño, a fin de dejar a un lado a los centroamericanos, pues los sabe más fáciles de manejar por quien los ha transformado en sus repúblicas bananeras.
En la votación definitiva, solo México apoyará abiertamente una Alianza continental, mientras el grupo mayor, entre ellos Argentina, estará de acuerdo con incluir a Centro América y el Caribe en las reuniones siguientes, quedando así extendida la sombra estadounidense sobre la Cumbre sin que lo parezca. Porque la arrogancia del “vecino” —que no “hermano”, como enfatizó en la votación el presidente peruano— con que la despliega y se despliega, proviene de la seguridad de saberse “la realización de todo lo que los demás han soñado”, pudiendo así sobrevolar con ojo avizor sobre las deficiencias y debilidades de sus vecinos, aprovechándolas a su favor.
Los grandes angulares, y las panorámicas tomadas desde el aire donde la cordillera chilena, envuelta en un manto nevado, parece tener la nitidez y asepsia propia de los hospitales, le permiten al director contrastar lo límpido y luminoso del paisaje, con la fetidez de las operaciones desarrolladas bajo la luz artificial de salones y habitaciones por los que circulan quienes detentan el poder. Dos visiones siempre cambiantes de una América en que los contrastes dominan el devenir de los países y determinan el grado de empatía con sus vecinos. De hecho, La cordillera pone a negociar en una misma mesa a naciones favorecedoras de políticas neoliberales como Brasil, México, Perú, Chile y Argentina, con Venezuela, Ecuador y Bolivia, seguidores del llamado Socialismo del Siglo XXI.
Un escenario ciertamente fantasioso e imposible de concertar mediante una Alianza donde se jugaría, además, la participación en las explotaciones petroleras a nivel continental, que es otra de las condiciones de Blanco para aceptar la propuesta norteamericana; y dentro de la cual México y Venezuela, con estrategias diametralmente opuestas, buscarían el control por ser los países con las mayores reservas probadas del grupo.
La ficción contenida en el film de Mitre no le resta sin embargo veracidad a las premisas contenidas en la actuación de sus protagonistas, sobre quienes planea simultáneamente otra sombra, la de “la mayoría silenciosa”; ese pueblo ajeno a los entretelones del poder, pero cuyo silencio hiere como la navaja barbera de Federico García Lorca, hundiéndose en sus “carnes asombradas” cuando menos se lo espera, tal cual nos ha demostrado repetidamente la Historia.
Una Historia, que se reescribe vergonzosamente hoy desde la intolerancia del presidente norteamericano, en su obsesión por construir un muro entre México y Estados Unidos para aislar al país de los llamados “indeseables”. Ello tiene en “Más fuerte que el muro” (2019) del mexicano Manuel Ramírez la contrapartida a tales intransigencias; especialmente ahora cuando, con la crisis del Covit-19, el gobierno ha cerrado el país a los inmigrantes, haciendo aún más grande la brecha entre ambos países.
Filmada con pocos recursos y actores en su mayoría noveles, esta película logra, no obstante, llegar al fondo de tales las divisiones para poner en evidencia su fracaso, a la hora de resolver los problemas de la mayoría silenciosa a ambos lados del Río Grande.
Rodado en ambos países, el film se detiene en el doble conflicto de Julia (Leticia Adame), viviendo en México con un marido abusivo y su hijo, y Denzel (Flavio Peniche), un sheriff del estado de Illinois, con su esposa e hijo. Fiel una política de deportación sumamente agresiva, que entró finalmente en vigor en julio de 2019, Denzel quiere deshacerse de la mayor cantidad de inmigrantes ilegales a lo cual John (Rubén García), cuñado de Julia, se opone. “Las nuevas reglas ya están dichas, y no creo que quiera exponer su trabajo por no obedecer y desafiar a quien tiene el poder”, le responde el sheriff, además de recalcar que “los altos mandos exigen mano dura, cero tolerancia y cien por ciento de resultados”.
Esta actitud, producto del racismo político promovido por la administración republicana, se sustenta en el vínculo entre raza y nación, de tan nefastas consecuencias a lo largo de la Historia, donde las diferencias y lo diferente debe ser marginado, expulsado, o aniquilado directamente. Ello, promovido e impulsado desde el poder por autócratas que ven en la diversidad una amenaza a la “pureza” racial y a la homogeneidad cultural, de cuyo repositorio extraen su fuerza, pues les permite hablar con el otro en el mismo lenguaje y, por ende, manipularlo con mayor facilidad.
En el guion del film, el sheriff y Preston, uno de los patrulleros de frontera, comparten tal visión, en tanto que John y Felipe (Ismael Marroquín), su compañero de patrulla, mantienen una posición más abierta y tolerante; especialmente John cuya esposa, Susana (Mithzy Lucerito), hermana de Julia, “es uno de ellos”, como indica despectivamente Preston (Benito Fernández), mostrando abiertamente, junto con Denzel, el rechazo a la propia cultura y la propia lengua; pues aquí todos los caracteres son hispanos, aun cuando nacieran o se criaran en caras opuestas del muro. Un comportamiento, sintomático en la percepción del hispano sobre sí mismo y el otro; especialmente si se siente amenazado por el flujo de recién llegados o indocumentados, con los cuales prefiere mantener distancia para no ser identificado con ellos.
La necesidad de ser aceptado por quienes, sin embargo, harán hacerle sentir que no pertenece, lleva al hispano a renegar de sus raíces y traicionar a sus paisanos, en aras de una aprobación inexistente o condicionada a lo que el sistema pueda extraer de él. De hecho, el apoyo latino a la causa republicana, desde la elección de 2016, ha aumentado pese a las medidas tomadas por el Gobierno contra el grupo. Ello muestra el poder de la bota imperialista sobre una población históricamente subyugada a su influjo y, en el caso mexicano, dependiente económicamente de la misma a ambos lados del muro desde la institucionalización del programa de braceros a principios de los años cuarenta del pasado siglo.
La escena donde las patrullas detienen, pistola en mano, a un grupo de braceros ilegales a fin de deportarlos, muestra tal dependencia o, mejor dicho, interdependencia, pues cuando le señalan al capataz que va a tener problemas por emplear a ilegales, este sostiene que “mis paisanos trabajan mejor que los güeros”. Una realidad que, desde la sátira, quedó también expuesta en “A Day Without a Mexican” (2004) de Sergio Arau, donde su repentina desaparición paraliza completamente a California.
El nudo argumental del film de Ramírez abordará desde la pequeña historia esta idea cuando el hijo de Julia, tras entrar ilegalmente a Estados Unidos para ser operado sin éxito de un tumor cerebral, salve con su muerte la vida del hijo de Denzel, quien necesitaba urgentemente un trasplante de riñón. El doble cruce de ambas vidas, separadas por una línea divisoria pero indeleblemente unidas, será tanto geográfico como humano al Julia atravesar ilegalmente la frontera para estar con su hijo y ser detenida por el sheriff quien, al saber la razón, la dejará ir pues se identificará con ella ante el mismo temor de perder lo más querido.
El estallido del drama, motivado por la casualidad de un encuentro inesperado en el lugar donde dos naciones se enfrentan pero también se buscan, cambiará completamente la posición del sheriff con respecto a la presencia mexicana ilegal en territorio norteamericano, además de crear un vínculo permanente con quien, habiendo perdido a un hijo, ha ganado el respeto y obtenido el agradecimiento incondicional del enemigo. Si bien el enemigo también está en casa, cual es el caso de Julia, amenazada por un marido que la engaña y evade sus responsabilidades familiares diciendo que “si los niños salen mal es por culpa de la madre”, cuando ella le pone al tanto de la gravedad de la operación a la cual deben someterlo.
Esta actitud, represiva y regresiva, se aúna a las instituciones, comunidades y al presidente mexicano mismo, cuando minimizan el problema, lo cual conlleva tolerar lo intolerable, ejerciendo la intolerancia sobre el objetivo equivocado y poniendo indirectamente la responsabilidad en la mujer por el abuso sufrido. Una realidad, magnificada por el temor de la misma a denunciar al criminal, especialmente si viven juntos, pues podría acosarla aún más, unido a la vergüenza de ser señalada por su comunidad.
Temor y vergüenza, entonces, movilizan el comportamiento de la víctima, de manera similar a quienes han sido abusados por los representantes de la Iglesia, y viven con la culpa del otro cual si fuera una cruz que deben cargar. La película se distancia, no obstante, de tal conducta pues, al sorprender a su marido con otra en la propia casa, ella lo amenazará con un cuchillo obligándolo a irse; si bien en el funeral del hijo se reencontrarán, mirándose conciliadoramente lo cual deja abierta la posibilidad de una reconciliación posterior.
Este contrapuesto proceder, proviene de las contradicciones existentes en la identidad latinoamericana, cuya inadecuación ante el mundo se enraíza en los procesos de conquista y colonización, exacerbados por la imposibilidad de ser naciones realmente libres desde su formación tras las guerras independentistas. Contrariamente, la dependencia en poderes extranjeros se ha agravado en la época postcolonial, creando un nuevo colonialismo donde se estancan las economías, se resienten los ciudadanos y se siguen beneficiando los grupos de poder, utilizándolo aquí para amenazar a los más frágiles a través de su propia gente. “Tenemos que seguir con el número de arrestos porque esto viene de muy arriba”, les ordena Preston a los demás patrulleros, subrayando la presión gubernamental para poner en práctica su draconiana política de deportación.
El lugar que ocupa la coacción del Estado sobre los sectores más vulnerables de la población exacerba la desigualdad crónica, producto de las diferencias culturales, sociales y, sobre todo, educativas, dada la falta de oportunidades para quienes no tengan las herramientas con que entrar a una arena ferozmente competitiva. Conexiones familiares y profesionales, acceso a los recursos económicos y a las oportunidades que brindan los espacios de prestigio, les dan a los privilegiados, a ambos lados del muro, carta blanca para actuar contra quienes mantendrán en una posición de inferioridad, a fin de explotarlos y mantenerlos sujetos a su servidumbre; además de emplearlos en los sectores más duros de la economía, donde realizan trabajos que los nacionales se niegan a realizar, prefiriendo estar desempleados o vivir de la asistencia social. “Hay trabajos que solo los latinos hacemos y por un pago muy bajo. A poco va a haber un gringo recogiendo fresas. ¡Por lo que pagan!”, expresa Susana, conjugando una realidad imposible de negar, aún por quienes piden su extradición pero, como el presidente norteamericano mismo, los emplean en el mantenimiento de sus propiedades.
La doble moral de los gobernantes ha tenido, en la pandemia global del coronavirus, su expresión más maquiavélicamente acabada. Desde la negativa del autócrata chino a contener el virus, antes de que millones de nacionales abandonaran el epicentro en Wuhan y se desperdigaran por todos los puntos del globo, tras las fiestas del Año Nuevo Lunar, pasando por su infundada aseveración de que el virus se inició con los atletas norteamericanos que fueron a esta ciudad a competir en los Juegos Militares Mundiales en octubre de 2019; hasta la vergonzosa actuación del presidente estadounidense, más preocupado por salvar su imperio de bienes raíces y las grandes corporaciones que a los ciudadanos, como lo demostró el primer paquete de medidas económicas propuesto por los republicanos, y rechazado por los demócratas, pues estaba dirigido a estimular a los sectores poderosos en detrimento de la ciudadanía.
Las medidas tomadas en Europa en los primeros momentos de la crisis tampoco ayudaron a contenerla, además de minimizar sus consecuencias como ocurrió en Italia, la nación con el mayor número de casos del continente. Mientras que en Latinoamérica los mandatarios decidieron ignorarla o, en países autocráticos como Venezuela, se ha ocultado el número real de infectados y buscado silenciar a quienes investigan la evolución de la pandemia.
Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, el mundo no ha conocido una crisis global de tal magnitud, con el agravante de que los dirigentes tampoco han estado a la altura ni han sabido guiar, alentar y confortar a la población. Ha sido la inmovilidad y el tremendismo lo que ha privado, ante la ausencia de voces lúcidas, energéticas y decisorias. ¿Dónde han estado los Roosevelts, los Churchills, los Kennedys en “the darkest hour”?
La falta de liderazgo, la mediocridad de los estadistas, el narcisismo de los presidentes y el empeño de las instituciones en anteponer las prioridades de las grandes corporaciones al bienestar general, ante una encrucijada tan definitoria para el futuro de la humanidad, son expresiones claras de la intolerancia política en nuestra contemporaneidad que, en el caso de las relaciones entre México y Estados Unidos, se expresa en un incremento de las tensiones; especialmente desde la llegada de un líder de izquierdas al poder, y quien ha recurrido al kitsch religioso para proteger al país del contagio.
Tal actitud resulta cónsona con la idiosincrasia del ser latinoamericano, propenso a dejar en manos de santos, sagradas potencias, dioses y Orishas el destino propio y el de los demás. Encomendarse a lo divino es el antídoto de los más desasistidos; ese “escudo protector”, que la extracción popular del mandatario traspone a la dirección de la nación, entremezclando creencias y vivencias con la seguridad del país y sus habitantes. Una mezcla explosiva, que ha contribuido a llevar a la ruina a otras tierras como la venezolana, pero en sintonía con el sentir de las masas, dables de poder así identificarse profundamente con su dirigente y, por ende, mantenerlo indefinidamente en el poder, si su populismo se decanta hacia un personalismo a ultranza.
“Dios está con nosotros”, asegurará Susana en el film, cuando con el marido ayude al sobrino a cruzar la frontera utilizando el pasaporte de su propio hijo. Una exclamación, repetida por los demás protagonistas en situaciones límite, al ser las fuerzas celestiales el talismán defensor, ante los males producto de las intransigencias de quienes detentan el poder y regentan el devenir de los pueblos. “El destino ya estaba dicho. Nos tocó no tener nada, y ese nada se convirtió en menos”, proferirá Julia, mientras aguarda en el hospital la entrega del cuerpo del suyo, dejando a la providencia los altibajos del vivir. “Esas personas vienen a este país con un sueño, buscando una mejor calidad de vida. ¿Y qué hace uno?, les quita esos sueños”, punteará igualmente el sheriff, concientizado por el hecho de deberle la vida de su hijo a otro que cruzó ilegalmente la frontera. “Lo único que nos divide no son muros sino discriminación, racismo, pero mientras haya corazones que nos unen, no habrá muros que nos separen”, concluirá la voz en off de Julia en el entierro de su niño, dejando abierta a la esperanza la eventualidad de un mejor mañana.
La ilusión vertida en lo ignoto es entonces la única expectativa posible para quienes no tienen nada o lo han perdido todo, y solo cuentan con la resiliencia de su fe para sobrellevar los perennes dramas de la existencia. “La desesperación de las masas”, cual realidad crónica de nuestros pueblos, continuamente subyugados por los poseedores de privilegios y dádivas repartidas fundamentalmente entre sus acólitos, lleva a la gente a depositar el porvenir en la suerte, y a aferrarse a las representaciones propias del culto en la vida y también en la muerte, como lo demuestra la imagen de la Virgen de Guadalupe pintada sobre la tapa del féretro del niño mártir.
Otros retos, otras experiencias, a ambos lados del muro, seguirán perfilando el continuum de estos y otros inmigrantes esperando en la frontera la oportunidad de cruzar, aun cuando muchos no lo puedan contar, uniéndose a los que tampoco lo logran en otras zonas del planeta. Una verdad innegable en esta contemporaneidad, cada vez más impredecible y cambiante, que exige la constante readaptación y actualización para poder sobrevivir entre urgencias, contradicciones e improvisaciones. Ello, en detrimento de la reflexión, la valoración de lo realmente importante y la sedimentación pausada de procesos históricos, igualmente marcados por la premura y el apresuramiento; pues ya no se suceden secuencialmente, sino se amontonan de forma aluvional, anegando y sepultando lo mejor de nuestras culturas.

 

La cordillera

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