Otto Preminger: un cineasta irrepetible
Se han hecho muchas películas con policías, algunas tan convencionales como las que ha rodado Stallone o tan interesantes como las que protagonizó Clint Eastwood como Harry, el Sucio, pero, también Nueva York ha sido escenario de títulos tan conocidos como Distrito Apache: el Bronx (1981) de Daniel Petrie, donde Paul Newman y Edward Asner compartían protagonismo, en una cinta interesante sobre las dificultades de la policía de Nueva York, pero las hay impactantes, casi escatológicas, como la que protagonizó Al Pacino a las órdenes de William Friedkin A la caza (1980), cinta donde el policía entra en la dinámica del mundo homosexual, para descubrir a un asesino de gays, objetivo que irá convirtiendo al policía en otro hombre, un ser transformado por el mundo que ha conocido, en la famosa escena final cuando su chica, Karen Allen, le llama y él ya sabe que no es el mismo hombre, sino otro muy distinto, algo ha cambiado en su sexualidad. Pero las hay más clásicas, películas que no han perdido un ápice de su grandeza, como Laura (1944) de Otto Preminger, donde Dana Andrews es el policía encargado de descubrir el asesinato de Laura Hunt. El policía tiene, sin duda, un gran protagonismo porque mantiene su peso en la historia, es el hombre que entrevista a todos los que conocieron a Laura, el que descubrirá que Laura no ha muerto y el que se enamora de la bella mujer (papel interpretado por Gene Tierney, una de las más mujeres bellas del cine americano clásico). Pero habría que empezar por el rodaje, difícil, porque Zanuck, el grande de la Fox, no quería que Preminger dirigiera ninguna película más en su compañía, tal era el odio que le tenía. El director comenzó a desarrollar el guión de Laura con un escritor Jay Dratler, tras rechazar la autora de la novela la adaptación de su texto a la pantalla. Zanuck llegó a leer el guión y convocó a Preminger a su despacho. El famoso productor había prometido que el director vienés no trabajaría más en la Fox, así que envió el guión a otros directores, entre ellos, Walter Lang o Lewis Milestone. Estos rechazaron la propuesta, que fue aceptada por Rouben Mamoulian. Otto no se desligó de la película, ya que contribuyó al guión, pese a que la relación con Mamoulian no era buena, contrató a Samuel Hoffestein y Elizabeth Reinhardt. Fue Hoffestein quien ideó algunas de las mejores escenas de la película, quedando el trabajo de Jay Dratler en segundo plano. Muy poco tiene que ver la película con la novela original de Vera Caspary, ya que el proceso del guión fue muy intenso y cambiaron muchos de los diálogos de la novela. Sí conservaron la idea eje de la película, la aparición de una mujer desfigurada y asesinada con una escopeta y la aparición de la mujer a la que se creía muerta, Laura. Es curioso que una novela, en la que Vera Caspary se negó a adaptar al cine, de segunda categoría, se convirtiese en una cinta de primera, cuando la autora de la novela, muy convencida de su gran historia, creía que pasaría lo contrario. Pero tras veinte días de rodaje y viendo el copión de lo rodado, Zanuck se dio cuenta de que Mamoulian carecía de genio para hacer una gran película y, pese a su orgullo, contrató a Preminger como director. Preminger cambió muchas escenas, cambió el vestuario y retocó el decorado. Sustituyó el cuadro del retrato de Laura Hunt pintado por la mujer de Mamoulian (Azadia Newman) por una fotografía de Gene Tierney, retocada para que pareciese un óleo. La fotografía también fue otro de los cambios esenciales, porque Preminger decidió que fuera Joseph LaShelle el que relevara a Lucien Ballard, el cual no aceptó al director vienés como el nuevo realizador de la cinta. Laura es, sin duda, cine negro del mejor, pero también es la historia de una obsesión para un policía (MacPherson, papel interpretado, como ya dije, por Dana Andrews) quien investiga el caso de la muerte de Laura Hunt. Inolvidable es el momento, fotografiado con maestría por LaShelle, cuando McPherson se duerme ante el retrato de Laura, para despertar frente a la mismísima mujer que ha creído muerta desde el principio de la historia, pero muy viva por el retrato que preside la casa, por las conversaciones con algunos de los que la conocieron, lo que nos recuerda a Ciudadano Kane, ya que la cinta comienza con un recorrido por personas que pueden dar su visión de la mujer asesinada, como ocurrió en la cinta de Welles cuando un periodista se interesa por ese personaje apasionante que fue Kane. El juego de luces y sombras resulta magnífico, lo que dota a la cinta de un magnetismo muy brillante, una fascinación por la mujer que nos identifica plenamente con el investigador, ya enamorado de ella. La ausencia de Laura es siempre un equívoco, porque no desaparece del cuadro, donde el policía la contempla en repetidas ocasiones, esa idea del cuadro como elemento vital emparenta a Preminger con la película de Fritz Lang, La mujer del cuadro (1944), cinta rodada el mismo año que Laura, cuando Edward G. Robinson cree que esa mujer que mira en un óleo es real, lo que refuerza el mundo gótico al que pertenece esta magnífica cinta de cine negro, ya que en las novelas góticas los cuadros son esenciales para desentrañar aspectos primordiales de la trama. La música de David Raskin es perfecta para que sintamos la presencia de la mujer desde el principio, cuando Waldo, el elegante amigo de Laura, interpretado por un extraordinario Clifton Webb, cuenta en flashback las charlas con ella, engrandeciendo su figura. La voz en off de Waldo como introducción y narración del relato, nos invita a asistir a una historia cada vez más absorbente, donde nos identificamos con el policía enamorado, porque la mujer nos fascina desde el primer momento. No sería justo dejar de mencionar los diálogos que contiene la película, de gran altura, como nos tiene acostumbrados el cine clásico, con respecto a la banalidad de muchas de las conversaciones de películas actuales, más ensalzados por los efectos especiales que por la ironía y la inteligencia de los diálogos, como sí ocurre en esta película de antología. Nos fascina no solo Laura, la belleza de Gene Tierney, sino también la personalidad de Waldo, ya que él es el creador de la mujer, quien la enseñó a estar en el mundo, hombre obsesivo, frío, celoso, ególatra y soberbio, principal sospechoso de la muerte de una mujer, la cual no es Laura, aunque así lo creía todo el mundo al comienzo de la película. Shelby Carpenter (un muy acertado y notable Vincent Price, mucho más que un actor de cine de terror) es un vividor quien conoció a Laura, que también da su visión de los hechos. Pero McPherson, pese a ser un hombre algo hierático, algo soso, es el gran médium de nuestra historia, ya que, como policía, con su obsesión y su fascinación por la mujer, nos invita a que nos enamoremos de ella. Y, por último, la mujer, la que se convierte en nuestro objeto de deseo, una persona fría, que sirve a la inteligencia de Waldo, para que este vaya perdiendo el control y ella pueda ser la vencedora de la historia, sabe que es la musa de un hombre que pide más a la vida, un escritor, Waldo, que puede llegar al crimen para conseguir sus deseos. Por ello, es la mujer fetiche, la hembra que se convierte en pulsión sexual (incluso necrófila) para McPherson, pero también, en objeto de museo para Waldo, quien es destruido por la criatura que ha creado, en un remake encubierto del mito de Frankenstein. Película de policías y de cine negro, pero mucho más, sin duda alguna, una cinta que mejora como el buen vino, una obra maestra indudable. La verdad y la mentira en un gran caso de asesinato A lo largo de la historia del cine ha habido muchos juicios en los que hemos presenciado la pericia de los abogados para salvar la piel de sus representados, me viene a la memoria la magnífica Testigo de cargo (1957), donde Tyrone Power contrata los servicios de un abogado singular, Charles Laughton, lo que convierte a la película en un verdadero placer por las imágenes imborrables que nos han dejado, siempre bajo la sombra de Marlene Dietrich, la mujer de Power, en esta cinta magistral. También, por poner un ejemplo más, el mundo de los juicios en la gran película de Robert Benton, Kramer contra Kramer (1979), donde un joven Dustin Hoffman defendía el derecho a quedarse con su hijo (Justin Henry, excelente) mientras su madre (Meryl Streep en el ascenso a su gran carrera) luchaba por la custodia. Pero hay películas que, desde el primer fotograma, ya vienen dotadas de un especial interés, con un reparto de primera, James Stewart, Ben Gazzara, Lee Remick, George C. Scott y Arthur O´Connell, entre otros, pero también con la dirección de un maestro del cine, Otto Preminger, me refiero a Anatomía de un asesinato (1959). Por ello, la película ya tiene el suficiente interés para convertirse en mucho más que una película de abogados, tenemos la mirada de una actriz joven y prometedora, Lee Remick, que derrocha sensualidad, también la pericia de un actor magistral, de tantas grandes películas, el inolvidable James Stewart. Pero también el inicio de carreras tan interesantes como la que inició George C. Scott, uno de los actores más notables de los años sesenta y setenta. Basada en un extenso drama judicial escrito por el juez del Tribunal Supremo de Michigan, John D. Voelker, en el cual se relataba un asesinato acaecido en un bar de su jurisdicción. Lo firmó bajo el seudónimo de Robert Travers y la obra fue publicada en 1957, llegando a ser un best seller. Voelker vendió los derechos de su obra a Otto Preminger, quien tenía mucho interés en la historia, para Columbia Pictures. La elección de los actores fue fácil, quitando el caso de Lee Remick, ya que la película fue ofrecida a Lana Turner, pero esta quería lucir una ropa demasiado cara para la mujer de un militar, lo que llevó a Preminger a negarse a las pretensiones de la estrella y contratar a Jayne Mansfield, quien rechazó el papel, siendo Lee Remick la tercera y definitiva actriz que rodó la película. La historia nos cuenta el juicio a un hombre, el teniente Frederick Manion (Ben Gazzara), el cual es encarcelado por matar al hombre que ha violado a su esposa, Lee Remick, en la cinta llamada Laura. El abogado defensor (James Stewart) había sido antes fiscal del distrito y no tiene mucho interés en el papel del abogado, le interesa más tocar el piano y beber copas con su socio borrachín, antiguo abogado (Arthur O´Connell). Pero poco a poco sentirá cada vez más fascinación por una mujer, Laura, que flirtea con todos los hombres, también con él, con un caso extraño donde hay muchas lagunas que le llevan a dudar de la veracidad de la historia y de la inocencia del teniente. El duelo interpretativo está servido entre un abogado dúctil, de presencia elegante y de mirada bondadosa, pero incisiva, el gran Stewart y un letrado, ayudante del fiscal, que intenta llevar el caso a un impulso asesino del teniente, por celos, debido a la provocadora mujer que escogió como esposa. Gracias a la hija secreta del asesinado, Mary Pilant, el destino se torna favorable al teniente, ya que irrumpe en el juicio con unas bragas rotas (sensacional escena), que muestra claramente el carácter agresivo de la víctima. La absolución del teniente sigue siendo un claroscuro para el abogado, quien no para de indagar en la presencia sensual de Laura y en la agresividad contenida del teniente, lo que sirve para que permanezca en su interior una más que razonable duda, que, incluso, se incrementa, al conocer que la pareja, tras la absolución, desaparece de su vivienda habitual y de la ciudad. La película es magistral, por los grandes primeros planos de los protagonistas, en las secuencias de los interrogatorios, también utiliza el plano-contraplano para intensificar la atmósfera cada vez más angustiosa en la búsqueda de la verdad. El procedimiento de los primeros planos fue un sello de Preminger, ya que lo utilizó en la inolvidable y magistral Laura (1944) (esos primeros planos de Gene Tierney o de Dana Andrews), o en El rapto de Bunny Lake (1965), entre algunas de sus obras maestras. Otro detalle muy significativo de Preminger es la forma en que muestra y no muestra al espectador lo que el director quiere, por ello, no vemos ninguna escena de la violación, tampoco del momento del asesinato, el director quiere que el espectador juegue a las adivinanzas, expresadas en los rostros de los actores, que, llenas de ironía, crean un escenario del equívoco, de la verdad que, al transcurrir algunos segundos, parece ser mentira. Los diálogos son sublimes, también las secuencias que nos ponen delante personajes que atacan y contraatacan, como en la escena del juicio en el que George C. Scott interroga a Lee Remick, instigándola a sacar la verdad de su comportamiento promiscuo, llegando a una secuencia en que no podemos ver a James Stewart sentado, ya que la imagen está centrada en el letrado y la mujer, como si estuviesen en un ring. Preminger conoce muy bien el poder de la imagen en el cine, la fuerza de las miradas, la sensación de angustia que provoca al espectador ver los rostros en la tensión máxima de un interrogatorio, ante la razonable duda que supone todo el proceso. La censura estuvo muy atenta para no dejar pasar la cinta, ya que utiliza términos como "anticonceptivos" que no gustaban al delegado de policía de Chicago, Timothy O´Connor, pero Preminger, hombre inteligente y audaz pasó la censura ya que utilizó todos los términos supuestamente procaces durante el transcurso del juicio, para que fuesen absolutamente necesarios para entender y seguir la trama y no perder el sentido de la historia. La secuencia en la que James Stewart y Mary Pilant conversan pasará a la historia por el diálogo, a través del plano-contraplano, como si nos hallásemos en el ring, como ya comenté, ya que el genial actor dice, en el transcurso de la conversación, lo que sigue: "La gente no es buena ni mala, sino que puede ser ambas cosas", la frase dicha por Stewart, el actor americano que siempre representó la bondad, resulta muy significativa, tanto por haber sido pronunciada por un actor como él, sino también porque representa en la película a un abogado excéntrico, solterón, algo fracasado, no es un héroe, como en otras ocasiones, lo que enfatiza la posibilidad de este personaje de entender tanto el bien como el mal en el ser humano. Nos queda la sensación de hallarnos ante una película que elude lo que verdaderamente esclarecería la historia, por ello es una gran película, ya que es el espectador el que debe desentrañar, como un entomólogo, lo que los personajes no dicen o lo que ocultan. También porque la mirada perturbadora de una actriz que tuvo su encanto y su dulzura en películas tan inolvidables como Días de vino y rosas (1962) de Blake Edwards, nos seduce, también al abogado, quien siente una extraña atracción por la joven, también por la versión que cuenta, tan cerca o tan lejos de lo que realmente pasó. Una anécdota interesante fue la participación en la película de Joseph N. Welch, un popular fiscal de Boston, que llevó a cabo el papel del juez Weaver, dando mayor verosimilitud al personaje que si fuese un actor de cine. La cinta consiguió en 1959 siete Oscars: película, actor protagonista (Stewart), dos a los actores de reparto (O´Connell y George C. Scott, ambos sublimes), guión adaptado, montaje y fotografía. Siempre nos quedará la imagen de ese abogado, hombre comprensivo y de gran agudeza, que va dudando cada vez más, como si buscase entre la madeja de la tela de araña, la realidad que esconde el teniente (muy bien interpretado por Gazzara, con mucho aplomo y seguridad en su papel) y su bella mujer. Pocos abogados y pocas películas han tenido tan en cuenta, como en esta cinta, las miradas de los actores, sus primeros planos, sus diálogos portentosos. Cine de los grandes, sin duda alguna. Pedro García Cueto |
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