Robert de Niro: un actor para la historia
Ahora que De Niro no se ha llevado su tercer Oscar, nos queda la sensación de la importancia de una trayectoria, que sin premio o con él, no tiene parangón. Muy pocos actores han cambiado tanto de papel, han sido tan camaleónicos como este actor todo terreno, que nos ha dejado películas inolvidables. La figura delgada de ese joven Bobby Milk, como le llamaban en Little Italy en los años cincuenta, cuando Bobby era un chaval de diez años, que dejó la escuela (nació el 17 de agosto de 1943) y empezó a sentir la llamada del teatro, interpretando a un personaje del Mago de Oz, pero también flirteó con la delincuencia de sus amigos italoamericanos, retirado a tiempo, para suerte de todos los cinéfilos del mundo. Hijo de un pintor abstracto, Robert de Niro, senior y de Virginia Admiral, De Niro fue consolidando sus apariciones en el teatro off Broadway, gracias sobre todo al impulso de Shelley Winters y con una preparación de verdadero maestro, con figuras como Lee Strasberg y Stella Adler, del Actor´s Studio, cuna de grandes genios del cine, como Newman o Brando. Vemos a Bob interpretar y sabemos que el cine existe, porque lo dota de una fuerza y un magnetismo difícilmente equiparable, si nos quedamos fascinados de su rostro en una película en la que nadie, ni siquiera Scorsese, pensó que sería un éxito, me refiero a Taxi Driver, donde Travis pasea su mirada y su taxi amarilla por las aceras de un Nueva York, entre brumas de la noche, prostitutas y proxenetas, donde Bob nos regala una interpretación magistral de un hombre introvertido, introducido lentamente en la paranoia y la locura, como le dice al senador Palantine, "habría que tirar de la cadena d esta ciudad, para que se fuera toda la mierda". De Niro bordará el papel de Vito Corleone joven, en una interpretación llena de matices, con un acento italiano, que adquirió en los ya conocidos entrenamientos del actor, para sus sorprendentes papeles. De Niro logra mimetizarse con el joven Vito, llenando la pantalla de una fascinación ante su amplitud de registros. Papeles como el de Jimmy Doyle en New York, New York, donde nos demuestra su vis cómica, al lado de Liza Minnelli, creando una historia de amor llena de altibajos, donde la tristeza abundará más que la alegría. El actor aprendió a tocar el saxofón, demostrando su afán de perfección. No hay que olvidar el Jake la Motta en la excelente e inolvidable Toro salvaje, radiografía de un boxeador sonado, tocado por la desgracia, por los celos, por la violencia ancestral, pero en la que De Niro nos ofreció tantos matices, hasta sus treinta kilos de más, que aún algunos no nos hemos recuperado del impacto de una interpretación tan brillante, ganadora del Oscar al mejor actor en 1981. Tampoco hay que olvidar El cazador, de Michael Cimino, rodada en 1978, en Pennsylvania, con las montañas mirando el cielo, con el Vietnam de fondo, en una historia desgarradora de varios amigos, donde Michael Vronsky, De Niro, estuvo soberbio, cuesta creer que no tuviera ese año el Oscar al mejor actor, para dárselo a un descafeinado Jon Voight por El regreso, extrañas elecciones del destino que tienen poco que ver con la calidad de los actores y su talento verdadero. De Niro siguió cosechando éxitos y si bien la década de los ochenta no fue tan brillante como la de los setenta (se puede decir, sin sonrojo alguno, que De Niro fue el mejor actor de los setenta, superando con creces a Hoffmann o Pacino, actores muy notables, pero que no tienen la amplitud de registros de este grande del cine), en esta década, el actor nos dejó la calidez de su personaje de Enamorarse, con Meryl Streep, o Erase una vez en América, cuando estuvo muy bien como el gánster Noodles. No hay que olvidar otros títulos, como el excelente trabajo en Despertares o en El cabo del miedo, dos registros muy distintos, un enfermo que ha vivido muchos años aletargado por una enfermedad incurable y el asesino Max Cady, tatuado hasta en el lugar más inimaginable, donde De Niro muestra su lado más perverso, como cuando intenta seducir a una jovencita, la hija del abogado, Nick Nolte, mientras le enseña el libro de Henry Miller, Sexus. De Niro ha hecho mucho más cine, en algunos casos magistral como en Uno de los nuestros, Una historia del Bronx o en Casino, pero siempre queda en mi memoria el cine de los setenta, donde nadie podía igualar su mirada a los montes cuando quería matar a un ciervo de un solo tiro en El cazador o cuando va enloqueciendo progresivamente en un mundo sórdido, el de Taxi Driver o en su incursión en la epopeya de Bertolucci, Novecento, película que ha perdido algo de fuerza, pero que me sigue impactando, cuando me acuerdo de la escena en la que él y Depardieu comparten una prostituta con epilepsia o cuando, enamorado hasta el tuétano de la inolvidable Dominique Sanda, la hace el amor en el pajar, recordar mi visión de Novecento en un cine ya desaparecido del Madrid de los primeros ochenta, la vi ya en reestreno, me emociona. El cine, más grande que la vida, como nos diría nuestros grandes directores, Colomo, Trueba, Berlanga, Bueñuel o Saura, no puede pasar sin un actor único, de mirada penetrante, de talante introspectivo, a veces violento, como en el personaje de Jake la Motta, a veces tierno, como en el papel de Enamorarse, pero siempre magistral, hasta en películas menores, como en Confesiones verdaderas, donde el personaje del cura Desmond, sigue teniendo matices que los críticos no supieron ver o en la maldita El rey de la comedia, donde nos hacía pasar un buen rato como el cómico sin gracia, Rupert Pupkin. Poco importa que no le hayan dado un tercer Oscar, porque De Niro es uno de los mejores actores de la historia del cine, grande, porque sus personajes aún nos hablan, nos susurran, desde el laberinto de sus contradicciones, nos llaman desde el afecto y la violencia que todos llevamos, son un poco como nosotros, seres reales que están a años luz de tanto actor guapo que nos inunda hoy día, sin un solo gesto que sea verdadero. Si De Niro se codeó con otros grandes como Pacino, Hoffmann, Nicholson o el algo denostado, pero muy buen actor, Richard Dreyfuss (no hay que olvidar sus grandes papeles en Tiburón o Encuentros en la tercera fase), es cierto que sobresale sobre la mayoría por hacer que sus personajes sean para siempre inolvidables y que, para muchos cinéfilos, aún resuena en nuestra memoria la fuerza de esos seres que nos llegaran hasta muy dentro. Gracias, De Niro, uno de los últimos grandes, un maestro del cine que aún nos demuestra lo gran actor que es cuando quiere (siempre se pueden desechar algunos últimos títulos que no han aportado nada a su trayectoria), pero que, estoy seguro, no necesita un tercer Oscar, como Brando y unos pocos más, De Niro es cine, del grande, del que no olvidaremos nunca. Pedro García Cueto |
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