Cinema by numbers: redescubriendo a Amir Naderi
La última edición del Festival Internacional de Cine de Xixón (FIC) ha ofrecido en su programa una amplia retrospectiva del director iraní Amir Naderi. El realizador, tras abandonar su país de origen por la asfixiante política censora impuesta por el régimen de Jomeini, decidió radicarse en Estados Unidos, convirtiendo Nueva York y Las Vegas no solo en sus nuevos domicilios, sino también en el escenario inconfundible y recurrente de sus nuevas propuestas fílmicas. Sin embargo, inquieto y viajero, Naderi ha optado en los últimos años por establecerse en Japón, donde simultanea la docencia con la actividad cinematográfica, como ilustra su última obra, Cut (2011). De este modo, Oriente, Norteamérica y el país nipón han servido como trasfondo para sus obras, desde Tangna (1973) hasta la ya mencionada Cut, pasando por Davandeh (1985), Sound Barrier (2005) o Vegas: Based on a True Story (2008), sin que la heterogeneidad de los distintos contexto haya servido en modo alguno para contaminar la mirada de un director lúcido, crítico e independiente, siempre atento a la realidad del mundo que le rodea. Entre las obras ofrecidas en el FIC, dos de ellas, Manhattan by Numbers (1993) y Marathon (2002), sirven como magnífico ejemplo para ilustrar lo mejor de la filmografía del iraní, esto es, una visión atenta y diferente del universo problemático y alienante de la época actual. En ambas, de igual manera, encontramos un recurso que, a modo de leit motiv, sirve como pilar desde el que desarrollar el discurso narrativo: la presencia obsesiva de una secuencia de números y letras que representa un auténtico chaleco salvavidas dentro de las vivencias de los protagonistas. Así, Manhattan by Numbers nos cuenta la historia de George Murphy, un periodista de Nueva York en paro que ha de conseguir en apenas unas horas el dinero suficiente como para poder pagar el alquiler de su casa, o será desahuciado. Su listín telefónico, su agenda de contactos, parece ser la única tabla de salvación a través de la cual dar con algún conocido que le preste el dinero suficiente como para librarse de momento de su agónica situación. El espectador sigue a Murphy por las calles neoyorkinas, y comprueba la vigencia de una película que parece extraída de la coyuntura actual: manifestaciones, gente en paro por todas partes, primeros planos -la explicitud del mensaje no se hace necesaria en modo alguno- de fachadas de bancos y de ese clarividente panel, tan conocido ya, donde se refleja en tiempo real qué cantidad por ciudadano adeuda Estados Unidos, seguida segundo a segundo. El tiempo pasa, y la desesperación del protagonista va en aumento. Parece haber dado con la pista de un viejo conocido que podría sacarle del pozo, pero este, a su vez, da la impresión de haberse desvanecido como humo en medio de la vorágine urbana. Murphy comenzará entonces un auténtico descenso a los infiernos, buscando a su amigo entre los homeless de Nueva York, vagando por descampados, metiéndose por callejones de dudosa reputación… Nada. Solo al final, un pequeño guiño esperanzador libra al periodista de la locura más absoluta, tras habernos llevado, rozando el tono documental, por lo más árido y desconsolador de la ciudad. En Marathon, la propuesta solo es en apariencia distinta. Gretchen es una joven que todos los años dedica un día entero a intentar batir su récord personal de resolución de crucigramas en veinticuatro horas. Para ello, se sumerge en el Nueva York más bullicioso. Metro, autobuses, estaciones atestadas de gente… lo que sea para lograr tener ruido a su alrededor: solo así logra concentrarse. Mientras, su madre, raíz y origen de esta extraña competición, irá dejándole mensajes en el contestador, al tiempo que la chica, ajena a todo lo demás, busca un irónico equilibrio que solo parece emerger con la confluencia de la confusión exterior, la concentración mental y la lucha competitiva contra el reloj. A pesar de lo desquiciante que se antoja el retrato de Gretchen, no podemos menos que hacer una lectura en clave simbólica de esa joven que necesita, como el aire o la comida, ruido y estrés a su alrededor para encontrar una paz que parece, paradójicamente, solo alcanzar en el combate consigo misma. Y de nuevo, al igual que en Manhattan by Numbers, Nueva York se muestra como el protagonista de la obra: sus gentes, la cotidianeidad de sus calles, y todo lo que ayuda a conformar un intrincado laberinto de prisas, angustias y desesperación. Ambas obras dejan claro en la conciencia del espectador a qué se enfrentó Naderi a su llegada a América: un territorio hostil, una auténtica jungla de asfalto muy distinta al Irán fundamentalista que dejó atrás. Y este impacto, señalado por el realizador en sus entrevistas, marca sin duda la trayectoria estadounidense del director en general y estas dos obras en particular. Desde el cine pseudo-documental, y con una mínima propuesta narrativa, Naderi realiza un proceso de introspección psicológica en alternancia con el descubrimiento del mundo exterior que rodea a los personajes, elaborando así una auténtico film de tesis donde queda patente cómo el contexto es causa y origen de conductas con las que el espectador acaba por simpatizar, dejándose sumergir en los ambientes que justifican y explican el comportamiento de los protagonistas. Pero una y otra película, con sus finales abiertos, han sabido también alejarnos del pesimismo destructor que se revelaba como la solución fácil, abriéndonos la puerta al espíritu luchador de un director de cine distinto que convierte la cámara en un testigo de nuestro tiempo. Una pena que el público internacional -a diferencia de la crítica especializada- no haya encontrado aún interés en el valor reivindicativo y en el mensaje de denuncia, sin alejarse de la calidad estética, de las películas de Naderi. José Antonio Calzón García |
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La última edición del Festival Internacional de Cine de Xixón (FIC) ha ofrecido en su programa una amplia retrospectiva del director iraní Amir Naderi. El realizador, tras abandonar su país de origen por la asfixiante política censora impuesta por el régimen de Jomeini, decidió radicarse en Estados Unidos, convirtiendo Nueva York y Las Vegas no solo en sus nuevos domicilios, sino también en el escenario inconfundible y recurrente de sus nuevas propuestas fílmicas. Sin embargo, inquieto y viajero, Naderi ha optado en los últimos años por establecerse en Japón, donde simultanea la docencia con la actividad cinematográfica, como ilustra su última obra, Cut (2011). De este modo, Oriente, Norteamérica y el país nipón han servido como trasfondo para sus obras, desde Tangna (1973) hasta la ya mencionada Cut, pasando por Davandeh (1985), Sound Barrier (2005) o Vegas: Based on a True Story (2008), sin que la heterogeneidad de los distintos contexto haya servido en modo alguno para contaminar la mirada de un director lúcido, crítico e independiente, siempre atento a la realidad del mundo que le rodea.
Entre las obras ofrecidas en el FIC, dos de ellas, Manhattan by Numbers (1993) y Marathon (2002), sirven como magnífico ejemplo para ilustrar lo mejor de la filmografía del iraní, esto es, una visión atenta y diferente del universo problemático y alienante de la época actual. En ambas, de igual manera, encontramos un recurso que, a modo de leit motiv, sirve como pilar desde el que desarrollar el discurso narrativo: la presencia obsesiva de una secuencia de números y letras que representa un auténtico chaleco salvavidas dentro de las vivencias de los protagonistas.
Así, Manhattan by Numbers nos cuenta la historia de George Murphy, un periodista de Nueva York en paro que ha de conseguir en apenas unas horas el dinero suficiente como para poder pagar el alquiler de su casa, o será desahuciado. Su listín telefónico, su agenda de contactos, parece ser la única tabla de salvación a través de la cual dar con algún conocido que le preste el dinero suficiente como para librarse de momento de su agónica situación. El espectador sigue a Murphy por las calles neoyorkinas, y comprueba la vigencia de una película que parece extraída de la coyuntura actual: manifestaciones, gente en paro por todas partes, primeros planos -la explicitud del mensaje no se hace necesaria en modo alguno- de fachadas de bancos y de ese clarividente panel, tan conocido ya, donde se refleja en tiempo real qué cantidad por ciudadano adeuda Estados Unidos, seguida segundo a segundo. El tiempo pasa, y la desesperación del protagonista va en aumento. Parece haber dado con la pista de un viejo conocido que podría sacarle del pozo, pero este, a su vez, da la impresión de haberse desvanecido como humo en medio de la vorágine urbana. Murphy comenzará entonces un auténtico descenso a los infiernos, buscando a su amigo entre los homeless de Nueva York, vagando por descampados, metiéndose por callejones de dudosa reputación… Nada. Solo al final, un pequeño guiño esperanzador libra al periodista de la locura más absoluta, tras habernos llevado, rozando el tono documental, por lo más árido y desconsolador de la ciudad.
En Marathon, la propuesta solo es en apariencia distinta. Gretchen es una joven que todos los años dedica un día entero a intentar batir su récord personal de resolución de crucigramas en veinticuatro horas. Para ello, se sumerge en el Nueva York más bullicioso. Metro, autobuses, estaciones atestadas de gente… lo que sea para lograr tener ruido a su alrededor: solo así logra concentrarse. Mientras, su madre, raíz y origen de esta extraña competición, irá dejándole mensajes en el contestador, al tiempo que la chica, ajena a todo lo demás, busca un irónico equilibrio que solo parece emerger con la confluencia de la confusión exterior, la concentración mental y la lucha competitiva contra el reloj. A pesar de lo desquiciante que se antoja el retrato de Gretchen, no podemos menos que hacer una lectura en clave simbólica de esa joven que necesita, como el aire o la comida, ruido y estrés a su alrededor para encontrar una paz que parece, paradójicamente, solo alcanzar en el combate consigo misma. Y de nuevo, al igual que en Manhattan by Numbers, Nueva York se muestra como el protagonista de la obra: sus gentes, la cotidianeidad de sus calles, y todo lo que ayuda a conformar un intrincado laberinto de prisas, angustias y desesperación.
Ambas obras dejan claro en la conciencia del espectador a qué se enfrentó Naderi a su llegada a América: un territorio hostil, una auténtica jungla de asfalto muy distinta al Irán fundamentalista que dejó atrás. Y este impacto, señalado por el realizador en sus entrevistas, marca sin duda la trayectoria estadounidense del director en general y estas dos obras en particular. Desde el cine pseudo-documental, y con una mínima propuesta narrativa, Naderi realiza un proceso de introspección psicológica en alternancia con el descubrimiento del mundo exterior que rodea a los personajes, elaborando así una auténtico film de tesis donde queda patente cómo el contexto es causa y origen de conductas con las que el espectador acaba por simpatizar, dejándose sumergir en los ambientes que justifican y explican el comportamiento de los protagonistas. Pero una y otra película, con sus finales abiertos, han sabido también alejarnos del pesimismo destructor que se revelaba como la solución fácil, abriéndonos la puerta al espíritu luchador de un director de cine distinto que convierte la cámara en un testigo de nuestro tiempo. Una pena que el público internacional -a diferencia de la crítica especializada- no haya encontrado aún interés en el valor reivindicativo y en el mensaje de denuncia, sin alejarse de la calidad estética, de las películas de Naderi.
José Antonio Calzón García