Septiembre - Octubre 2021
50° Festival de Cine de Nueva York
Encuentros y desencuentros dentro de un mundo en transformación Del 28 de septiembre al 14 de octubre de 2012 |
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"La reciente proliferación de festivales es un reto para lo que nosotros hacemos. Nuestra manera de afrontarlo ha consistido en ser consecuentes con lo que somos. No creo que deberíamos, por ejemplo, abrir una sección de iPhone dentro del Festival. Creo que, básicamente, decimos: esto es lo que hacemos y lo hacemos muy bien", comentaba Richard Peña antes de retirarse, al reflexionar acerca de su labor a la cabeza del Festival de Cine de Nueva York durante los últimos 25 años. Un encuentro de cineastas, críticos y público menos interesados en el glamour, el comercialismo o el exceso de otros certámenes, y más comprometidos con impulsar lo más sugerente de la cinematografía mundial dentro y fuera del circuito de las salas de arte y ensayo en los Estados Unidos. En tal sentido, cabe destacar la promoción de directores poco conocidos en América, como la realizadora turca Yesim Ustaoglu quien presentó Araf-Somewhere in Between, acerca de la falta de oportunidades para los jóvenes viviendo en las zonas rurales de Anatolia. Aquí Zehra (Neslihan Ataguul), una adolescente sin perspectivas empleada en una estación de servicio, se deja seducir por Mahur (Ozcan Deniz), un conductor de camiones, buscando huir del sofocante entorno donde vive. Pero cuando este la deja embarazada y desaparece, Zehra deberá afrontar sola las consecuencias de sus actos. Una cinematografía que privilegia los colores fríos enmarca el drama de la joven, incapaz de sincerarse ante sus padres, al tiempo que profundiza en la desolación del pueblo, junto a una zona industrial, donde la existencia pareciera haberse detenido décadas atrás. El contraste entre lo tribal de las relaciones familiares y la urgencia de la nueva generación por ingresar en la contemporaneidad, que las nuevas tecnologías ponen a su alcance, es explorado con sensibilidad y agudeza por Ustaoglu, cual una manera de centrar la atención sobre personajes atrapados entre dos sociedades incomunicadas. Tradición versus modernización colisionan violentamente, espejeando la dureza del clima, en fricción con la tierra contaminada por los desechos industriales. Como otros auteurs de su generación como Nuri Bilge Ceylan, Zeki Demirkubuz, Dervis Zaim, Serdar Akar, y Yilmaz Erdogan, Ustaoglu se devuelve al modo en que las profundas transformaciones de las dos últimas décadas han fraccionado las comunidades turcas, abriendo un abismo entre las formas tradicionales de subsistencia y los valores de las minorías urbanas profesionales. Ello, alegorizado en el film mediante encuadres dables de abarcar, dentro de un mismo plano secuencia, el ritmo febril del tráfico sobre las amplias autopistas con las labores domésticas de las mujeres circunscritas, sin voz, al entorno familiar. Identidad y memoria motorizan tales discrepancias al interior de un tiempo en transición o, tal cual la cineasta apuntó en la rueda de prensa: "Araf significa purgatorio o limbo en turco. Un tiempo de espera entre cielo e infierno. Yo traduzco 'araf' como 'algo en el medio'. Mientras escribía el guion, la percepción de la vida dentro y cerca de la estación de servicio me hacía pensar en un estado de limbo, de espera, que no es ni cielo ni infierno; un estado de incertidumbre y desesperanza parecido al purgatorio". Otro film que también nos sitúa en un marco similar ha sido Barbara de Christian Petzold al centrar la existencia, entre dos aguas, en la Alemania anterior a la reunificación democrática. Las ambigüedades, pequeñas miserias, violencia abierta y contenida se ceban en Barbara Wolff (Nina Hoss), una brillante doctora de un prestigioso instituto en Berlín, quien es transferida a un hospital de provincias como castigo por haber pedido una visa para abandonar Alemania del Este. El ágil trabajo de cámara puesto a privilegiar el juego de plano-contraplano, en las secuencias donde Barbara pedalea en su bicicleta buscando recoger y ocultar los instrumentos que le permitirán huir para reencontrarse con su amante al otro lado del muro, nos ubica en una época permeada por el miedo, donde cualquier movimiento sospechoso podía resultar mortal. Igualmente, Petzold ubica el punto de vista de la cámara en el espectador mismo a fin de hacerlo cómplice de los temores de la protagonista sintiéndose continuamente observada por la policía secreta y pasto de las sospechas de colegas, vecinos y transeúntes. La saturación de colores cálidos contrasta con lo gélido del clima que envuelve a los caracteres en el entorno cerrado del hospital y entre las paredes de las casas donde ocultarse de la hostilidad exterior; si bien la inclusión de personajes secundarios como Stella (Jasna Fritzi Bauer), la joven problemática adoptada prácticamente por Barbara tras salvarle la vida, contribuyen a humanizar un tiempo de represión y encierro tanto dentro como fuera de las cárceles de la Stasi. El director no cae, sin embargo, en clichés ni perfila a los caracteres como individuos completamente parcializados entre lo bueno y lo malo, sino representa la amplia gama de emociones de una manera balanceada, a fin de apartarse de las críticas improductivas y el maniqueísmo político, pues entiende lo eficaz de la imagen para traducir sin excesos el vivir de la gente en situaciones límite, cuando se ve constreñida por sus circunstancias pero no se abandona a la desesperación, a fin de que lo estéril fertilice y el recelo se vuelva efectivo en su labor de denunciar las injusticias y los abusos del poder. No de Pablo Larraín repasó igualmente estos temas, cuando el pueblo chileno votó negativamente a la permanencia de Pinochet en la presidencia, si bien su espectro siguió presente en la vida y la conciencia nacional hasta bien entrado el nuevo milenio. Aquí René (Gael García Bernal) es el creativo publicitario tras la campaña del "No" al dictador, en 1988, representando, simultáneamente, a la generación que creció con él pero, como el realizador mismo, no sufrió directamente los embates del terror. Esto le permite a Larraín pasar página sobre lo tenebroso del período -centrado en sus dos filmes anteriores, Tony Manero (2008) y Post Mortem (2010), igualmente incluidos en el Festival- para retratar la efectividad de los jóvenes en su compromiso por derrocar el miedo. Lo fragmentario del montaje, donde se combinaron escenas documentales con la ficción, le permitió a Larraín comparar, contrastar y revivir la intensidad de aquel histórico momento sin eludir lo amenazante de las barreras policiales, las emboscadas gubernamentales y la tensión callejera entre simpatizantes y detractores del General. De hecho No es, posiblemente, la película mejor lograda de la trilogía, pues abandona el ámbito cerrado de la casa, la oficina y la morgue para universalizar los conceptos, las ideologías enfrentadas y los mecanismos de represión del pinochetismo espejeando, tangencialmente, la coacción de los totalitarismos sobre nuestra América hoy cuando figuras emergentes, amparadas en la manipulación de las masas más desasistidas, se han hecho con el gobierno indefinidamente. La impecable factura técnica y la intensidad de las actuaciones también contribuyen a resaltar las contradicciones surgidas de los intereses personales que ambos bandos esgrimían entonces y, desgraciadamente, afloran nuevamente cuando sus intereses se ven amenazados, tal cual ocurre actualmente en Venezuela, Ecuador, Paraguay, Bolivia y Argentina; esto sin contar los dramas desatados en otras zonas del mundo cual sucede en el Oriente Medio, Rusia y la mayor parte del continente africano. De ahí lo fundamental de films como No para promover una aguda visión de las intrigas y componendas que mueven los hilos del poder, y subrayar la importancia de los fenómenos mediáticos en la movilización de la conciencia colectiva. Muy anterior a las redes sociales, sin embargo, el momento que este film recupera le permite no obstante a Larraín profundizar en lo significativo de la televisión, cuando los eventos que sacuden la vida nacional ponen en juego el discurrir de un país y es necesario actuar conjuntamente a fin de impedir la debacle. Chile es igualmente la geografía donde Raúl Ruiz vuelve, tras su amplio y fructífero periplo vital en Francia, para filmar(se) y despedirse con La noche de enfrente. Testamento entonces y evocación donde la vida circula, como en un túnel entre el nacer y el morir, recuperando la cámara los recuerdos de infancia, los amores y amigos, las pequeñas gestas y los grandes gestos de personajes que no son sino proyecciones del cineasta mismo. Desde su Quilpué natal Ruiz pasa revista a caracteres reales e imaginarios, yuxtaponiendo épocas y estilos, espacios y topografías sin delinear un argumento preciso sino recorriendo preferentemente los laberintos de la memoria a fin de destilar las imágenes más contundentes. Los artefactos propios de la vida marina, rituales e intérpretes permean la diégesis respondiendo al universo donde, por generaciones, orbitaron los hombres de la familia del artista. Un universo que se incorpora también laberínticamente, siguiendo los vericuetos explorados a lo largo de su producción, donde la recherche del tiempo y la experimentación vanguardista se integran de manera natural al argumento que, citando uno de sus cortos del año 1982, se fragua cual "sombras chinescas" dables de ocultar para revelar las formas extraídas del sueño. En tal sentido, compositores universales, como Beethoven, entran en un divertido diálogo con el Ruiz niño para tejer una entrañable remembranza con su música y sus películas predilectas. Geografías puntuales quedan consignadas sobre la piel de caracteres, circulando por habitaciones de casas que se interconectan entre sí para abrazar aquellas donde el director creció, vivió, amó y encontró el reposo definitivo. Personajes literarios, como el John Long Silver de R.L. Stevenson, le descubren al protagonista momentos ocultos de su propia familia, dándole las pistas para seguir el hilo genealógico, del cual Ruiz es el principal depositario y genial consignador mediante este brillante canto de cisne. Recobrar los paraísos perdidos ha sido también el propósito de dos películas portuguesas que sorprendieron en el Festival: The Last Time I Saw Macao de João Pedro Rodrigues y João Rui Guerra Mata y Tabú de Miguel Gomes. Ambas examinan las consecuencias del colonialismo mediante historias afines a la biografía de los realizadores. De hecho, Guerra Mata nació en Mozambique y vivió parte de su infancia en Macao, donde regresó para plasmar los cambios ocurridos en la antigua colonia, utilizando parte del material filmado en la producción de su película; con lo cual esta deviene un híbrido entre el documental y el film de ficción haciendo de Macao la auténtica protagonista. El uso de las panorámicas sobre las antiguas casas del área costera y los grandes angulares de la ciudad actual, se yuxtaponen para enfrentar lo antiguo y lo moderno, dentro de un contexto donde el exotismo oriental contrasta con la sobriedad de la metrópolis europea. Estatuas de próceres portugueses y casinos extraídos del Shanghái de principios del pasado siglo, templos e iglesias, colegios católicos y centros confucionistas hablan del choque cultural y la superposición de lenguas y tradiciones que van siendo borradas por la homogeneización producto de la revolución tecnológica. De manera similar, Tabú se aboca a tejer un discurso entre el centro y la periferia al reconstruir las aventuras y pasiones vividas por una exploradora portuguesa en el continente africano durante los años cincuenta. Gomes inventa el marco donde desarrolla su film sin centrarse en una geografía específica. "Es más bien una antigua colonia portuguesa sin nombre, un territorio histórico indeterminado", comentó el director durante la rueda de prensa, buscando universalizar los contenidos y reflexionar acerca de las duras consecuencias de la dominación europea en África. Esta película, al igual que The Last Time I Saw Macao con respecto a Macao (1952) de Josef von Sternberg, se devuelve a las producciones de Hollywood, como The African Queen (1951) de John Huston, para puntuar con ironía los desfases entre dos culturas opuestas pero dependientes entre sí que, en nuestra contemporaneidad, Europa tiende a idealizar. El uso del blanco y negro y la voz en off, para la mayor parte del relato fílmico, contribuyeron a intensificar la nostalgia por un pasado con el cual no ha habido reconciliación y, especialmente en las ex colonias, sigue siendo una herida abierta. Something in the Air de Olivier Assayas pone el dedo en esa llaga reactualizando la efervescencia del debate político, posterior al mayo francés, que Carlos (2010) había centrado en su filmografía. Un debate con el cual tampoco ha habido reconciliación, no tanto por causa de nuevos choques ideológicos, sino por la apatía de la juventud actual viviendo, tal como el director apunta en las notas de producción, "en un presente informe. Ellos existen fuera de la Historia, de manera cíclica y estática. La idea de que uno tiene voz en la sociedad, de que puede reformular su naturaleza más intrínseca, se ha vuelto vaga y convencional. Puede resumirse más bien en términos de exclusión o inclusión". Pertenencia o marginación, ubicación en el centro o la periferia, son los extremos desde donde los jóvenes hablan ahora, aun cuando sus voces ni son tan altas ni tan subversivas como lo fueron entonces; quizás porque la autocomplacencia ha acabado con los héroes y los antihéroes. La película de Assayas recupera algo de aquella energía, idealismo y sentido de trascendencia, partiendo de la manifestación de febrero de 1971 en París, cuando los movimientos anárquicos de tendencia maoísta fueron brutalmente reprimidos por la policía. El uso de cámaras manuales le permitió al director reconstruir el pulso de los enfrentamientos y el vértigo de la huida de los jóvenes tras llevar a cabo sus escaramuzas antisistema. Los acontecimientos acaban, sin embargo, por sobrepasar a los protagonistas, quienes terminan evadiéndose en el verano italiano para iniciar su particular educación sentimental, entre ellos o uniéndose a caracteres más veteranos en las lides del vivir de espaldas al establishment. Con esta producción Assayas hace acopio de su personal interpretación de un momento en la historia occidental, cuando los jóvenes estuvieron más vivos, incorporando sus particulares experiencias a través de Gilles (Clément Métayer), quien logra balancear su altruismo con la necesidad de experimentación y la búsqueda de un futuro mejor para sí mismo y sus compañeros de generación. Una fórmula que los cataclismos sociales y políticos, y el empobrecimiento creciente de los países de la periferia, han puesto en duda hoy, instalando un tiempo de incertidumbre donde las respuestas nunca son claras ni las acciones públicas lo suficientemente contundentes. Holy Motors de Léos Carax se nutre de los enigmas contemporáneos brindándonos una explosiva y sarcástica visión de la naturaleza humana a través de las metamorfosis de Oscar (Denis Lavant) quien, a lo largo del día, se transforma en personajes reales, ficticios y soñados mientras recorre las avenidas parisinas en una limusina conducida por una enigmática mujer. Filmada digitalmente, la película se apropia de la estética del videojuego para sumergir al espectador en un caótico universo virtual donde todo parece posible. Aún la Ciudad Luz es vista bajo el prisma de lo artificioso, construyendo el cineasta su original visión de espacios emblemáticos como el cementerio de Père Lachaise y los cavernosos pisos abandonados de los almacenes La Samaritaine, ubicados frente al mismo puente donde Carax filmó Les Amants du Pont-Neuf (1991). Una cadena de coincidencias hilan también las distintas encarnaciones del protagonista, confluyendo en la imagen del director mismo como personaje, al penetrar la sala de cine donde se proyecta su creación. El cine dentro del cine se convierte entonces en alegoría del medio para sacudir, atraer, imantar, seducir citando todos los géneros, desde el musical hasta el melodrama, pasando por el film noir y el de horror para recuperar la nostalgia por las grandes superproducciones del pasado. En el otro extremo, el del cine intimista, nos llegó Amour de Michael Haneke, Palma de Oro en el último Festival de Cannes y favorita tanto para los premios Golden Globe como para los Oscar. Un intenso tour de force entre dos veteranos representantes de la Nouvelle Vague, Jean-Louis Trintignant (Georges) y Emmanuelle Riva (Anne), absorbió la atención del público, sumergiéndonos en el drama de un matrimonio donde la enfermedad acaba por arrastrarlos al final de una larga existencia compartida. Realizada con gran sensibilidad, esta película nos hace asistir al desmoronamiento de la insularidad e independencia de la pareja, a medida que Anne va perdiendo sus facultades y Georges se ve impotente para prolongar el derrumbe de lo que más ama. El constante uso del primer plano y la filmación enteramente en el interior de un apartamento parisino, hacen de Amour testamento idóneo para enfrentar y enfrentarnos con nuestra propia mortalidad, a puertas cerradas, pero sin caer en el melodrama ni el exceso. La contención de la cámara y las actuaciones crearon instantes de gran poesía, en medio de la fatalidad hacia donde la vejez impulsa a quienes, mal que bien, tienen la oportunidad de experimentarla. Ello, sin alienar a la audiencia que participó de las difíciles pruebas, puestas a examinar los límites del amor, de una manera natural y, hasta cierto punto, épica al mostrar cuánto esplendor subyace en el heroísmo de la debilidad, dentro de un mundo en transformación, tal cual el grueso de las películas nos mostraron en la edición de este Festival que cerró medio siglo de excelentes producciones para el público neoyorkino. Alejandro Varderi |
![]() Amour
![]() Araf
![]() Holy motors
![]() La noche de enfrente
![]() No
![]() Something in the air
![]() Tabu
![]() The last time I saw Macao
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