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Septiembre - Octubre 2019
Ingrid Bergman: una cara con ángel, en su centenarioe
Estocolmo, 1915 - Londres, 1982) Actriz sueca. Huérfana de madre a los dos años y de padre cuando sólo había cumplido los doce, Ingrid Bergman pasó gran parte de su infancia y adolescencia bajo los atentos cuidados de un tío suyo. A los dieciocho años se graduó en el instituto y, para entonces, la tímida y solitaria Ingrid había ya decidido ser actriz. Un año antes, en 1932, había participado sin acreditar en una película, Landskamp, hoy perdida. En 1933 consiguió ser admitida en el Swedish Royal Theatre, pero no soñaba precisamente con ser actriz de teatro; quería ser actriz de cine y lo intentaba denodadamente, presentándose a multitud de pruebas. Por fin, consiguió debutar en El conde del Puente del Monje (1935), de Edvin Adolphson y Sigurd Wallen, un filme que se rodó en 1934. No era Ingrid todavía esa belleza que, algunos años después, asombró al mundo, pero en su rostro empezaban a dibujarse ya algunos de los rasgos más hermosos, que, tras unas pocas películas y alguna que otra dieta de adelgazamiento, asomaron en la primera versión de Intermezzo (1936), de Gustav Molander, un melodrama romántico que supuso un acontecimiento en su época y un gran triunfo para el emergente cine sueco, para su director, para su divo (Costa Ekman) y, sobre todo, para Ingrid Bergman, a quien le llovieron múltiples ofertas desde Hollywood. Fue el arrollador productor (todavía no independiente) David O. Selznick quien, después de ver el filme, envió un emisario de la Metro Goldwyn Mayer a comprar los derechos de la historia, con un largo contrato para Miss Bergman. Recién casada con su primer marido, el doctor Peter Lindstrom, con el que tuvo una hija, Friedel Pia, Ingrid Bergman llegó en mayo de 1939 a Estados Unidos para realizar la segunda versión de Intermezzo (1939), de Gregory Ratoff. Ingrid era una estrella en Suecia y exigió al productor Selznick que no se cambiara su nombre ni su imagen, algo a lo que estaban abocadas las actrices europeas que llegaban a Hollywood. El enorme triunfo del filme le dio la razón. Intermezzo marcó a toda una generación de jóvenes románticas sumidas en la ambigüedad del sacrificio final, que parece artificial, sin hacer olvidar los momentos de felicidad aportados por la culpable pasión; curiosamente, el pueblo americano fue mucho menos indulgente cuando, algunos años más tarde, Ingrid Bergman abandonó a su marido por Rossellini. El mismo año de 1939, Ingrid Bergman volvió a Suecia para cumplir su contrato; allí realizó un par de filmes de poca trascendencia. De vuelta a Hollywood, comenzó a forjarse su descomunal prestigio, aunque, no a mayor gloria de Selznick, que la prestó a otros estudios. Harta de personajes buenos, insistió en interpretar a la prostituta Ivy Patterson, en vez del papel que le habían asignado, en El extraño caso del Dr. Jekyll (1941), de Victor Fleming; una mujer coqueta y fácil y, después, martirizada y aterrorizada por el magnífico Mr. Hyde de Spencer Tracy. Al año siguiente, cedida a la Warner, coprotagonizó la mítica obra maestra Casablanca (1942), de Michael Curtiz. Curtiz obsequió a Ingrid Bergman los primeros planos más bellos de la historia del cine: aquellos en los que Bergman le pide a Sam que vuelva a tocar el As Time Goes By, aquellos en los que con Humphrey Bogart revive su personal historia de amor en París y aquellos en los que, con los ojos llorosos, ve cómo debe irse con su rebelde marido y abandonar a Bogart una vez más. Tras conseguir su primera nominación al Oscar por la adaptación de la novela de Hemingway Por quién doblan las campanas (1943), regresó a la Metro para interpretar, junto a Charles Boyer y Joseph Cotten, Luz de gas (1944), de George Cukor, donde, bajo un gran director de actrices, consiguió la preciada estatuilla por su memorable recreación de una dulce esposa que casi se vuelve loca por obra de su ambicioso marido, que trata de convertirla en una paranoica irrecuperable haciéndole creer que sufre delirios. El mismo año en que intervino en la popular Las campanas de Santa María (1945), de Leo McCarey, secuela de Siguiendo mi camino, se convirtió en una de las famosas rubias de Alfred Hitchcock, con el que realizó tres filmes: Recuerda (1945), Atormentada (1949) y Encadenados (1946), la más perfecta unión de romance y espionaje del maestro inglés, con una interpretación memorable de Ingrid Bergman, la más sexy de su carrera, y de su compañero de reparto, el inigualable Cary Grant. En 1948 rodó Juana de Arco, de Victor Fleming; en 1949, después de quedar fascinada por algunos de los filmes neorrealistas de Rossellini, pidió al director italiano interpretar su próxima película. Ésta fue Stromboli (1950), obra en la que Rossellini renuncia al fundamentalismo documentalista para mostrar lo más emotivo del movimiento neorrealista. En el filme no hay heroína y, menos aún, un héroe; el final es un incierto equilibrio entre la esperanza y la tragedia. Mientras tanto, el romance entre Ingrid Bergman y Rossellini tomó cuerpo y se hizo realidad con el nacimiento de Robertino (luego llegarían las gemelas Isota y la también actriz Isabella), el consiguiente divorcio del doctor Lindstrom y el inmediato matrimonio en México de la pareja. A partir de aquí, ambos artistas quedaron marcados por el desprecio del público: Ingrid Bergman fue repudiada por la puritana sociedad norteamericana y Rossellini fue tachado de gigoló por la prensa italiana. Juntos realizaron una serie de películas que fueron muy mal recibidas, entre ellas la magnífica Europa 51 (1951) y la denostada Juana de Arco en la hoguera (1954). Pero los norteamericanos pronto olvidaron y perdonaron. En 1956 filmó en Inglaterra, pero con producción de la Fox, un célebre tema histórico, Anastasia, de Anatole Litvak. Mientras, la relación con Rossellini tocó a su fin. Al poco tiempo, en la entrega de los Oscar del año 1957, recién obtenido el divorcio, ganó su segunda estatuilla. En 1958, al tiempo que formaba pareja nuevamente con Cary Grant en una divertida y sofisticada comedia, Indiscreta (1958), de Stanley Donen, se casó por tercera vez con el productor teatral Lars Schmidt, del que también se divorciaría, tras dieciocho años de matrimonio, en 1976. En sus últimos años su carrera teatral le dio más satisfacciones que la cinematográfica (interpretó desde la escandalosa Té y Simpatía, en París, hasta prestigiosas piezas de Henrik Ibsen y Eugene O'Neill), aunque antes, en 1974, había ganado su tercer Oscar, esta vez como actriz secundaria, por su interpretación de la vieja misionera Greta Ohlsson, en la multiestelar adaptación de la obra de Agatha Christie Asesinato en el Orient Express (1974), de Sidney Lumet. A finales de los setenta se le diagnosticó un cáncer que no la apartó de su labor interpretativa. Apareció con la cara demacrada en Sonata de Otoño, de Ingmar Bergman, su último trabajo en el cine; no tuvo tiempo de recoger el Emmy por su interpretación de la Primera Ministra israelí Golda Meir en el filme televisivo A Woman Called Golda (1982). Murió la noche de su sesenta y siete aniversario, después de una pequeña fiesta de cumpleaños ofrecida por unos pocos amigos. Fue, sin ninguna duda, la cara más dulce, bella y encantadora que el dorado Hollywood de los cuarenta tuvo el honor de glorificar. Ingrid: una mujer fascinante Siempre recordaré la fascinación de esta maravillosa actriz que falleció a los sesenta y siete años, como he citado antes, pero que vivirá eternamente, en películas míticas como Te querré siempre o Encadenados, sin olvidar la inolvidable Stromboli, su mirada, su belleza, su encanto la convirtió en una actriz deliciosa, de gran belleza, que fue pareja de los más grandes actores de la historia del cine, pero también una mujer que llevaba la fuerza de sus raíces suecas, la energía de una mujer decidida, en la vida y en el cine, la sonrisa de un ángel, esa cara de ángel, como también fue la adorada Audrey Hepburn. Siempre me quedaré con Encadenados, donde nadie expresó mejor el amor por un hombre, el elegante y distinguido Cary Grant, como Ingrid Bergman, una mujer que encandilaba y nos seducía desde la pantalla, con ese universo de miradas que escondía a una mujer que buscaba siempre el amor, en ese acto de amar y ser querida, como lo hicimos los amantes del cine clásico en aquellas películas inolvidables. Pedro García Cueto |
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